– La ducha sigue corriendo -fue lo único que se le ocurrió decir mientras se ponía roja como la grana.
– Es que me había olvidado de la maquinilla de afeitar -explicó, y al tiempo que él abría las puertas del armario, ella se lanzó por su ropa. Aquel hombre estaba destinado a verla siempre en sus peores momentos, pensó apresurándose a ponerse el vestido, y una vez vestida, se volvió de nuevo hacia él.
Mac la miraba con una expresión indefinible, en cuyo fondo brillaba algo inconfundible: deseo.
– ¿Tienes ya todo lo que necesitas? -le preguntó, tragando saliva y sonriendo. Tuvo mucho cuidado en no bajar la mirada hacia sus caderas.
– Ni mucho menos -murmuró.
Ella se humedeció los labios. No sabía cómo contestar a una cosa así.
– Como ya te has levantado, he pensado que puedo invitarte a desayunar. No hay nada que merezca la pena en el frigorífico.
Ella parpadeó varias veces, sorprendida por la intimidad de la situación. Estaban compartiendo la rutina de una mañana cualquiera y manteniendo una conversación estando los dos a medio vestir… ¡y eran extraños!
Por otro lado, y a pesar de que era cierto que se habían conocido el día anterior, no tenía la sensación de que Mac fuese un extraño. Se sentía demasiado cómoda en su presencia, demasiado segura en sus brazos.
No estaba segura de ser capaz de comer absolutamente nada, pero alejarse del bar y de aquella habitación le pareció una idea excelente.
No llevaba sujetador. A no ser que se lo hubiera puesto en el par de minutos que la había dejado sola. Mac apretó el volante entre las manos. La sorpresa de aquella mañana seguía estando muy fresca en su mente. Había salido del baño para encontrarse a Samantha medio desnuda, iluminada por la luz del sol y con el pelo suelto y cayéndole a la espalda. Todas sus buenas intenciones habían estado a punto de abandonarlo en aquel mismo instante, de modo que salir a desayunar fuera le había parecido la mejor forma de poner a remojo la tensión sexual que crecía entre ellos. Pero se equivocaba.
Iba sentada a su lado, llevando puesto el vestido con el que se había apresurado a cubrirse, y él no podía dejar de pensar en sus pechos, tal y como los había visto antes de que pudiera taparse. Incluso en aquel momento, conduciendo entre campos, no podía pensar en otra cosa.
Pero tenía que darle espacio. Quería disfrutar de aquella semana, pero no iba a poder seguir conteniéndose si ella le tentaba a cada segundo. Incluso sus más leves movimientos lo excitaban.
– ¡Mac, para!
Pisó a fondo el freno y casi se atravesaron en la carretera. Menos mal que transitaban por una carretera secundaria que apenas se usaba.
– Vaya… no creía que fueses a tomártelo tan al pie de la letra.
– Cuando alguien grita yendo en coche, uno se imagina que o se ha mareado o… bueno, no importa. ¿Cuál es la emergencia?
– ¿Qué pueblo es ése de allí? -preguntó, señalando hacia la derecha. Unos tejados pintados en una amplia variedad de rosa, verde y tostado se elevaban contra el cielo azul.
– Es un pueblecito que se llama Cave Cove. Un sitio para turistas con muñecas indias, camisetas, turquesas y otras tonterías de ésas que a los del este os gusta llevaros de recuerdo.
Él no solía comprar allí, pero su madre y su hermana siempre se llevaban algo cada vez que iban a verlo.
Puso la primera con intención de continuar hacia su destino cuando ella apoyó la mano en su brazo.
– ¿Podríamos pasar primero por allí?
– Si quieres un centro comercial, hay uno en Scottsdale.
Un lugar que él odiaba, pero que soportaría por ella.
– ¿Uno de esos centros comerciales enormes, con aire acondicionado, tiendas caras y vendedores agobiantes? No, gracias. De esos ya tengo suficientes en casa.
Seguro. A juzgar por lo que había visto de su equipaje hasta el momento, toda su ropa llevaba etiqueta de diseñadores y era parecida a la que se vendía en The Resort.
Al mirarla la encontró con una mueca de disgusto en la cara. Samantha se vestía bien y con ropa que la sentaba a las mil maravillas, pero no era una adicta a las compras, ni mucho menos.
– ¿Estás segura de que quieres que paremos aquí?
– Me encantaría echar un vistazo. ¿Podemos?
