Empezó a llover con fuerza. La sensación del cuero mojado contra la piel resultó una experiencia nueva y desagradable.

Perfecto. Otro trueno. Se imaginó que le daba uno en la cabeza y la dejaba amnésica.

Miró a su alrededor. Completamente sola.

Pensó en llamar a casa porque el móvil no se lo había robado, pero no, tenía que poder estar sola una semana, por Dios.

«¿Y ahora?», se preguntó.

¿Qué tal un príncipe azul sobre un corcel blanco?

No fue un corcel blanco sino una furgoneta la que se paró ante ella. Natalia sintió miedo, pero luego se dijo que no le quedaba nada que robar.

Excepto ella misma, claro. El miedo se convirtió en pánico, pero el cansancio no le permitió salir corriendo.

– ¿Algún problema? -preguntó el conductor bajando la ventanilla y mirándola con unos grandes ojos verdes.

¡El Clint Eastwood del avión!

– ¿Qué le hace pensar que tengo algún problema? -preguntó poniéndose enjarras.

– Que esté aquí fuera como una rata empapada -contestó el hombre tan tranquilo.

¿Una rata empapada?

– El autobús no llega -contestó.

Daría lo mismo que llegara porque el billete estaba en el bolso que le acababan de robar, pero no se lo iba a contar. El orgullo se lo impedía.

– ¿Qué hace una princesa yendo en autobús?

Natalia no contestó.

– Demonios -murmuró él saliendo de la furgoneta-. Tome -añadió quitándose la cazadora y poniéndosela sobre los hombros-. ¿Y sus cosas?

– Me las acaban de robar -dijo Natalia-. Y, justo antes, me acababan de decir que el vuelo que tenía que tomar había sido cancelado. Menudo día llevo.

– ¿Le han hecho algo? -le preguntó amablemente.

Natalia sintió que se derretía.

Estuvo a punto de contestar que no, que estaba bien, pero no era cierto. Tenía un vacío en el estómago y no era porque tuviera hambre o por el miedo que había pasado sino porque el vaquero le había puesto las manos sobre los hombros.

– ¿Princesa?

Miró a aquel hombre tan alto, curtido por el sol y sintió que se le aceleraba el corazón.

– ¿De verdad cree que soy una princesa?

El vaquero se acercó y la miró con atención.

– ¿Se ha dado un golpe en la cabeza?

Se creía que estaba loca. Pues había acertado porque no lo conocía de nada, pero sentía una imperiosa necesidad de sacar pecho y conocerlo a fondo.

«¿Diría Amelia que es una locura?»


Tim le apartó el pelo de la frente en busca de alguna herida. Se le había corrido el rimel de ojos y parecía de lo más desvalida.

– No me he golpeado la cabeza -le aseguró apartándose-. Soy princesa, de verdad. Para ser exactos, soy Su Alteza Real Natalia Faye Wolfe Brunner de Grunberg.

Tim dio un paso atrás y se quedó mirándola, pero la mujer ni sonrió.

– Mucho nombre, ¿no?

– Sí, por eso me llaman Su Alteza Real Natalia Faye.

– Sigue siendo muy largo.

– Si no me hubieran robado el bolso, le enseñaría mi carné de identidad.

– ¿Quiere ir a denunciarlo a la policía?

– No -contestó ella con el ceño fruncido-. El ladrón debe de andar ya muy lejos y lo único que conseguiría sería que mi familia insistiera en que volviera a casa. Solo necesito llegar a Taos, Nuevo México. Voy a una boda.

Lo había dicho con tono presumido y el mentón levantado, como si Tim fuera su criado. La miró divertido, echó la cabeza hacia atrás y se rió.

– A mí no me parece gracioso -dijo la princesa cruzándose de brazos.

A pesar de sus aires de superioridad, se veía que estaba muerta de frío y que no lo estaba pasando bien. Le volvió a parecer que aparentaba doce años. Si no fuera, claro, porque tenía un cuerpo de curvas para soñar.

Era la mujer más bonita que había visto en su vida y no había derecho a que un desaprensivo le hubiera robado todo. ¿Y si llegaba otro y abusaba de ella? No podía dejarla allí.

– Vamos a llamar a alguien para…

– No.

– Pero…

– ¡No! -insistió con decisión.

«Como una verdadera princesa», pensó Tim.

– Ya le he dicho que estoy bien -dijo pasándose la mano por el pelo empapado.

Estupendo. La mujer estaba bien y él… llegaba tarde. Aun así, no podía dejarla allí. Su corazón, siempre al lado de los más desfavorecidos, no se lo permitía.

