Sam se dejó caer en el sofá con un suspiro. La confesión iba a tener que posponerse y tendría que bajar a recepción para intentar de nuevo el cambio de habitación.

Menudo día… Para colmo, sabía que podía haberlo pasado con Mac si no hubiera sido tan testaruda y tan… Sonó el teléfono.

¿Diga?

– Hola, Sammy Jo.

El corazón empezó a latirle a toda prisa.

– ¿Mac? ¿Eres tú?

Qué pregunta más tonta.

– No sé que haya nadie más que te llame Sammy Jo, aparte de Zee, y está fuera dándole cera a mi coche.

– ¿Que está dándole cera a tu coche? ¡Pero si tiene ochenta años, Mac! ¿Quieres que le dé un ataque?

– Era una broma, Samantha.

– Ah -se rió, aunque tuvo que limpiarse una lágrima traidora-. Nadie me llama Sammy Jo excepto tú.

– Cierto. Y no lo olvides.

No estaba enfadado. Lo habría percibido en su tono de voz.

– Mac…

– ¿Qué ocurre, cariño?

– Yo… me alegro de que hayas llamado -hizo una pausa-. Y siento haberme marchado así esta mañana. Pero es que tengo cosas muy importantes que hacer aquí y no sabía cómo decirte adiós, y ahora me arrepiento porque podríamos haber estado un poco más de tiempo juntos, y no sé si estás enfadado. Tienes todo el derecho a estarlo, claro, pero yo…

– Ya estás balbuceando -la interrumpió.

Sam sonrió y se le imaginó a él también sonriendo. La tensión que había tenido en el pecho desde que le dejara aquella mañana se alivió.

– Lo sé.

– Porque estás nerviosa.

– Sí.

– Yo puedo solucionarlo, ya sabes.

Su tono de voz le provocó un escalofrío.

– ¿Cómo? -le preguntó, apretando el auricular.

– Confía en mí, cariño.

– Confío en ti.

Aquella admisión tan sencilla le llegó muy adentro, y Mac se recostó contra la almohada. Ojalá no estuviera solo y pudiera hacer algo más que contentarse, con oír su voz por teléfono.

Pero tenía que trabajar en el bar y no podía pedirle ayuda a Zee. Sabía que había pensado ir a visitar la tumba de su mujer, así que hasta que Bear volviese, estaba solo.

«Piensa, Mac».

– Bueno, preciosa… relájate y cuéntame dónde estás.

Ella suspiró.

– En mi habitación.

Él se echó a reír.

– Lo sé. Te he llamado yo, ¿recuerdas? Descríbela.

– Bueno, ha habido un error, y ahora mismo estoy en una suite. Es increíble. Los colores son de ensueño. ¿Te acuerdas del sueño que te conté?

Como si pudiera olvidarlo… Un hogar, niños… Estaba feliz en su hotel, ocupando la habitación en la que vivía su hermana antes de que se casara y se fuese a vivir a otro lugar.

– Tendrías que ver el baño.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Es precioso, y tiene un jacuzzi.

Su tono de voz había bajado y recordó la primera vez que la vio, sucia del desierto pero irresistible.

– Y una ducha de masajes -añadió.

Mac gimió, y se la imaginó en su propia bañera, desnuda, relajada y rodeada de espuma…

– ¿Estás ahí?

– Sí -carraspeó-. ¿Has desayunado ya?

Tenía que cambiar de conversación si no quería perderse.

– Todavía no, y me muero de hambre -pronunció aquella última palabra con una entonación especial-. ¿Y tú? ¿Tienes hambre?

«No sabes hasta qué punto», pensó. Pero no de comida. Miró el reloj. Un par de horas más y aquella charada terminaría.

– ¿Qué planes tienes? -le preguntó.

– Tengo que asistir a un cóctel, que es obligatorio, y después tengo que ocuparme de… un asunto personal.

Y en ese momento, él podría estar ya en el hotel y manteniendo el control de la situación. Hasta entonces tendría que seguir ocultándole la verdad, y lo había preparado todo con Joe, su empleado más nuevo pero más entusiasta, prometiéndole una gratificación si se las arreglaba para tratar a Sam como a una princesa. Una princesa que no tenía ni idea de quién la había puesto en el trono.

Ese sería trabajo suyo.

– ¿Y tú?

– Lo de siempre.

– Me gusta. Ojalá pudiera estar contigo.

«Y lo estarás, cariño. Lo estarás».

– Tengo que prepararlo todo antes de que Bear llegue.

– Al final no he podido conocerlo.

Su tono le hizo un agujero en el corazón.

