Tenía las manos cubiertas de espuma, y en lugar de quitársela, se agachó y comenzó a frotarle las piernas con ella, suavemente y muy despacio. Cuando llegó a sus muslos, ella contuvo la respiración y a punto estuvo de perder el equilibrio.

– Apóyate en mis hombros -le dijo.

– No estoy segura de que…

– Pero yo sí -replicó él, mirándola a los ojos-. ¿Confías en mí?

– Sí -contestó sin dudar.

– Entonces, hazlo… y juguemos.

Sam se aferró a sus hombros y el volvió a lo que estaba haciendo, recorriendo sus muslos hacia los rizos mojados que esperaban la llegada de sus manos. No se oía nada más que el caer del agua y la música ahogada.

– Oh, Mac… -tembló cuando por fin alcanzó su objetivo.

Él también se estremeció, pero tenía que controlarse, así que hundió un dedo en sus profundidades. Ella gimió, clavándole las uñas en la espalda. Por instinto dio un respingo para escapar de su mano, y aquel movimiento espoleó su deseo, aunque retiró la mano. Tenía otros planes.

A pesar de su gemido desilusionado, siguió enjabonándola, y cuando llegó a sus pechos a punto estuvo de olvidar sus planes y quedarse allí para siempre acariciando, sosteniendo, excitando. Después se llevó uno de sus pezones a la boca y lo lamió y mordió hasta que ella gritó su nombre y agarró su erección con las dos manos.

Pero él no le dejó moverlas.

– ¿Es que tu madre no te enseñó a compartir? -se quejó Sam.

– Lo intentó -contestó él, mordiéndole en el cuello-, pero es que nunca se me ha dado bien. Lo que nunca me ha importado es trabajar por turnos, y éste es el mío. El tuyo ya vendrá más tarde -sentenció, y descolgó la ducha-. Lo primero que tenemos que hacer es limpiar toda esa espuma.

Ella sonrió.

– Yo creía que íbamos a jugar -dijo en tono travieso.

– Y eso es lo que vamos a hacer -replicó, y le hizo colocar la pierna en el borde de la bañera antes de cambiar la intensidad del agua y que saliese con mayor presión.

Ella abrió de par en par los ojos.

– Has dicho que confías en mí.

– Así es.

– ¿Y sigues manteniéndolo?

– Teniendo en cuenta que has estado durmiendo conmigo sin intentar absolutamente nada y te has portado como todo un caballero, creo que te lo has ganado.

Dirigió el chorro del agua hacia sus piernas.

– No querrás decir con eso que prefieres que volvamos a lo de antes, ¿verdad?

Ella se agarró a sus hombros en el mismo momento en que él dejó que el agua llegase a su entrepierna. Samantha gimió y todo su cuerpo se arqueó contra el chorro del agua, y aquella respuesta reforzó su determinación de llegar hasta el final con su placer.

La hizo tumbarse primero en el fondo de la bañera y sentarse entre sus piernas abiertas para poder deslizar sus dedos dentro de ella y moverlos a un ritmo que ella enseguida asumió, mientras con la otra mano enfocaba el chorro del agua contra su clítoris.

Ojalá pudiera verle la cara, pero tenía que contentarse con sus gemidos y el insistente movimiento de su cuerpo hacia él, que por otro lado estaba haciéndole llegar a un punto de erección que no iba a poder soportar mucho más. Lo que necesitaba era estar dentro de ella, en su fondo, llenándola… Sin aviso alguno, Sam gritó al alcanzar el clímax y aquel grito desencadenó el suyo propio con tal intensidad como nunca se habría imaginado sin estar dentro de ella.

Un grito más y Sam colapso contra él. Mac dejó la ducha y apoyó la cabeza contra la pared, sacudidos ambos de vez en cuando por intensos escalofríos.

Samantha no había pronunciado una palabra, ni le había mirado a los ojos, lo cual no era extraño. ¿Cómo podía haberse aprovechado de ese modo sin pensar en sus sentimientos?

– Estás muy callada.

– ¿Ah, sí? -murmuró-. Estaba pensando en un dicho que tiene que ver con lo que te dije antes de que eras todo un caballero.

Mac la rodeó por la cintura y sentir su cuerpo junto al suyo le proporcionó más placer del que un hombre debería tener.

– ¿Y cuál es?

Ella se echó a reír.

– El de… las damas, primero.

Mac la abrazó con fuerza y se echó a reír, aliviado. Cómo quería a aquella mujer… pero eso era algo que sabía bien que ella no querría oír.


Envuelta en una gruesa toalla y fría por haber estado un buen rato en el agua, Sam se unió a Mac en la cama.