– ¿Dónde me ha dicho que iba?

– Ahora mismo, a ningún sitio.

– ¿Quiere venir a mi rancho?

La mujer lo miró con los ojos entornados.

– ¿Porqué?

¿Por qué? Obviamente, porque estaba loco. No tenía suficiente con su abuela insistiendo en vivir sola y su hermana liada con el capataz…

– Porque… allí estará a salvo.

– ¿En su rancho?

– Sí -contestó pensando en todos los animales que había recogido de la calle y que vivían ya allí.

A la princesa no la iba a meter en el vallado con los demás, por supuesto, pero se la quería llevar a casa igual.

– ¿Viene?

– No por lo que usted se cree -contestó ella.

– Podrá ducharse -le aseguró confundido-, comer y descansar. Luego, si quiere… no sé, podría buscarse un trabajo.

– Un trabajo -repitió como si la idea jamás se le hubiera pasado por la cabeza-. ¿Tiene usted algún puesto libre?

– En estos momentos, necesito una cocinera y un capataz -contestó pensando en que iba a despedir a Josh si seguía con su hermana pequeña.

Entonces, recordó que Sally estaba enfadada con él y, conociéndola, seguro que le iba a durar un tiempo. Peor para ella. Tim había jurado a sus padres que cuidaría de ella y eso pensaba hacer. Aunque fuera a cumplir veinte años, seguía siendo su hermana pequeña.

Estaba impaciente por llegar a casa, así que miró a la princesa con insistencia.

– Un trabajo -repitió ella mordiéndose el labio inferior-. Me parece una buena idea.

Intentó imaginársela en vaqueros.

– ¿Ha estado alguna vez en un rancho?

– Pues claro.

Claro.

– Una vez, de vacaciones, hicimos escala en una granja de animales de compañía.

Tim parpadeó y negó con la cabeza.

– ¿Y la cocina qué tal se le da?

– ¿Para los demás?

– No, para la reina de Inglaterra, si le parece -contestó Tim.

– Desde luego, un poco más de respeto… ¿Por qué la tienen tomada con la pobre Elizabeth?

– ¿Cocina sí o no?

– Claro.

Claro otra vez. Seguro que no sabía hacer ni unos huevos revueltos.

– Está lloviendo mucho -dijo con la esperanza de que se decidiera.

– No tengo ropa para cambiarme -dijo la princesa frunciendo el ceño-. Suelo viajar con un montón de cosas.

– Me voy a meter en la furgoneta porque me estoy calando -dijo Tim-. Hay una tienda aquí al lado, princesa. Si quiere, le presto dinero y se compra algo… Aunque no creo que tengan cosas de cuero.

– Me compraré algo nuevo. Me encanta lo nuevo.

– ¿De verdad? Bien. Le advierto que solo hay vaqueros y más vaqueros.

– Suelo llevar vaqueros.

– Muy bien, pues vamos.

– Es usted como los vaqueros de antes, caballeroso y amable.

– No, cualquiera haría lo mismo -contestó Tim.

– No creo -insistió ella-. Parece usted diferente. Especial.

– ¿Está usted segura de que no se ha dado en la cabeza? -dijo Tim preguntándose si no estaría medicándose-. ¿Seguro que no quiere que llame a nadie?

– No -contestó muy decidida-. Quería viajar sola. Es la primera vez que lo hago y me está saliendo fatal, la verdad -le explicó compungida-, pero estoy decidida a que las cosas cambien. Sí, esta vez, me voy a ganar incluso la comida.

Tim le abrió la puerta de la furgoneta y la invitó a entrar. Al tocarla, sintió una descarga eléctrica que prefirió no pararse a analizar.

– No será usted un asesino, ¿verdad?

– No -contestó muy serio.

– Nunca había hecho autostop en mi vida -le dijo mirando por la furgoneta.

¿Estaría buscando una pierna o un brazo?

– Contrariamente a lo que pueda pensar de mí, sí estoy un poco preocupada.

– Está a salvo, no se preocupe.

– Seguro que eso es lo que dicen todos los asesinos.

– Pero yo me parezco a Clint Eastwood, ¿recuerda?

La princesa se rio. Se rio. Una carcajada que le hizo sonreír como a un idiota.

Se sentó muy recta como si fuera una princesa de verdad y se puso el cinturón de seguridad.

– No me llevaría usted a Taos por casualidad, ¿verdad?

– Lo siento, princesa, pero ¿sabe usted lo lejos que está eso? Tengo que ocuparme del rancho. He estado unos días fuera, ¿sabe? No tiene más que darme un número y llamaré a quien quiera.