– En algún otro momento.

– Sí -aunque le fastidiaba dejarla con la sensación de que las cosas entre ellos eran inciertas, no tenía otra opción. El teléfono no era el medio adecuado para aquellas revelaciones.

– Tengo que irme, cariño.

– De acuerdo. Hasta luego, Mac.

Esperó a que ella hubiese colgado para hacer lo mismo, entró en el baño y se dio una buena ducha de agua fría.

Capítulo 10

Sam se incorporó de pronto en la cama cubierta de sudor, cortesía del sueño sensual que había estado teniendo. Aún parecía estar sintiendo las manos de Mac sobre su piel y el sabor de sus labios, y sintió la necesidad de apretarse la cintura para calmar el temblor, la necesidad de algo que no podía tener.

Porque, aunque Mac la había llamado, no había hablado de la posibilidad de volver a verse. Le dolía, pero tendría que intentar asimilarlo.

Lo primero que tenía que hacer era salir de aquella jaula dorada que no podía permitirse, así que se levantó de la cama y, cuando iba a recoger su bolso, vio el anillo que Mac le había regalado.

El anillo que tenía que quitarse y reemplazar por el de Tom, al menos hasta que las cosas hubiesen terminado oficialmente entre ellos. Desde que ella le dijera que sí, él se había comportado impecablemente, y se merecía el mismo respeto por su parte.

Y al quitarse el anillo de turquesas y plata del dedo, sintió una extraña premonición, una sensación similar a la que había experimentado en la tienda. Mientras lleves puesto este anillo, estaréis casados para la eternidad. ¿Significaba eso que si se lo quitaba, rompería el hechizo?

– ¿Qué hechizo? -se preguntó en voz alta. Nunca había creído en esas tonterías, y no iba a empezar ahora.

Tras guardar el anillo de Mac en el bolso, se colocó el brillante de Tom. El contacto con el oro le resultó frío, y con un escalofrío, salió al corredor y cerró la puerta.

Una vez en el vestíbulo, esperó a que Joe hubiese terminado con otra pareja antes de hacerle notar su presencia.

– Buenas tardes, señorita Reed.

Ella sonrió.

– Hola Joe.

– ¿Qué puedo hacer por usted?

– Bueno pues, como ya le he dicho antes por teléfono, hay un problema con la habitación… con la suite, quiero decir.

– ¿Es que no es de su gusto?

– Es perfecta. ¿Hay alguien a quien no le gustase? Pero es que yo no tengo que estar allí. No sé quién lo habrá autorizado, pero es un error. Y un error que yo no me puedo permitir, así que, por favor, búsqueme una habitación normal.

– Ya le he dicho antes que no tenemos ninguna disponible.

Sam hubiera querido gritar.

– Esta mañana me dijo que varias personas se han marchado antes de lo previsto.

– Y también han llegado varios huéspedes más de los que esperábamos. De todas formas, la habitación no le costará más de lo que le costaría una normal. ¿Satisfecha? -sonrió.

Ella dio una palmada en el mostrador.

– Pues no -replicó. Pero no era culpa de Joe-. Lo siento, pero, por favor, ponga mi nombre en la lista de espera o como quiera que lo hagan habitualmente, y si alguna habitación individual se queda libre, hágamelo saber.

– De acuerdo, señorita Reed.

– Bien.

Joe reparó en el anillo que llevaba en la mano izquierda.

– Lleva usted un anillo precioso.

– Gracias -murmuró.

– Siempre he sabido que el señor Mackenzie tenía buen gusto. Es mi ídolo, ¿sabe? Me gustaría aprender todo lo que pueda de él sobre la dirección de un hotel y después…

Sam se quedó bloqueada y no pudo oír más.

– Joe -le interrumpió-. ¿Ha dicho señor Mackenzie? -¿y qué? Seguramente habría un montón de Mackenzie en Arizona. Era un estado muy grande. No significaba nada-. No será Ryan Mackenzie, ¿verdad?

Joe sonrió.

– Ya me dijo él que tenía un gran sentido del humor. Claro que es Ryan Mackenzie. El jefe me dijo que me ocupara de usted hasta que él volviera, pero lo que no me dijo fue que iba a pedirla en ese tiempo. Ya veo que ha sido así -añadió, señalando el anillo.

– ¿El jefe?

Joe parpadeó y no contestó. No sabía muy bien qué estaba pasando, pero ella necesitaba saber la verdad.

– Tranquilo, Joe. Era una broma. Conozco tan bien como usted el estatus del señor Mackenzie en este hotel.

