Recogió el bolso, dejó el equipaje en el coche y tiró del borde de la falda de seda que se había comprado para el viaje, pensando en el calor del desierto. Claro que no había contado con salir de excursión con ella puesta. Aquel atuendo había sido un error. Ojalá no tuviera que decir lo mismo al final de la semana.

Si el futuro que la aguardaba era un matrimonio tan seco como aquel desierto olvidado de Dios, estaba decidida a comprimir toda una vida de diversión, lujuria y pasión en el tiempo que le quedaba. La semana siguiente conocería al que iba a ser su prometido en un seminario de riesgos financieros que se celebraba en uno de los hoteles más lujosos de Arizona, pero antes quería correr unos cuantos riesgos por su cuenta. Se merecía por lo menos eso, teniendo en cuenta que iba a sacrificar su vida y su felicidad futura por su padre. Años de obediencia la habían llevado a aquella situación, a estar a punto de casarse con un hombre al que no quería. Un hombre quince años mayor que ella. Un hombre al que apenas conocía.

Bajó del coche, se tambaleó un poco sobre los zapatos de tacón y tuvo que volver a estirarse una vez más la minifalda. No se veía ni un solo coche transitando por aquella carretera, pero no estaba dispuesta a pasar la noche rodeada por la fauna salvaje de Arizona. Por encima del hombro ojeó la extensión de vacío que quedaba a su espalda, que no podía ser peor que el futuro que la esperaba a ella.

En un mes diría adiós a sus sueños de felicidad. Pero quería… no, necesitaba tener algunos recuerdos que la ayudasen a superar las noches frías que la aguardaban. No podría experimentar por sí misma lo que sus padres habían compartido: un amor profundo y que los ensimismaba tanto al uno en el otro que había llegado a excluir a su propia hija. Pero la pasión sí que podía experimentarla antes de llegar al altar, porque sólo en aquel momento, cuando ya era demasiado tarde, se había dado cuenta de que se había pasado sus veintinueve años de vida haciendo sólo una cosa: complacer a sus padres para intentar ganarse su amor. Un ejercicio inútil, porque ellos ya la querían, aunque a su manera. Pero no era suficiente para ella, y en su búsqueda de más, había dado todo lo que tenía.

Cuando le prometió a su madre a las puertas de la muerte que cuidaría de su padre, fue la primera vez que se sintió dentro del círculo familiar. Su madre le había pedido ayuda, y ella le había dado su palabra libre e incondicionalmente. Pero no se había parado a pensar de qué modo podía cambiar su vida una promesa. Su padre era agente de bolsa, y las cosas habían empezado a irle mal de pronto. Al quedarse viudo, había dejado de prestar atención a su negocio, y después, para compensar, había arriesgado el dinero de sus clientes en varias inversiones peligrosas con la esperanza de recuperar rápidamente el dinero y así no perder el negocio. Pero las cosas no le habían ido bien, y para colmo, había invertido sus ahorros personales, de modo que la espiral de deudas en la que se había metido dejaba su futuro pendiente de un hilo. Y como ella tenía en sus manos la posibilidad de arreglarlo todo, estaba dispuesta a hacerlo.

Tom, su nuevo jefe y amigo de su padre del club de campo, le había ofrecido la solución. Más que solución, era casi un chantaje. Casándose con Tom, su padre dispondría de dinero suficiente para pagar a sus acreedores, entre los que se encontraba la Hacienda Pública, sin tener que declararse en bancarrota. Que después de saldar sus deudas fuese capaz de volver a empezar, era harina de otro costal. Samantha le había ofrecido sus ahorros, pero ni siquiera un asesor financiero como ella que vivía desahogadamente podía mitigar el capital de sus deudas. Ese no era el caso de un hombre que trapicheaba comprando y vendiendo empresas a capricho, de modo que el ofrecimiento de Tom había sido difícil de rechazar.

A ella le importaba bastante poco que los Reed fuesen la comidilla del club de campo, pero a su padre sí. Le quedaba muy poco y el club era su única forma de contacto con el exterior. Sin esa vía, se quedaría en un rincón, sumido en la depresión, y Samantha no estaba dispuesta a permitirlo. No si podía evitarlo. Y eso era precisamente lo que le había dicho Tom.