– No, gracias. Prefiero ser su cocinera durante unos días.

– No solo va a cocinar para mí sino para todos los empleados del rancho -le corrigió.

Natalia sonrió con seguridad y Tim no supo si estaba forzando la sonrisa o no.

– ¿Cuántos… son?

La estaba forzando, estupendo.

– Depende de cuántos se hayan ido en estos días que mi hermana se ha quedado al mando -contestó poniendo la furgoneta en marcha.


Natalia llevaba años soñando con el mundo real, preguntándose cómo sería, deseando ser una mujer normal.

Estaba segura de que Timothy Banning no creía una palabra de su condición de princesa. Perfecto. Así sería mejor. Su sueño se iba a convertir en realidad aunque fuera solo por unos días.

Por fin, iba a poder ser mujer antes que princesa.

– ¿Falta mucho para llegar a su rancho? – preguntó mirando el paisaje.

El norte de Texas era la tierra más llana que había visto, muy diferente a su país natal, que colgaba entre las montañas entre Austria y Suiza.

Echaba de menos los bosques que rodeaban su palacio, pero aquella tierra también era bonita.

Le gustaba.

– Unos cincuenta kilómetros -contestó Tim.

Habían parado en la tienda y se había comprado unos vaqueros, unas cuantas camisetas y un pintalabios verde manzana.

El vaquero parecía arrepentido de haberle propuesto que se fuera con él.

– No estoy loca ni soy peligrosa -le dijo-. Lo digo para que esté tranquilo. No pienso hacer daño a nadie en su rancho.

Aquello le hizo sonreír. Qué sonrisa tan bonita tenía. Aquel hombre era de lo más atractivo. Tenía unos preciosos dientes blancos como la nieve y patas de gallo alrededor de los ojos. Eso debía de querer decir que sonreía a menudo. Para colmo, tenía un cuerpo fuerte y musculoso que no debía de ser de gimnasio sino de trabajo físico.

No había que olvidar sus manos, grandes y seguras sobre el volante, bronceadas y callosas. Sin poderlo evitar, Natalia se encontró imaginando las cosas más lujuriosas sobre aquellas manos.

Sin duda, Amelia le desaconsejaría que se mezclara con un hombre así. Pero Amelia no estaba. Por una vez, estaba sola.

Primero mujer y, luego, princesa.

Pensamientos peligrosos. Sí, pero divertidos. Se preguntó si Tim sabría utilizar aquellas manos sobre el cuerpo de una mujer, si sabría…

– Se está poniendo roja, princesa -lo interrumpió el vaquero-. ¿Está usted bien?

– Claro.

No era cierto. Estaba soñando con aquel hombre. Debía de haberse vuelto loca. No sabía qué esperar de su Clint Eastwood particular porque no sabía por dónde seguir la fantasía. Era obvio que tras aquellos ojos verdes y aquella sonrisa maravillosa, había inteligencia.

Se quedó pensando en él un buen rato… hasta que lo vio salir de la autopista y tomar un camino en el que ponía «Rancho Banning 1898».

– Su familia lleva mucho tiempo aquí, ¿no?

Aquello le gustaba. En su mundo, las tradiciones y el linaje familiar eran importantes. Aparentemente, para aquel hombre, también.

– Sí, desde que mi tatarabuelo ganó la tierra en una partida de cartas hace un siglo -contestó Tim.

La princesa lo miró horrorizada y él se rió.

– El viejo y salvaje Oeste.

– Su tatarabuelo debería morirse de vergüenza.

– Puede que así fuera, pero el padre de mi tatarabuela lo mató de un tiro años después por serle infiel a su única hija, así que jamás lo sabremos.

La princesa lo miró sin saber si debía creerlo o no, pero él se limitó a sonreír.

– Tienen ustedes historia, ¿eh?

– ¿Yo? -rió-. Usted es la princesa, ¿no?

– Sí, tiene razón -contestó.

Tim no dijo nada más. Obviamente, no creía que fuera una princesa, pero no se burló ni la juzgó. Ya solo por eso, Natalia sería capaz de enamorarse de él.

¡Como si fuera a enamorarse de un vaquero!

¡O él de una princesa!

– Ya casi hemos llegado -dijo Tim señalando una casa que había al final del camino-. Ahí está la casa principal.

Era una casa de dos plantas con flores y árboles por todas partes. Era más grande de lo que Natalia la había imaginado y pronto comprobó que había más edificios, cuadras y cobertizos.

– ¿En qué piensa?

– En que menos mal que no tengo que limpiar para ganarme el alojamiento y la comida -contestó haciéndolo reír.