– Sí, ya lo sabía -suspiró-. Puede que no sea tan listo como él y que nunca pueda permitirme comprar un lugar como éste, pero pienso trabajar duro para ir subiendo y…

Sam le dio unas palmadas en la mano.

– Estoy segura de que será así -en cuanto aprendiese el valor de la discreción y el silencio. Una sensación de vacío se apoderó de su estómago-. En cuanto a la habitación, ya hablaré de ello directamente con el señor Mackenzie -dijo, y se alejó.

Atravesó el vestíbulo como sonámbula y se sentó en el primer sillón que encontró.

Le había mentido. No era camarero. Aunque ella también le había ocultado unas cuantas cosas, se sentía furiosa y traicionada. Era más, no podía culparlo por ello, teniendo en cuenta que él estaba dispuesto a perdonarla, pero ella le quería para siempre, mientras que él no.

Sus verdades a medias habían tenido un fin, que ahora se le presentaba nítidamente: aquella semana había sido una fantasía, nada más. Mientras que ella se le había entregado en cuerpo y alma, él le ocultaba su verdadera naturaleza.

Mientras ella esperaba poder tener un futuro juntos, él disfrutaba de su libertad sexual recién descubierta. Qué ironía. Mac había obtenido de aquella semana lo que ella creía querer al llegar.

¿Y ahora? Pues para Mac, tenerla en su hotel era una forma estupenda de seguir disfrutando de un sexo sin complicaciones hasta que se volviera a casa. No quería creerlo, pero ¿qué otra cosa había sido aquella semana, sino un festival de sexo?

¿Y qué pasaba con los sentimientos? ¿De verdad habían sido sólo por una parte? ¿Y el anillo, Sammy Jo? Menuda carcajada debía haberse echado a sus expensas, ante su temor a que le costase demasiado. ¿Y sus sueños? ¿Y la fantasía de tener un hogar y unos hijos? Pues no había sido más que eso, fantasías con un final.

Así que no sólo iba a poner fin a su compromiso de matrimonio, sino que iba a tener que seguir adelante sola.

Ocultó la cara entre las manos. Había conseguido lo que había ido a buscar. Y ni un ápice más.


Mac avanzó por el vestíbulo. No quería correr el riesgo de tropezarse con Sam, así que se había afeitado y cambiado de ropa antes de salir del bar pero ahora, que eran poco más de las cuatro de la tarde, no había tenido más remedio que presentarse allí para asegurarse de que todo iba como estaba previsto.

– ¿Todo preparado, Joe? -preguntó, colocándose de modo que pudiera ver los ascensores del fondo, en caso de que Samantha pudiese aparecer en uno de ellos.

– Tal y como usted me dijo por teléfono, señor Mackenzie.

Tras una semana de ser sólo Mac, oír que le llamaban señor Mackenzie le resultaba extraño. Y no era lo único. Su ropa, un pantalón negro, camisa blanca de lino y americana, le resultaba casi incómoda.

Mac envidiaba la comodidad de la vida de Bear por primera vez. ¿Sería porque su mejor amigo había encontrado un alma gemela, una mujer dispuesta a renunciar a muchas prioridades para encajar en la vida de él? ¿O sería porque le había llegado el momento de dejar de vivir en un hotel y tener una casa de verdad? Seguramente un poco de ambas cosas. El problema era que no podía estar seguro de conseguir ninguna de las dos.

Pero su amigo sí había tenido esa suerte. Como en el caso de Samantha, la mujer que había elegido Bear pasaba por su vida fruto de la casualidad.

Ella había decidido ser la que se sacrificase por su pareja, pero él, con un hotel de aquel tamaño, su hermana a dos horas de distancia y su madre ya envejeciendo e incapaz de hacerse cargo de una responsabilidad como aquélla, no podía ser el que renunciase. De modo que tenía que ser Samantha, una mujer con un padre también mayor y sus propias responsabilidades.

Se volvió a mirar a Joe. El pobre había doblado su turno y parecía agotado.

– ¿Las flores? -le preguntó.

– Dispuestas. La habitación se llenará en cuanto salga para asistir al cóctel.

– ¿La cena?

– Todo listo.

– ¿Champán?

– Listo.

Mac nunca había sido un hombre romántico, y seguía sin serlo, y conociendo a Samantha no tenía más que explicarle por qué había tenido que ocultarle la verdad. No necesitaba impresionarla, pero quería hacerlo. Más que nada, quería ocuparse de ella, saber que estaba bien instalada en su habitación y que era suya para poder volver a su lado cada noche. Quería demostrarle que la quería.