Lo miró y batió las pestañas intentando hacer un movimiento que aún no había perfeccionado.
Él se echó a reír.
– De acuerdo. Daremos una vuelta por las tiendas y luego echaremos un vistazo a los alrededores.
– ¿Crees que seguirán teniendo muñequitas de ésas? Porque querría llevarme una de recuerdo.
– Sí, sí que las tienen.
Lo sabía gracias a la colección de su hermana. Si alguna vez iba con Samantha a Sedona, su madre y su hermana se llevarían a las mil maravillas con ella.
¡Eeeh…! Una cosa era pensar en una relación para toda la vida en abstracto, y otra muy distinta pensar en que Samantha fuese aceptada o no por su familia. Aunque sabía que lo sería. Igual que sabía que Samantha las aceptaría a ellas.
– Este sitio es realmente precioso -comentó, mientras se ponía las gafas de sol en lo alto de la cabeza.
Era un gesto inconsciente y desenfadado, pero para él tan tentador como el más erótico.
– Sí que lo es -aquella zona formaba parte de su ser casi como su misma sangre.
– Emana una paz muy especial. No hay rascacielos, ni humo, ni tráfico, ni bocinas…
– Completamente distinto a Nueva York, ¿eh?
– Sí. Aunque no vivo allí. Sólo trabajo. Voy todos los días desde New Jersey.
– ¿Por qué?
Sam miró por la ventana. Las montañas eran el telón de fondo para una gran variedad de cactus y otras plantas, y al ver el sol como una bola de fuego en el cielo azul, movió despacio la cabeza.
– Pues no lo sé. Nací y me crié allí, así que simplemente sigo estando allí. Además, para los consejeros financieros es el mejor lugar de trabajo. ¿Y tú?
– Yo nací aquí.
– Entonces, tu familia también vivirá en Arizona, ¿no?
Él asintió.
– Mi madre, mi hermana, mi cuñado y un sobrino de seis meses.
No le gustaba pensar en él como en un hombre con familia, con gente que lo quería y que se preocupaba por él. Eso le hacía demasiado real, demasiado inolvidable.
– ¿Y tú? ¿Tienes familia?
– Sólo estamos mi padre y yo.
Mac asintió.
– ¿Qué ocurrió?
– Mi madre murió hace un par de años… y…
– ¿Y? -insistió cuando ella se quedó en silencio.
– Mi padre no lo ha superado. Es agente de bolsa y trabaja para una de las firmas más importantes dé la ciudad.
Y claro, Sam, en busca de la aprobación de sus padres, había decidido estudiar economía para emular a su padre y que se sintiera orgulloso de ella. Nunca había llegado a estar segura de haber alcanzado su objetivo, así que había sido un alivio que terminase por gustarle el trabajo que había elegido.
Suspiró.
– Primero descuidó a sus clientes y después intentó compensarlos. Yo no lo he sabido hasta hace muy poco, pero durante el año pasado estuvo haciendo inversiones de alto riesgo y perdió un montón de dinero. Varios de sus clientes le dieron el trabajo a otras firmas, y lógicamente el jefe de mi padre no está nada satisfecho. Tanto su vida personal como la profesional están hechas un desastre. Cuanto peor iban las cosas, más tiempo se pasaba limitándose a observar de brazos cruzados el mercado… -de pronto, se echó a reír, y le miró ladeando la cabeza-. Es fácil hablar contigo, ¿sabes?
– Entonces, continúa -contestó, apoyando una mano en su brazo.
– ¿Estás seguro de querer escuchar?
Mac la miró a los ojos.
– Lo estoy.
– Está prácticamente en bancarrota. Debería haberlo visto venir, pero no lo vi -y teniendo en cuenta la solución que iba a tener que adoptar, ojalá lo hubiera visto-. Estaba tan ocupada con mi propia vida y mi propio trabajo que no me di cuenta de lo que estaba pasando, y para cuando lo hice, no sólo estaba seriamente endeudado, sino que había perdido la mayoría de sus clientes más importantes.
Mac tomó su mano y la apretó.
– No puedes controlar su vida por él.
– No, pero es que no estoy segura de que él sea capaz de hacerlo. En un principio pensé que se iba a tratar solamente de un lapso de tiempo marcado por el dolor, pero ahora simplemente creo que se está haciendo mayor y menos meticuloso, más despistado incluso. Si yo le hubiera prestado más atención…
– Tú no eres responsable de las acciones de tu padre.
