– El bar ha estado muy lleno esta noche -comentó-. ¿Más de lo normal?

– No, más o menos como siempre. Bear no podrá quejarse de que han bajado los beneficios de su negocio mientras ha estado fuera.

– Estupendo. ¿Hace mucho que tienes alquilado este apartamento?

Creyó oír una especie de gruñido a modo de respuesta, pero con el grifo abierto en el lavabo no podía estar segura.

– No te oigo -le gritó-, pero enseguida salgo.

– Tómate tu tiempo.

Se lavó la cara con agua fría y se lavó los dientes antes de desnudarse y volver a vestirse, asegurándose de que todos los corchetes estaban en su sitio.

– Este chisme debería venir con instrucciones -murmuró. No estaba segura de ser capaz de salir del baño así, y miró una vez más su camiseta de todas las noches, pero con un suspiro, abrochó el último de los corchetes. Se había comprado aquel atuendo dejándose llevar por un impulso, pero jamás se había planteado tener que mostrarse ante otro ser humano con aquello.

Pero eso era antes de conocer a Mac. El le había hecho cambiar de planes. Incluso temía que le hiciese cambiar de vida. En aquel momento, lo que necesitaba era asegurarse de que estuviera ocupado y no se le ocurriera echar un vistazo al cuarto de baño.

– ¿Qué te parece, hablando de cómo nos ha ido el día? -dijo-. Parecemos un matrimonio.

El silencio contestó a su comentario.

– Vaya… no debería gastar bromas sobre lo de casarse a un hombre al que conozco hace apenas una semana -más silencio-. Esa palabra debe hacerte pensar en cuerdas de nudo corredizo. O en una bola de hierro y cadena.

Se echó a reír con nerviosismo, y no sólo porque no la hubiera contestado, sino porque acababa de describir a la perfección su próximo matrimonio, cuya perspectiva la asustaba cada vez más.

– Bueno, Mac, allá voy -susurró.

Inspiró profundamente. Quizás se había quedado dormido. Mejor.

– Sé que lo del matrimonio no ha sido una de mis mejores ocurrencias, teniendo en cuenta que eres mi…

Pero no pudo seguir hablando. Mac estaba tumbado sobre la cama, totalmente desnudo a excepción de un calzoncillo muy pequeño y su sonrisa de siempre. Se había cruzado los brazos detrás de la cabeza.

– ¿Que eres mi…?

Mac se atragantó al verla. Iba vestida con una especie de corpiño de una sola pieza, formado por un sujetador de encaje que dejaba casi totalmente expuestos sus pechos, un tejido semitransparente que mostraba su abdomen y unas bragas de encaje unidas por finas cintas a un liguero también de encaje.

– Dios mío… ese chisme no puede ser de verdad.

Menuda metedura de pata, porque ella volvió a meterse a toda prisa al cuarto de baño y Mac tuvo que correr para alcanzarla antes de que le diese con la puerta en las narices.

– Si has tenido el valor de ponértelo, no huyas ahora -le dijo, sujetándola por la muñeca.

– No sé en qué estaría pensando -murmuró-. Debo parecerte ridícula.

El gesto de Mac fue de absoluta incredulidad. Era consciente del valor que debía haber necesitado para ponérselo, pero aun así no comprendía que pudiese haberse mirado al espejo y no saber.

– Hay un montón de palabras entre las que escoger para describirte, Sam, pero ridícula no es precisamente la adecuada.

– ¿De verdad?

Mac soltó su muñeca y se sentó en el borde de la cama.

– Estás… sexy, para empezar.

Sam dio dos pasos hacia él con los pies descalzos. Llevaba las uñas pintadas de rojo. Qué curioso, pero no se había dado cuenta hasta aquel momento.

– ¿Qué más? -le preguntó.

– Picante -susurró.

Dos pasos más.

– Salvaje -añadió-. Caliente… -sus ojos violeta brillaban con luz propia-. Seductora, deseable… -le tendió una mano-. Erótica, sensual… -enlazaron los dedos y Mac tiró de ella. Sam acabó sobre él en la cama-. Y mía.

Su perfume y sus largas piernas lo envolvieron, y Mac tiró de su pelo para poder sellar sus palabras con un beso.

Sam entreabrió sus labios y Mac la abrazó con fuerza. Con ella, la respuesta no se hacía esperar. Sus ritmos eran iguales, lentos y rezongones un momento, ardientes y devoradores al siguiente.

Cuando se separaron, ella jadeaba igual que él.

– No has contestado a mi pregunta -le dijo.

