– ¿Mi nombre? -parpadeó, sorprendida.

– Sí. Casi lo he visto todo, preciosa, y dudo que el que me digas tu nombre pueda ser a estas alturas una falta de etiqueta.

Ella enrojeció.

– Sam… -hizo una pausa-. Sólo Sam.

No había quitado la mano de la suya y él le acarició con el pulgar.

– Sam -repitió. Un nombre masculino no le parecía lo más apropiado para una mujer así-. No me cuadra. ¿Abreviatura de Samantha?

– Sí -suspiró-. Pero a mí se me cuadra.

Él sonrió, a pesar de no comprender nada.

– ¿Te molesta si te pregunto por qué?

– Pues porque estoy de vacaciones y querría olvidarme de la gente que me llama así… al menos durante esta semana.

Así que había huido como él. Comprendía perfectamente la necesidad que de vez en cuando le asaltaba a uno de escapar del trabajo y la gente que ocupaban el mundo de cada cual. Para él, la familia solía ser su primer lugar de refugio, pero debido al trabajo del marido de su hermana, se habían tenido que mudar a una ciudad que quedaba a algo más de dos horas, y como además acababa de tener un bebé, su madre había dejado el hotel para estar más cerca de Kate. Con su única familia a kilómetros de distancia, incluyendo a un sobrino que no podía ver tanto como deseaba, se sentía inquieto. Incluso podía dar la impresión de que estaba deseoso de establecer su propio nido.

Como segundo lugar de evasión, estaba Bear y su bar.

Miró entonces a la mujer cuya mano aún sostenía y se preguntó si vendría huyendo desde muy lejos, y de qué.

– ¿Y cuando la semana se termine? -preguntó.

Ella se encogió de hombros.

– Pues volveré a mi vida.

– A ser Samantha.

– Exacto -apartó la mano y se apretó la toalla contra el cuerpo-. Hace años que no me tomo unas vacaciones, así que decidí disfrutar de unos días de descanso antes de participar en una conferencia el próximo fin de semana.

– Lo difícil sería encontrar a alguien en Arizona que no tenga que participar en una conferencia. Antes todo eso lo capitalizaba Florida, pero ahora es Arizona.

Su padre había comprado tierra desértica muy barata a mediados de los años cincuenta. Tras su muerte, Mac vendió una pequeña porción por mucho más dinero del que había podido imaginar, y transformó lo que antes era una pensión familiar en un destino para turistas y conferenciantes. The Resort había resultado ser una mina de oro, y los ingresos medios de la familia Mackenzie eran ahora millonarios.

Un hecho que no tenía intención de revelar a Samantha hasta que la conociera mejor.

– De acuerdo, Sam. Ahora que ya sabemos nuestros nombres, podemos pasar a otra cosa.

Y dejándose llevar por un impulso, acercó su mano a los labios y la besó en la parte interior de la muñeca. Su pulso latía con rapidez.

De un tirón, retiró la mano.

– No, de eso nada. Acabo de conocerte y no pienso acostarme contigo.

No hablaba con demasiada convicción, pero él parecía no darse cuenta.

– Eso está bien, porque no recuerdo haberte invitado a hacerlo -contestó, echándose a reír-. Pero créeme: cuando quiera invitarte… te lo haré saber.

– Ah…

Sam le miró con los ojos abiertos de par en par y las mejillas rojas como la grana.

Mac nunca había percibido señales tan contradictorias. Antes la había visto examinar su cuerpo como si fuese un buen solomillo en una tienda de especialidades gastronómicas. Llevaba ropa interior muy sexy, de esa que sólo había visto en los catálogos, una ropa sensual y provocadora y, sin embargo, se aferraba a aquella toalla como si fuera una tabla de salvación.

Inocente o seductora. ¿Qué mujer era en realidad? Tras sufrir el acoso de demasiadas mujeres a la caza de un marido rico, le intrigaba la honestidad de sus respuestas. Pero antes de seducirla tenía que estar seguro.

– Estaba intentando sugerirte que te dieras una ducha -dijo, y dio media vuelta.

– Mac, espera.

Él se volvió.

– Lo siento. Es que soy nueva en esto… supongo que ya te has dado cuenta al ver cómo he sacado conclusiones precipitadas y…

Mac volvió a entrar en el baño y su presencia la silenció. La tentación era demasiado fuerte para él y se acercó a ella para tomar un mechón de su pelo de ébano y enrollarlo alrededor de su dedo mientras hablaba.

– ¿Nueva en qué? -preguntó.

