Sólo recordarlo lo excitó. Quería volver a estar dentro de ella, pero aquél no era el momento. Si interrumpía la conversación, la perdería para siempre.
– Está bien.
Nunca había compartido sus sueños con nadie y le resultaba difícil saber por dónde empezar. Cuando vendió algunas tierras de su padre para expandir el hotel, guardó una promesa que le había hecho: el que parte de la tierra no se desvinculara nunca de la familia y que quedase para las futuras generaciones.
– Me gustaría construir una casa en un terreno amplio y abierto -le dijo.
Era precisamente allí.
– Lo comprendo. ¿Una casa grande?
Al menos parecía estar interesada.
– Tan grande como quieras.
– Mmm… estilo rancho -murmuró, dejándose llevar por la fantasía-. ¿Niños?
– Uno o dos.
Con pelo negro y ojos color violeta.
– Dos. No, tres. Siendo hija única se siente una muy sola. Dos chicos y una chica correteando por una casa de verdad decorada en beis, blanco y marrón.
– Mis colores favoritos -dijo, alegrándose de que no pudiera ver su sonrisa.
– Con estilo -continuó ella-, pero cómoda y acogedora.
– ¿Era así la casa en la que creciste?
Sam se quedó inmóvil. Como si su pregunta hubiese roto la fantasía y hubiese llegado demasiado lejos.
– Yo…
Mac le acarició un brazo.
– Sigue hablando -susurró.
– Yo… crecí en una casa bonita, pero llena de cosas sólo para ver, no para tocar. A mi madre le encantaban las cosas bonitas, y a mi padre le encantaba darle a ella todos los caprichos -se echó a reír, pero fue una risa hueca-. Es que mi padre la quería con locura. Nada más. No quedaba demasiado sitio para mí.
Él apretó su brazo como si pudiera consolarla u ofrecerle el amor del que había carecido.
– Estoy seguro de que tus padres te querían -dijo.
– Claro. Pero era un amor hecho de sobras, el que les quedaba de más cuando no estaban juntos.
Pensó en su hermana y en lo mucho que habían reído juntos, en las trastadas que se habían hecho el uno al otro. Recordó la frustración de sus padres con ellos, pero también su amor. Un amor que era para sus hijos y para ellos.
– Eso que se perdieron -fue lo único que se le ocurrió decir.
– Lo sé… ahora.
– ¿Y de verdad quieres tener tres hijos? -preguntó sin dejar de acariciarle el brazo.
– Sí -contestó, y se dio la vuelta. Esperaba que se alejase de él, pero sin embargo se pegó a su cuerpo-. ¿Tenemos que seguir hablando? -preguntó, acariciando su mejilla.
No le permitía seguir preguntando. Si hubiera necesitado una confirmación de que todavía no estaba preparada para conocer su secreto, acababa de facilitársela.
– No. Hay otras muchas cosas que podemos hacer.
Mac sonrió y se tumbó de espaldas con ella encima.
– ¿Alguna vez has hecho el amor al aire libre? -preguntó Sam.
Él se echó a reír.
– ¿Cuenta haberlo hecho en un balcón?
– Me temo que no.
– En ese caso, la respuesta es no.
– Eso podemos arreglarlo -susurró.
Mac estuvo a punto de sucumbir ante su Samantha. Olía como siempre, un perfume que le volvía loco. Sus manos temblaban, y su cuerpo caliente y deseoso estaba pegado al suyo. Para ser una mujer vergonzosa al principio, se había acostumbrado muy pronto a estar con él.
En el fondo, muy en el fondo de sí mismo, encontró un retazo de control.
– Es un ofrecimiento tentador, pero he de rechazarlo.
– ¿Porque no tenemos protección? Hay otras formas de disfrutar.
Porque por mucho que la deseara, no iba a permitir que volviera a esconderse tras el sexo.
– Hay otra cosa que preferiría hacer.
– ¿Qué es?
– Abrazarte.
Con un solo movimiento, la hizo girar sobre sí misma y la colocó sobre él, de espaldas.
– Al menos ahora sé que me deseas -susurró.
– No se trata de deseo.
– ¿De qué entonces?
– De estar contigo el tiempo que nos quede.
Silencio. Bien, ¿y qué esperaba? ¿Una declaración de amor eterno? La honestidad que habían compartido no estaba mal como comienzo.
El sol brillaba con fuerza y una brisa que a cada momento se volvía más cálida los envolvió. Poco a poco fue relajándose.
– Me haces muy feliz, Mac -le dijo, y acomodándose a su lado, tomó sus manos.