– No recuerdo qué me has preguntado.

– ¿Qué es lo que soy?

Sam enrojeció.

– Creía que estabas dormido.

– No has tenido esa suerte -replicó con una sonrisa, y deslizó sus manos sobre su espalda hasta llegar a sus nalgas-. ¿Qué es lo que soy? Tu…

– Amante -murmuró sin mirarlo a los ojos.

Mac sintió un nudo en el estómago. Sabía desde el principio lo que iba a decir, pero no por eso la definición le sentó mejor. Tenía intención de hacerla cambiar de opinión, una vez se hubieran deshecho de sus temores y le recordase la pareja tan perfecta que eran. Había estado los dos últimos días cimentando la unión entre ellos, tanto como le había sido posible, teniendo en cuenta su reticencia, pero ahora no estaba dispuesto a dejar pasar la última oportunidad de estar con ella.

– Sí, lo soy -contestó, pero pretendía ser mucho más, y deslizó un dedo bajo el encaje-. ¿Siempre viajas con esto en la maleta?

– Lo vi en una tienda y… -volvió a enrojecer-. Y sentí curiosidad.

– ¿De qué?

– De cómo me sentiría llevándolo. De si me sentiría sexy, y todo eso que has dicho antes. La verdad es que no había pensado ponérmelo para un hombre.

Aquella explicación le complació enormemente, especialmente porque hubiera sido capaz de ponérselo para él.

– ¿Me estás diciendo que nunca antes te habías sentido así? -preguntó mientras la acariciaba íntimamente. Estaba húmeda y caliente, y gimió en su oído-. Porque sabiendo cómo respondes, me resulta difícil de creer.

– Mac… -¿eran lágrimas eso que le brillaba en los ojos?-. ¿Me creerías si te digo que sólo me he sentido así contigo?

– ¿Y eso es malo?

– No, pero es así -murmuró.

– Y ahora que ya has tenido la experiencia, ¿qué te parece si te sacamos de este chisme?

Sam sonrió.

– Me gustaría ver cómo lo intentas -le desafió, y se tumbó sobre la cama boca abajo. Una pequeña etiqueta blanca que colgaba de la parte trasera le llamó la atención.

– Mmm… Un capricho caro.

– ¿Qué?

Él se echó a reír.

– Es que te has dejado la etiqueta con el precio.

Ella ocultó la cara entre las manos.

– Qué vergüenza -protestó-. Ni siquiera soy capaz de hacer eso de la seducción en condiciones.

– Lo has hecho de maravilla, créeme. Sólo hay un problema.

Sam le miró.

– Pues que te has gastado un montón de dinero en algo que te voy a arrancar en cuestión de segundos.

– Ah, ya… -Sam se incorporó y, sin rodeos, acarició su pene ya erecto y lleno-. Pues en mi opinión, ha merecido la pena.

Él detuvo el movimiento de su mano.

– No la va a merecer si sigues así.

Ella se echó a reír, lo que sólo sirvió para inflamar aún más su deseo.

– Bruja -le dijo, y ella sonrió-. Eres increíble, Sammy Jo.

Aquella mujer le alteraba de arriba abajo y de dentro afuera. Era una combinación mortal de inocencia y seducción, sin tapujos, sin adulteraciones. Sólo Samantha.

– ¿Ah, sí? Demuéstramelo.

– Error fatal -masculló y bajó la tira del sujetador.

Bajo las connotaciones sexuales latía una emoción profunda. Ella lo sabía y él seguramente también, pero saberlo no la asustó tanto como debiera sabiendo lo que les quedaba por delante.

– Nunca desafíes a un hombre al borde de un precipicio -le dijo, abrasándola con la mirada.

Sam sonrió.

– ¿Es eso lo que eres?

Con un dedo, trazó el borde del encaje que cubría su pecho.

– No lo sé. Tú debes decírmelo.

Ella bajó la mirada. Su erección parecía crecer por segundos.

– Yo diría que sí -contestó, y se humedeció los labios que se le habían quedado secos de pronto.

Mac gimió.

– Vuelve a hacer eso.

Ella obedeció y Mac pasó un dedo por la humedad que había dejado.

– Y mantener el control de esta manera me está costando un triunfo, ¿no crees?

– Bueno… sí.

Y colocó el dedo humedecido sobre su pezón. Ella gimió y él lo acarició hasta conseguir un pico endurecido. Como si algo uniera sus pechos al calor que sentía entre los muslos, tuvo que apretar las piernas para relajar la tensión.

– No es que me importe, pero al menos uno de nosotros debería aprovecharse, ¿no crees?