– Sólo quería que supieras… -empezó, mirando al hombre que le había permitido libertades que ni siquiera imaginaba que existieran, pero no pudo terminar. Sintió que se ruborizaba, pero tenía que continuar-. Quiero que sepas que yo no acostumbro a… -se detuvo otra vez-… a ir seduciendo… -¿había sido él o ella el inductor?-… a ducharme con… -eso era cierto, pero no la definición de lo que quería decir-… que yo no suelo acostarme con el primero que se cruza en mi camino.

Él apoyó una mano en su mejilla y la miró a los ojos.

– Nunca he pensado que lo hicieras. De hecho, incluso diría que ésta ha sido tu primera… ducha.

Mac sonrió y ella también.

– Y la he disfrutado -admitió.

Mac se colocó sobre ella y la abrazó.

– Ya me he dado cuenta.

– Hay algo más.

– ¿Por qué será que no me sorprende? -replicó, apoyándose en las manos.

– Que… que no corremos ningún peligro.

Mac arqueó las cejas.

– ¿Quieres decir que no necesito protección?

– Sí. No. Bueno, que… que sí la necesitas. Me refiero en el sentido médico -había tenido que someterse a un examen exigido por su futuro marido-, y no en el sentido de quedarme embarazada.

Qué estúpida. Así que había llegado hasta allí en busca de un hombre sexy con el que acostarse, pensando en que protección era lo primero que debía pedirle, y ahora con Mac ni siquiera se había acordado de ello. Ni de eso, ni de ninguna otra cosa.

Él sonrió, ni mucho menos insultado por el tema de conversación.

– Tú tampoco tienes que preocuparte por mí en ese sentido, excepto que…

– ¿Qué?

– Que no tengo nada aquí.

– Bueno, eso no es un problema. Es decir, sí que lo es, pero…

– Pero tendremos que ir a buscar algo.

También se había equivocado en algo más. Tras su primer encuentro, el deseo no había disminuido, sino más bien al contrario. Se incorporó en la cama intentando sujetarse la toalla y él, entre risas, la convenció de que volviese a tumbarse.

– Tranquilízate, cariño -le dijo, acariciando sus pechos desnudos-. Tenemos tiempo.

Era domingo por la tarde, y de pronto tuvo la sensación de ir contando hacia atrás en lugar de desear que llegase el resto de la semana. Mac estaba moviendo un dedo perezosamente alrededor de su pezón, y en unos segundos, éste se endureció a la espera de su caricia.

Tenía menos de cuatro días para quitarse de la cabeza a aquel hombre para poder seguir adelante con su vida. Sola.


– Otra ronda por aquí, preciosa.

Sam miró a los hombres que ocupaban la mesa del rincón. Llevaban un par de horas bebiendo a buen ritmo y se preguntó cuánto tiempo más podrían seguir haciéndolo. Con cada copa se volvían más deslenguados y sus manos, más osadas. Afortunadamente esa clase de hombres no eran los clientes que solían frecuentar el Hungry Bear.

– Enseguida -contestó, forzando la sonrisa, y se acercó a la barra donde Mac estaba preparando las bebidas.

Zee le había reclamado para un favor urgente casi inmediatamente después del episodio de la ducha. Con tan sólo recordarlo bastaba para que enrojeciera de pies a cabeza. Luego había vuelto justo a tiempo para abrir el bar.

Se había vestido como de costumbre con unos vaqueros usados y camiseta blanca. Un atuendo corriente, como si él fuera un hombre corriente.

– Otras cinco copas para los de la mesa del rincón -le dijo.

– Si siguen así, voy a tener que cortarles las alas -comentó, alargando un brazo para colocarle tras la oreja un mechón de pelo suelto, y el gesto le produjo un nudo en la garganta-. ¿Qué tal estás?

– Nunca he estado mejor. La verdad es que este trabajo me gusta. Se conoce toda clase de gente, y además, se hace ejercicio.

– No recuerdo que tú lo necesites…-contestó en voz baja, y su respiración le acarició la mejilla-. Y no olvides que lo he visto todo.

Su cuerpo reaccionó inmediatamente y verle sonreír le confirmó que era eso precisamente lo que pretendía.

– Me he pasado por el supermercado esta tarde -susurró al oído, y eso bastó para ponerla en llamas.

Mac siguió trabajando como si nada hubiese pasado entre ellos; de no ser por el brillo de sus ojos y la forma en que apretaba los dientes, ni siquiera ella podría pensar otra cosa. Llenó las cinco copas y las colocó en la bandeja.