Estaba dispuesto a proporcionarle a su padre el dinero que necesitase a cambio de una esposa, una anfitriona y un trofeo que lucir en el brazo. Cualquier mujer atractiva podría satisfacer esas necesidades, pero Samantha poseía una cualidad extra: entendía su negocio y sabía cómo tratar tanto a sus clientes como a la competencia. Le había ahorrado el tiempo y el esfuerzo de salir con mujeres de cabeza hueca que estaban dispuestas a ser la esposa de un rico empresario. Al menos, eso le había dicho él.

Con sus últimas horas de libertad en las manos, sus sueños habían dejado paso a un plan apresuradamente concebido por el que disfrutaría de un interludio erótico con un extraño de su elección. Había recurrido a sus ahorros para poner en marcha aquel plan, lo que incluía el coche de alquiler que quedaba como muerto a su espalda. Y si quería tener una aventura sin complicaciones ni lazos con el hombre más deseable que pudiera encontrar, tenía que llegar primero a su destino.

Haciéndose sombra con una mano sobre los ojos, escrutó la carretera que se extendía ante ella. ¿Qué dirección tomar? Si no recordaba mal, había pasado por delante de una especie de rancho hacía un rato. Tenía que quedar a unos dos kilómetros…

Una ligera brisa sopló cuando el sol terminó de ocultarse tras las montañas, y Samantha sintió un escalofrío. Apretó el paso e intentó no pensar en lo culpable que se sentía cada vez que cuestionaba su plan. Una vez se hubiera casado con Tom, sería la mujer fiel que él esperaba, pero aún no estaba casada y aquella semana sería el sustituto de la luna de miel que nunca tendría.

Menuda forma de empezar. Aquellos dichosos zapatos no le permitían avanzar todo lo rápido que ella deseaba, así que se los quitó, y el ritmo del paso creció, lo mismo que el dolor que le producían las pequeñas piedras de grava que había en el borde de la carretera.

La oscuridad era ya casi total cuando vio las luces en la distancia. Tenía los pies destrozados, estaba muerta de sed y las lágrimas debían haberle emborronado la cara. La palabra desesperada no bastaba para describir su estado de ánimo. En aquel estado, sería capaz de ofrecerle su cuerpo al primer hombre que le ofreciera un lugar donde sentarse, un hombro sobre el que llorar y algo fresco para beber. No necesariamente en ese orden.


– Eh, Mac, ¿de vuelta por los barrios bajos?

Ryan Mackenzie limpió el mostrador del bar con una bayeta húmeda.

– Ya sabes que no puedo estar lejos de aquí durante mucho tiempo -contestó a uno de los clientes habituales del Hungry Bear.

– No puedo creer que hayas preferido este tugurio a tu hotel.

Mac examinó las paredes desconchadas, los cuadros torcidos, la mesa de billar del rincón y el tablero de dardos en la otra pared. Inhaló el olor a nachos, tabaco y cerveza.

– Pues puedes creértelo.

– Déjale en paz -dijo el hombre más alto-. Puede que ahora tenga dinero, pero un hombre nunca olvida sus raíces.

– Y las mías están en la misma tierra que las tuyas, Zee.

Zee tenía una casa de una sola planta casi idéntica a aquélla en que su hermana Kate y él habían crecido, y los dos se habían sentido igualmente cómodos en cualquiera de las dos, gracias al buen humor y la amabilidad de aquel hombre.

Zee sonrió.

– La diferencia es que tu tierra es más rica ahora que la mía, Mackenzie.

Todos se echaron a reír.

– ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Problemas con las mujeres? -preguntó uno de los integrantes de aquel trío.

– Yo no. Bear es quien los tiene -dijo Mac, refiriéndose al hijo de Zee, que era su mejor amigo y el dueño de aquella taberna-. Ha salido a buscarse una mujer. Yo lo sustituyo.

– Espero que la encuentre pronto. Tus copas no son como las suyas.

Un nuevo coro de risas.

– Vas a tener que pagarme el doble por el whisky después de ese comentario -replicó Mac.

– A ti también te hace falta una mujer.

Mac no contestó. Haría falta una mujer muy especial para que él se dejase cazar. Recordó el matrimonio de Zee, que había sido tan feliz como el de sus propios padres, y se preguntó, no por primera vez, si haber tenido dos ejemplos tan buenos le habría hecho idealizar la vida de familia. Pocas relaciones podrían llegar a la altura en la que habían dejado el listón las parejas con las que había convivido mientras crecía, y muy pocas mujeres respetaban los valores por los que ambas familias se habían regido.