En aquel momento, Sam estaría de acuerdo con cualquier cosa que él dijera. Debía saber hasta qué punto estaba excitada, porque tiró de la copa de encaje para desnudar sus pechos ante sus ojos y para su boca.

Y en aquel instante, viendo su cabeza de cabello oscuro sobre su piel blanca, supo que estaba haciendo lo correcto. Que le pertenecía. Reconocerlo la liberó de tal forma como nada había conseguido hacerlo durante toda la semana. La mordía con los dientes para después calmarla con la lengua hasta que ella ya no pudo soportarlo más. Necesitaba sentirlo dentro, llenándola, completándola, y sin pensárselo dos veces, tiró de su mano para colocársela entre las piernas.

Mac no necesitó más que mover la mano una sola vez hacia arriba para que Sam alcanzara el clímax como una ola gigantesca que la sepultara y la hiciese temblar y sacudirse de necesidad. Aunque había alcanzado el orgasmo, seguía sintiéndose vacía y necesitada, porque lo había alcanzado sin tenerlo dentro a él.

– ¿Te acuerdas del control del que te hablaba antes? -preguntó con voz ahogada.

Ella se obligó a abrir los ojos.

– Sí.

– Pues ha desaparecido.

Mac hizo desaparecer su lencería en un abrir y cerrar de ojos, seguida de sus calzoncillos, y se colocó la protección más rápido de lo que ella creía posible. Por fin sintió su peso sobre su cuerpo. Piel sobre piel, él era todo lo que siempre había deseado y no se había atrevido a soñar.

– Mírame.

Sam se concentró en sus ojos, tan oscuros, tan intensos, aquellos pómulos marcados y labios firmes que había llegado a querer.

– Y recuerda -murmuró, y sin avisar, la penetró de un solo movimiento.

La sorpresa la dejó sin respiración y tembló de pies a cabeza. No la había llenado, sino que había pasado a formar parte de ella. No sabía cuándo había ocurrido, y no le importaba, y levantando las caderas lo aceptó completamente, sin dejar de mirarlo a los ojos.

Así que así era el amor. Algo que no se podía comprender, algo que se experimentaba y se sentía a un tiempo.

– Cariño -gimió él-, me estás matando. Ojalá pudiera esperar, pero… no puedo.

– Pues no lo hagas -murmuró ella junto a sus labios.

Y se movió dentro de ella hasta que perdió el control. Sam sintió cada uno de sus movimientos en el corazón, como si además de unir sus cuerpos, sus almas también se hubieran unido. Le necesitaba tanto… Mac alcanzó el clímax un instante después, y ella al momento de hacerlo él, y ambos sucumbieron ante las olas de placer.


Quedaron en silencio. Sólo el sonido sobre el tejado interrumpía la paz que se había instalado entre ellos.

– No pensaba que fuera a llover -murmuró ella.

– Llevaban días anunciándolo -contestó. Esa clase de tonterías le parecían apropiadas para aquel momento. Después de lo que habían compartido, las palabras se quedaban cortas.

– ¿Cuál es tu nombre de pila? -le preguntó.

La pregunta le pilló desprevenido. Se había imaginado que optaría por replegarse sobre sí misma.

Mac tomó uno de sus mechones de pelo entre los dedos.

– Ryan. Ryan Mackenzie.

– Quién lo diría. ¿Y quién te empezó a llamar Mac?

– A mi madre le gustaba el nombre de Ryan, pero mi padre siempre me llamaba Mac.

– A mí me gustan los dos -sonrió. Tenía que aprovechar aquella oportunidad, así que le dijo:

– Ahora te toca a ti, Sammy Jo. Ella suspiró.

– Samantha Josephine Reed.

– Dos nombres muy sonoros.

– Sí, pero en opinión de mis padres, con clase y refinados. La imagen es importante en mi familia, y ésa es precisamente la razón de que los problemas que está padeciendo mi padre le parezcan tan difíciles de superar -carraspeó-. De todas formas, siempre me han llamado Samantha; ellos y todo el mundo.

– Excepto yo.

Sam se echó a reír.

– Excepto tú.

Si la imagen era tan importante en su familia, su supuesta ocupación de camarero podía ser lo que la estaba molestando. No es que ella no lo aceptase como quien era, o como quien ella creía que era. Pero seguramente le costaría trabajo explicar una relación como la suya a sus padres y amigos.

No tenía que demostrarle nada. La quería tal y como era, y estaba convencido de que ella a él, también, y ya era hora de levantar el telón.

– Mira, Sam…