– Supongo que estar sentada tras una mesa no te ofrece muchas posibilidades de hacer ejercicio -comentó él.

– No muchas. Sólo ir y venir andando desde la estación del tren.

– Un buen paseo debe sentarte bien después de haber estado todo el día tras una mesa.

– Sí.

– Me has dicho que trabajabas en algo financiero, pero no has llegado a explicarme a qué…

– Será mejor que me vaya, que los nativos empiezan a ponerse nerviosos -le cortó. No le había hecho preguntas sobre su vida, y no quería que empezase a hacérselas en aquel momento. Si traspasaba la línea que separaba un amante temporal de… ¿de qué? ¿De un confidente? ¿De alguien por quien se siente algo?

En ese último sentido, no hacía falta traspasar ninguna línea, porque ya sentía algo por él. Razón de más para poner distancia de por medio. Al menos había conseguido cambiar de tema. Mac miró hacia la mesa del rincón y frunció el ceño.

– Yo no haría eso -le dijo ella-. A los hombres también les salen arrugas.

Y le pasó un dedo por el entrecejo.

– Y yo no haría eso a menos que estuviera dispuesto a correr riesgos -replicó él, sujetándola por la muñeca.

– ¿Qué riesgos?

– Estás evitando hablar de cosas personales, Samantha.

– Quizás, pero saber más puede complicar las cosas entre los dos, ¿no crees?

Mac la miró fijamente durante un momento que a ella se le hizo eterno.

– La cosas ya se han complicado por sí solas -murmuró-, pero tienes razón… los nativos empiezan a ponerse nerviosos.

Sacó un trapo de debajo del mostrador y empezó a limpiar las manchas que había dejado la espuma de la cerveza.

Sam deseó decir algo, lo que fuera, que pudiera disipar el frío que había sentido de golpe, pero ¿qué? ¿Soy analista financiero y voy a casarme con otro hombre? ¿Voy a venderme al mejor postor? ¿Por mucho que pueda sentir por ti, mi futuro ya no me pertenece? Seguro que no le gustaba ninguna de esas respuestas, así que levantó la bandeja y se alejó. Mac la vio marcharse, admiró el movimiento de sus caderas y deseó que no los hubieran interrumpido antes.

– Yo diría que acaban de pararte los pies -comentó Zee.

– Es que he pisado la línea -replicó Mac. Una línea imaginaria que había trazado Samantha desde la conversación sobre su padre. Cada vez que le había preguntado, ella se había salido por la tangente para no revelar nada más de sí misma.

Teniendo en cuenta que se estaban quedando sin tiempo, quizás ella pensara que lo mejor era mantener la distancia. Quizás había llegado el momento de decirle que el fin de semana no tenía que ser el fin de todo.

– Si quieres que esa mujer confíe en ti, creo que tú deberías hacer lo mismo -dijo Zee.

Mac estaba de acuerdo, pero Samantha aún no estaba preparada. Lo que había empezado como un engaño inocente, ahora parecía enorme ante ellos. Emocionalmente ella era muy vulnerable y no quería darle motivos para huir. Fuera lo que fuese lo que se interponía entre ellos, no quería que su secreto empeorase las cosas.

Lo que no dejaba de ser una ironía era que cuanto más se cerraba emocionalmente, más se abría sexualmente. ¿Quién habría pensado que iría a buscarle a la ducha? Había probado de ella sólo una parte y en cuanto cerrasen el bar aquella noche, nada le impediría tenerla de nuevo en su cama, ardiente, deseosa, húmeda, rodeándole con las piernas…

– Tranquilo, muchacho -le dijo Zee, sacándole de su ensoñación.

Le había visto mirando a Samantha y teniendo en cuenta cómo funcionaba la cabeza de Zee, seguro que había llegado rápidamente a una conclusión.

– Se le da muy bien este trabajo -comentó su amigo.

Samantha estaba poniendo una cerveza delante de cada uno de los hombres de la mesa, evitándolos o reprendiéndolos entre risas y miradas severas. La verdad era que había aprendido rápidamente a manejar una mesa llena de hombres… excepto al último de ellos.

Se había empeñado en ponerle la mano en la cintura a pesar de que ella le había dejado muy claro que no le gustaba, y cuando intentó dar un paso hacia atrás, el tipo se lo impidió poniéndole una mano en el trasero y susurrándole algo al oído. En las raras ocasiones en que Mac había visto a Theresa enfrentarse a una situación así, siempre había manejado la situación con calma y frialdad. Nadie había salido mal de allí en ningún sentido. Pero algo cambió cuando esa mujer era Samantha.