– En esto. En lo que está ocurriendo entre nosotros.

– ¿Es que hay algo entre nosotros?

Tras su vehemente negativa, necesitaba saber qué quería, antes de seguir adelante.

Lo miró a los ojos, y en la profundidad de color violeta brillaba la sinceridad.

– Tú sabes que sí.

Era admirable que se hubiese atrevido a admitirlo tan claramente, aunque lo que había entre ellos era demasiado fuerte para ser ignorado.

– ¿Y qué vamos a hacer al respecto… -preguntó, y acarició su barbilla con el extremo de su mechón de pelo-, Sam?

De pronto le pareció importante respetar sus deseos.

Un temblor sacudió su cuerpo y suspiró con suavidad.

– No lo sé.

Y se acercó a él hasta que apenas los separaba una fracción de aire.

Su lenguaje corporal le estaba diciendo a Mac lo que quería saber. Quería recorrer la distancia que los separaba. Necesitaba saborear sus labios y descubrir sus secretos, porque su intuición le decía que aquella mujer tenía muchos. Pero su respuesta no había sido lo suficientemente buena.

La miró a los ojos. Lo deseaba, pero había otras cosas que necesitaba aún más, como una ducha y un poco de tiempo a solas.

Soltó despacio su mechón de pelo y rozó su hombro al hacerlo.

– La casa de alquiler de coches te enviará uno nuevo. Mientras, te dejaré las maletas en la habitación de al lado. Cuando hayas terminado, estaré abajo.

Ella sonrió.

– Gracias. Eres un buen chico, Mac.

¿Un buen chico? Era un idiota. ¿Qué tendría aquella mujer que le hacía actuar con tanta nobleza? No le cabía duda de que con unas cuantas palabras cariñosas y sus caricias, estaría con ella en la cama, y sin embargo, bajaba las escaleras para enfrentarse a un bar lleno de gente, un puñado de viejetes ruidosos y un problema importante, tal y como descubrió al llegar al último peldaño.

– ¿Qué quieres decir con que Theresa me está esperando porque quiere hablar conmigo? -Mac miró hacia donde su única camarera estaba sentada, haciendo añicos una servilleta de papel-. ¿No debería estar trabajando?

– Ha servido unas cuantas copas mientras tú estabas arriba. Y ha roto otras cuantas, también -añadió Zee.

– ¿Y eso?

– Es que no le ha gustado que Hardy le palpase el trasero -la risa de Zee llenó sus oídos, pero su expresión enseguida se volvió seria-. Su madre se ha caído al salir de la bañera y se ha roto la cadera.

Mac murmuró entre dientes, consciente de que no podía retener allí a Theresa si la necesitaban en casa, aunque fuese una de las noches de mayor afluencia de clientes.

– Hablaré con ella. ¿Algo más que deba saber?

– Hardy está detrás de la barra aguando las bebidas. Earl se ha bebido ya más de las que ha servido y el equipaje de esa señorita tan sexy está en aquel rincón -señaló.

– ¿Y tú qué estabas haciendo?

– Revisando los carnés en la puerta. Menos de una copa C de sujetador, y no entran -sonrió.

– Vamos, Zee. Ya sabes que no se pueden hacer discriminaciones. Aunque ni siquiera necesiten sujetador, déjalas pasar.

A Mac le gustaba verle reír. Quería de verdad al hombre que le había tratado como a su propio hijo.

– ¿Quieres que me ocupe de subir las maletas?

– No, gracias, ya lo haré yo.

No quería arriesgarse a que Zee hablase más de la cuenta, así que subió él mismo el equipaje de Samantha. Si era una mujer de las típicas tardaría un buen rato en bajar, de modo que tendría tiempo suficiente de poner su libido bajo control. Era una pena tener que hacerlo, además porque su cuerpo protestaba con ardor, pero los buenos chicos eran siempre fieles a su palabra… tanto a los amigos como a una desconocida, así que volvió a colocarse la gorra y regresó al trabajo.

Apenas habían pasado quince minutos cuando la mujer que le había puesto en aquel estado de excitación bajó al bar. Debería haberse imaginado que no había nada de típico en su Samantha.


Se acomodó en el primer taburete que encontró vacío, lo cual no era tarea fácil en la Noche de las Chicas, y apoyó los brazos en la barra del bar. Debajo del cristal, peniques con la cara de Lincoln la miraron. Le gustaba el ambiente algo añejo de aquel lugar.