Ella arqueó las cejas. Si supiera…
– Le prometí a mi madre que cuidaría de él -le explicó.
El problema era que su madre se la había imaginado teniendo que enseñarle a manejar la lavadora, y no renunciando a su propia libertad para asegurarse de que su padre no perdiera su casa o su puesto en la comunidad.
– Además, siempre he hecho lo que se esperaba de mí -añadió en voz baja. Siempre había buscado la aprobación de sus padres… y su afecto, y había encontrado ambos cuando su madre murió. Quería a su padre e iba a ayudarlo, pero el único modo de hacerlo iba a costarle casi la vida.
– Lo entiendo bien -dijo Mac-. Yo le hice a mi padre la misma clase de promesa.
Demasiado real. Demasiado inolvidable. Sam inspiró profundamente. Aquella mañana habría sido el momento perfecto para escapar, antes de llegar a conocerlo, antes de que llegara a gustarle.
Pero como ya era demasiado tarde para eso, decidió que también quería contar con su comprensión.
– Así que eres consciente de hasta qué punto una promesa puede cambiarte la vida…
Se detuvo antes de que pudiese revelar demasiado. Sería muy peligroso.
Aquella semana no era real. Era una pequeña porción de tiempo que les pertenecía a Mac y a ella; una porción de tiempo en la que no tenía cabida su vida real. Porque por mucho que llegase a gustarle, por mucho que pudiese llegar a sentir por él, tendría que marcharse. Por doloroso que fuera.
Como si supiera que la conversación había terminado y aceptando su silencio, volvieron a tomar la carretera, pero no soltó su mano.
– Siento lo de tu madre -le dijo con la mirada al frente-. Y sé que te va a ser duro encontrar una solución a los problemas de tu padre. Has de estar a su lado, aconsejarlo y ayudarlo si puedes. Pero no olvides que no puedes renunciar a tu vida porque él tenga problemas con la suya.
Si él supiera… se volvió hacia la ventana. Era incapaz de mirarlo. Aunque sabía que se marchaba a la semana siguiente, no tenía ni idea de lo definitivo que iba a ser aquel adiós.
Capítulo 4
Mac llevó el coche hasta el pueblo y aparcó en una calle lateral, frente a una tienda pintada con cálidos colores. Aún no había parado el motor cuando Sam se bajó del coche. Mac se unió a ella, tomó su mano y así recorrieron las calles, deteniéndose a curiosear en varias de las tiendas. Sólo estar a su lado le proporcionó una sensación de felicidad como no había conocido antes.
Siendo hija única, no había tenido hermanos con los que jugar mientras sus padres caminaban de la mano, y siempre se había sentido excluida. Siempre una extraña en su propia vida. Menos en aquel momento. Y, precisamente aquel momento, no era el adecuado para encontrar cosas que la satisficieran, a menos que se tratase de simples recuerdos que conservar y de los que disfrutar. Su tiempo con Mac iba a ser eso.
A lo largo de la calle había farolas antiguas y bancos en los que poder sentarse. Estaba siendo la salida perfecta. Necesitaba alejarse del bar durante un rato, y muy especialmente de la tensión que siempre parecía estar en la superficie. Cave Code albergaba todas las tiendas para turistas imaginables y paseando por sus calles, al aire libre, podía relajarse y disfrutar del día y de Mac sin presiones.
Las calles estaban prácticamente vacías dado lo temprano de la hora, y al final de la acera se detuvieron junto a una joyería cuyo escaparate mostraba una amplia variedad de joyas hechas a mano en turquesa y plata.
Pero él tiró suavemente de su mano.
– Sigamos andando. Hay montones de tiendas con estas mismas cosas por todas partes.
Un gran cartel rojo llamó su atención.
– Pero en ésta hacen un treinta por ciento de descuento.
Él se echó a reír.
– En todas vas a encontrarte el mismo cartel. Es la competencia.
Apoyó las manos en el cristal del escaparate. Había algo en aquella tienda que la atraía.
– Ésta es la que me gusta -insistió.
– Si tú lo dices… pero no te olvides de que hay un montón de sitios por ver a los que no podremos ir si te pasas todo el tiempo aquí.
Ella frunció el ceño.
– Lo que en realidad quieres decir es que ya te estás aburriendo.
– ¿Yo he dicho eso? -exclamó, con la audacia de parecer ofendido.
– Es un hecho conocido que a los hombres no les gusta ir de compras.
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