Aquella verdad le había salido del corazón y la aceptó como un regalo.
– Lo intento al menos.
Ella sonrió y Mac se llevó su mano a los labios para besar sus nudillos y el anillo que los uniría para siempre. Tanto si ella lo sabía como si no.
Capítulo 8
Dos días habían pasado desde que la tuvo en sus brazos con tanta ternura. Otros hombres no habrían dejado pasar la oportunidad de tener sexo sin complicaciones, pero él no. El hombre al que ella amaba, no. ¿Por qué demonios tenía que ser tan caballeroso, tan irresistible, tan difícil de dejar?
Las últimas cuarenta y ocho horas habían transcurrido entre diálogos y abrazos. Nada de sexo. Después de que él rechazara sus avances, Sam supo que no tenía que volver a intentarlo. Y él tampoco lo había hecho. El príncipe azul que había conocido la primera noche se confirmaba en sí mismo, y lo mismo ocurría con su amor por él.
Sam se movía entre las mesas atendiendo a los clientes, pero ni siquiera el ruido general del bar podía apartar su mente de la batalla que se estaba librando en su interior. ¿Qué le debía a su padre? Y lo que era más importante: ¿qué se debía a sí misma?
Aunque Mac no había hablado de futuro, sí la había obligado a analizarse a sí misma, a Samantha Josephine Reed. Y lo que había descubierto resultó ser una sorpresa. No sabía que era una mujer capaz de sentir una pasión intensa, tanto que le permitiese olvidarse de sus inhibiciones y disfrutar. Con Mac podía ser atrevida, ardiente y no sentir vergüenza por ello.
También le había enseñado el significado del amor. De un amor profundo, tierno y abrasador. La clase de amor que sólo existía en los cuentos. La clase de amor que sólo una mujer muy afortunada podía experimentar una vez en la vida.
Y ella lo había encontrado, aunque no supiera si los sentimientos de Mac se parecían a los suyos. Desde luego actuaba como un hombre enamorado, pero no podía estar segura de hasta dónde era realidad, y hasta dónde fantasía.
Aunque la había animado a abrirse a él, cada vez que había podido atisbar un rincón de su corazón, Mac había dado marcha atrás. Quizás porque ella le había obligado a hacerlo, o porque quería dejar atrás la realidad durante un tiempo… Un tiempo que estaba a punto de concluir. Tendría que marcharse de aquel bar al día siguiente, y a ser posible con más dignidad de la que había mostrado al llegar.
Sirvió unas cervezas a la mesa más próxima a la puerta y salió a respirar una bocanada de aire fresco. Inspiró profundamente. El frescor de la noche en aquel lugar era algo que había llegado a apreciar de verdad.
– Eh, Sammy Jo.
La voz de Mac interrumpió la quietud de la noche y sus pensamientos, lo cual no era del todo malo, teniendo en cuenta la dirección que estaban tomando.
Dios del cielo, ¿sería capaz de romper su compromiso? ¿Quién podría creer que la buena y razonable Samantha Reed hiciese algo así? Claro que tampoco se había creído capaz de seducir a un extraño, y eso era lo que había hecho.
Además de enamorarse de él. De enamorarse de pies a cabeza, locamente. ¿Tendría el valor necesario para dejarse guiar por los sentimientos cuando lo que la obligaban a hacer era romper su compromiso con Tom, faltar a la promesa que le había hecho a su madre en el lecho de muerte y, lo más importante, traicionar a su padre, que contaba con ella? ¿Sería capaz de darle la espalda a la ética que le habían inculcado desde la niñez?
Pero, ¿dónde estaba la ética de su padre si estaba dispuesto a admitir que su hija se casara por una razón que no fuese el amor?
– ¿Qué haces aquí fuera tan sola? -preguntó Mac.
– Tomarme un respiro. Las camareras pueden tomarse dos descansos cada noche, ¿no?
– Al menos las mías lo hacen -replicó él, apoyándose en la barandilla.
– ¿Quién está a cargo del bar?
– ¿Quién crees tú?
Sam sonrió.
– ¿Y qué más estás haciendo aquí fuera?
– Pensar -su mirada recorrió el cuerpo que había conseguido memorizar-. ¿Hay alguna razón por la que siempre lleves la misma clase de ropa para trabajar? -le preguntó.
Mac se miró y se encogió de hombros.
– Es que así no tengo que ir de compras -contestó.
Sam se echó a reír.
– ¿Y? -preguntó él.
– ¿Y qué?
– ¿Qué más te ronda por esa preciosa cabeza tuya? Uno sólo sale afuera a respirar cuando necesita tiempo para pensar.