Acostumbrada a frecuentar lugares como el Lincoln Center y los mejores restaurantes de Nueva York, le gustó la sensación de estar en un lugar donde podía relajarse sin más. Aunque el concepto de relajación fuese un tanto relativo, teniendo a Mac tan cerca, aunque al otro lado de la barra, y hablando con una joven que llevaba un pequeño delantal puesto. Debía ser su camarera, y no parecía estar muy contenta.

Aunque no podía oír su conversación, era evidente que se trataba de algo serio. Mac negó con la cabeza, sacó dinero de la caja registradora y se lo entregó. Ella intentó devolvérselo, pero Mac no se lo permitió y la joven lo abrazó con fuerza. Segundos después, Mac volvía al centro del bar.

Enseguida empezó a moverse entre los clientes, mayoritariamente mujeres aquella noche. Sam podría haberse estado horas contemplando la gracia y seguridad de sus movimientos, la habilidad con que manejaba copas, botellas y vasos, como si llevara haciéndolo toda su vida.

Y podía ser así, porque sabía bien poco de él, aparte de que era capaz de desbocar su pulso tan sólo con una mirada y de que confiaba en él.

De otro modo, jamás se acostaría con él. Estaba segura de que era capaz de amar apasionadamente. Si quería diversión, excitación y noches ardientes, había ido a parar al sitio adecuado. «Piénsalo… y me haces saber lo que decidas», le había dicho. Así que lo único que tenía que hacer era dejar a un lado sus temores y dar el primer paso. La imagen de Tom y toda una vida de camas e incluso habitaciones separadas aumentó su resolución.

– Hola, preciosa. ¿Puedo invitarte a tomar algo?

Reconoció a uno de los hombres que la habían rodeado al entrar.

– Claro.

– Eh, Mac -gritó el hombre para vencer el ruido del bar-, dos tequilas… y no te olvides del limón.

Mac se volvió hacia ellos y arqueó las cejas antes de acercarse. Sam sintió que se le hacía un nudo en el estómago y que la garganta se le quedaba seca. Sabía lo que quería, pero lo difícil iba a ser hacérselo saber.

Se detuvo frente a ella y apoyó las manos en la barra. Incluso el vello de sus brazos le llamaba la atención. ¿Sería tan suave al tacto como parecía? ¿Se parecería al del pecho?

– Tequila.

Ella se encogió de hombros fingiendo despreocupación.

– Es lo que él ha pedido.

– Me llamo Zee, preciosa. Y nada de ese brebaje aguado que nos suele dar Bear -le advirtió a Mac.

Mac la miró.

– ¿Estás segura?

– ¿Por qué no?

– ¿Has bebido tequila alguna vez?

Ella negó con la cabeza.

– Me lo imaginaba -replicó él, pero llenó dos vasos con un líquido color ámbar.

– ¿Quién es Bear? -preguntó Sam.

– El dueño del local -contestó Zee.

– ¿Es tu jefe?

– Él es el dueño y yo lo exploto -Mac dejó los dos vasos frente a ellos, un salero y un cuenco con rodajas de limón, y luego dejó la botella junto a Zee-. Tomáoslo con calma -añadió, antes de volverse para atender a unos clientes.

El número de parroquianos se había cuadruplicado desde que ella llegara, y Mac trabajaba sin un minuto de descanso.

– Está desbordado.

– Y mal pagado -añadió Zee.

– Te he oído -contestó Mac, mirándolo con cara de pocos amigos.

Sam ladeó la cabeza.

– Trabajar duro no es algo de lo que haya que avergonzarse.

– Le ha dado la noche libre a su camarera -explicó Zee.

– Me ha parecido verla antes.

– Era ella, sí. Pero a Mac le ha parecido que debía quedarse en casa cuidando de su madre que está enferma en lugar de cuidar de unos cuantos viejos como nosotros. Incluso le ha pagado la noche de trabajo… aunque sin las propinas, no será lo mismo.

Eso explicaba la transacción que había presenciado y el abrazo de gratitud. Y con lo mal que se había sentido ella al verlo…

– Ha sido un gesto magnífico por su parte -murmuró. No sólo se había tropezado con un hombre sexy, sino más caballero que sir Galahad. Un hombre guapo y con carácter.

– El chico tiene un corazón de oro. Siempre lo ha tenido. Claro que también es verdad que tiene un genio que no hay quien lo aguante.

Mac se detuvo delante de ellos.

– Es que tú eres capaz de sacar lo mejor de mí -replicó, riéndose. La luz que brillaba en sus ojos y las líneas que delimitaban su boca le hizo sentir un escalofrío en zonas muy estratégicas de su cuerpo. Jamás se había sentido así.