Aun así, no podía negar que la vida en un hotel resultaba muy solitaria y que estaba empezando a agotarle. Oyó risas en el rincón del bar y miró el reloj. La gente joven empezaría a llegar enseguida, algo que no pasaba desapercibido en el trío de octogenarios, ya que los jueves era el día de las chicas, y ellos disfrutaban de lo lindo contemplando a las bellezas locales.

– Si yo estuviera en tu lugar, me agenciaría una de esas monadas que van a tu hotel y me dedicaría a disfrutar de lo lindo en lugar de estar aquí, sirviendo copas a unos vejestorios.

– Menos mal que no lo estás, Earl.

Esas monadas sólo querían tomar el sol y un marido rico. Y las que ya lo tenían iban a The Resort para echar una canita al aire.

Mac no sólo estaba cansado de contemplar la rutina, sino de ser el objetivo, lo cual hacía que aquellas sustituciones fuesen la escapada perfecta.

– Otra ronda, Mac -pidió Zee.

– Todavía no estáis ni por la mitad de la primera.

Zee apartó la cortina de cuadros blancos y rojos para mirar por la ventana. A la decoración no le iría nada mal una renovación, pensó Mac. Quizás no fuese tan malo que Bear encontrase su media naranja. Al menos, uno de los chicos del vecindario sentaría la cabeza.

– Llega la primera de la noche -exclamó Zee, entusiasmado y frotándose las manos-. Está subiendo la escalera.

Mac conocía a Zee lo suficientemente bien para ver más allá de sus comentarios. Había sido la figura del padre para él y su hermana, ya que su padre verdadero había muerto hacía casi doce años. Mac comprendía bien que era la soledad lo que empujaba a Zee a decir tonterías con tal de divertirse un poco.

Pero eso no quería decir que fuese a permitirle que asustara a un cliente desprevenido.

– Dejadla tranquila, chicos.

– Eres un petardo, Mackenzie -protestaron justo cuando se abría la puerta y aparecía ante sus ojos la imagen más penosa que había visto en toda su vida.

Era una mujer joven… escondida tras capas y capas de polvo del desierto. Su melena morena estaba alborotada, llevaba los zapatos en la mano y entraba cojeando descalza en el bar.

Un rápido vistazo a la falda y sus años de experiencia le confirmaron que era una prenda de seda y de diseño, que dejaba al descubierto unas piernas preciosas. Parecía muy sola y perdida allí, en el umbral de la puerta, con uno de los trofeos más queridos de Bear, la cabeza de un alce disecada, colgando sobre la suya.

Antes de que pudiera ver nada más, los tres hombres la rodearon, y con un suspiro de exasperación, salió de detrás de la barra y se acercó.

– ¡Dejadla respirar, por amor de Dios! -gritó.

Los hombres retrocedieron y Mac pudo ver de cerca cómo la camiseta blanca que llevaba se ceñía a sus pechos con precisión. Gracias al aire frío de la noche, los pezones se le marcaban debajo del tejido y nada quedaba para la imaginación.

Un deseo inexplicable de poner las manos sobre sus pechos y calentarla… debía llevar demasiado tiempo sin practicar el sexo con nadie, si una mujer tan desaliñada como aquélla llegaba a excitarlo.

– No se asuste, que no pretenden hacerle daño -dijo, refiriéndose a los tres hombres que la miraban con descaro.

– Gracias de todas formas -contestó con voz ahogada que podría resultar engañosamente sexy; engañosamente, porque debía deberse a que había tragado una buena ración de polvo-. Se me ha averiado el coche -explicó.

– Siéntese. Voy a traerle algo fresco de beber -dijo-. Luego ya podrá usted contarle su vida al camarero.

Además de la bebida, podía tratar de encontrar alguna camiseta que la hiciera entrar en calor y que al mismo tiempo cubriera sus innegables encantos, antes de que pudiera dejarse llevar por el instinto en lugar de por el sentido común.

La mujer levantó la mirada y obviamente le pilló mirándole los pechos. Las mejillas se le tiñeron de rojo y se cruzó ostensiblemente de brazos. Una tímida sonrisa le desarmó, al mismo tiempo que le hizo reparar en sus ojos. El impacto le produjo una especie de escalofrío. Jamás había visto un color como aquél, una combinación única de violeta y azul índigo enmarcados por unas largas pestañas y una piel clara. Una piel cuya única marca eran los churretes de rimel y lo que tenían que ser lágrimas secas.