Condenada percepción… El problema era que todavía no había llegado a ninguna conclusión y no podía compartir nada con él.
– Me estaba preguntando cómo decírselo a Zee.
– ¿Decirme qué, preciosa?
La puerta se abrió de par en par y Zee en persona salió al porche.
– Esto parece una convención -murmuró Mac.
Sam los miró a ambos, dos hombres a los que había llegado a querer.
– Cómo… -carraspeó-. Cómo decirte adiós.
Mac frunció el ceño y volviéndose a Zee, le preguntó:
– ¿Quién se está ocupando del bar?
Zee no contestó, quizá porque él también estaba pensando en su marcha. Una brisa algo más intensa le alborotó el pelo y Sam se lo apartó de los ojos.
– ¿Alguna vez has pensado en que la gente necesita tener intimidad, Zee? -se quejó Mac.
– Si Sammy Jo quiere que me vaya, me lo dirá.
Mac elevó la mirada.
Seguramente nunca volvería a conocer a alguien como Zee. A pesar de sus manías, era un hombre muy inteligente y de genio vivo. Y además, tenía la sensación de que Mac confiaba en su juicio más de lo que dejaba trascender. Al menos así, cuando se marchara, tendría la tranquilidad de que alguien se ocupaba de su Mac.
Un nudo se le hizo en la garganta y tomó la mano de Zee en las suyas.
Él se volvió a Mac.
– ¿Y a ti nunca se te ha ocurrido pensar que quisiera despedirme personalmente de Sammy Jo? Además, dentro hay gente que se muere de sed, así que, entra.
La mirada de Mac se tornó muy seria y Sam sintió el corazón en un puño. Ambos sabían lo que los esperaba, pero no querían pensar en ello.
– Ya le has oído -intervino, intentando sonreír-. Adentro.
– Hacéis conmigo lo que queréis -protestó y la puerta se cerró a su espalda.
– Es un buen chico, Sammy Jo.
– Lo sé.
– Y tú eres una mujer de los pies a la cabeza. Lo supe nada más verte entrar en el bar. No me preguntes cómo pero, si a mi edad no puedo confiar en mis instintos, no me quedaría nada más en qué confiar.
– Eres muy perceptivo.
– Sí, y vosotros dos muy estúpidos. Pensáis que por ser jóvenes tenéis todo el tiempo del mundo -miró el cielo cuajado de estrellas y se encogió de hombros-. Puede que sí y puede que no, pero si quieres mi opinión, es una pena malgastar ni un solo segundo.
– La vida es muy complicada, Zee.
Él apoyó su mano en las de ella.
– Sólo si nosotros lo permitimos, cielo. Tenemos todas las posibilidades ante nosotros, pero sólo cada cual puede hacer su elección.
Sam suspiró. Ojalá la decisión que ella tenía que tomar no le trajese tanto dolor, a ella y a otros.
– Pase lo que pase, me alegro de haberte conocido.
Zee sonrió.
– Yo también. Bear ha llamado y me ha dicho que vuelve mañana. ¿Crees que seré abuelo antes de hacerme demasiado viejo para disfrutar de ello?
Sam sonrió.
– Eso espero.
– ¿Te quedarás a conocer a mi hijo?
– Tú lo que quieres saber es lo que voy a hacer.
Su risa viajó alegremente por la tranquilidad de la noche.
– A ti tampoco se te escapa una. Al menos ahora sé que Mac ha encontrado a una mujer que no va a dejarle escapar con alguna de sus tonterías.
Y así era, pensó Sam, e inmediatamente se preguntó cuándo habría tomado esa decisión.
Mac se sentó en el borde de la cama y estiró los brazos por encima de la cabeza. Debía estar agotado.
– Una noche muy larga, ¿eh? -preguntó Sam desde la puerta del baño. Le había visto dejarse caer de espaldas sobre el colchón.
Bien. Eso quería decir que no pensaba entrar en el baño. Menos mal, porque si lo hacía, perdería el valor.
– ¿Y precisamente tú necesitas preguntarlo?
– Pues no, la verdad.
Y era cierto. La semana pasada con Mac había sido agotadora, tanto mental como físicamente, pero no estaba dispuesta a que aquellos días llenos de pasión terminasen con una nota triste.
Aquella noche era la última que iban a pasar juntos, y por muy caballeroso que él pretendiera ser, estaba decidida a meterse bajo su piel una vez más. Se lo merecían, y ella necesitaba sentirlo dentro una vez más. Con un poco de suerte, ella también podría darle algo que recordar.
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