– Una estadística que engroso con sumo orgullo, pero no hoy. Vamos.

Y sin soltar su mano, entraron en la tienda.

Las campanillas sonaron al entrar a aquel ambiente que olía a lavanda. Nada más entrar, sintió un escalofrío en la espalda, y al notarlo, Mac la rodeó por la cintura. Era una sensación muy extraña. Si creyera en auras y premoniciones, diría que había llegado a un punto de inflexión en su vida. Que la decisión que tomase en aquel momento, condicionaría el curso del futuro, lo cual era una estupidez, ya que ella no creía en todas esas cosas.

Se acercó a la vitrina más cercana y miró los anillos. Aunque aquel expositor estaba lleno, hubo uno que llamó en especial su atención. Era una alianza de plata con turquesas haciendo un intrincado dibujo.

– ¿Ha visto algo que le guste? -oyó preguntar a una mujer.

Sam levantó la mirada. Teniendo en cuenta su estado de ánimo, esperaba encontrarse con una mujer envuelta en velos y misterio, y no aquella mujer de mediana edad e indudable atractivo.

Como ella no contestara, Mac le acarició el brazo.

– Cariño.

Aquel apelativo la sorprendió.

– Sí, perdón -señaló el anillo a través del cristal-. Ese. El que tiene forma de equis.

La mujer sonrió.

– Ah… El Beso -dijo mientras sacaba la caja con fondo de terciopelo sobre la que descansaban los anillos-. Me gustaría decir que es un original, pero encargo uno cada vez que unos prometidos se lo llevan.

Sam esperó a que Mac la corrigiese, pero como no lo hizo, se decidió a hacerlo ella.

– Nosotros no…

– Yo creo que ya estamos listos para comprar un anillo de esta naturaleza -dijo él-. Sobre todo tratándose de un anillo que llevan tantas mujeres.

Sam se volvió hacia él y se encontró con sus ojos de mirada sincera, tranquila, llena de amor… ¿De amor?

Hubiera querido salir huyendo de la tienda y no lo hizo simplemente porque Mac apoyó la mano en su brazo, le guiñó un ojo y le susurró al oído:

– Esta semana va a estar llena de fantasía. Déjame disfrutarla.

No supo si echarse a reír por el chiste, o si llorar porque le gustaría ser libre para poder pensar en aquel hombre en términos de amor y matrimonio.

En aquel momento, intervino la dueña de la tienda.

– Les aseguro que, si llevan este anillo, seguirán casados para toda la eternidad. El resto de parejas que lo compraron pueden atestiguarlo.

Sam volvió a sentir un escalofrío.

– ¿Y por qué está tan segura de que estamos prometidos? -le preguntó.

– Los signos son inconfundibles. La forma en que la abraza -dijo, refiriéndose a cómo Mac la rodeaba por los hombros-, cómo la mira cuando cree que usted no se da cuenta, cómo se acurruca en él… dos mitades que hacen una sola unidad.

– No me había parecido usted una adivina -murmuró Sam.

Mac se echó a reír.

– Vamos, Sammy Jo. ¿Quieres el anillo o no?

Sin esperar a que contestara, sacó de su bolsillo la tarjeta de crédito, de la que Sam sólo vio el apellido, Mackenzie, antes de que se la entregase a la vendedora. Así que Mackenzie, Mac, era su apellido. Una cosa más que albergar en el recuerdo.

– Discúlpenos -le dijo a la vendedora-. Y por favor, espere un momento -condujo a Mac a un rincón de la tienda-. Oye, Mac, ese anillo…

– ¿Has cambiado de opinión?

– No, pero…

– Pero quieres probártelo antes. Debería habérmelo imaginado.

– No, lo que quiero decir es que… -no sabía cómo decirlo sin ofenderlo, pero sabía que era camarero y que…- ni siquiera has preguntado el precio.

– No he tenido que hacerlo. He visto cómo lo mirabas.

– Pero Mac…

Y él le dedicó una de aquellas sonrisas que podía derretirle los huesos y le impedía pensar, y el calor que sintió en el vientre le confirmó que lo había conseguido.

– Además, hacen el treinta por ciento de descuento -le recordó él-. No puede ser tan caro. Déjame hacerlo por ti… Sammy Jo.

Aquel nuevo nombre estaba empezando a gustarle, sobre todo pronunciado por él. Al igual que le gustaba cómo su voz caía toda una octava al decirlo, y al mirarlo a los ojos, se dio cuenta de que iba a serle imposible decirle que no. Tendría que probárselo. Su talla de anillo era muy pequeña, y seguro que le quedaría grande, una excusa perfecta para no quedárselo sin ofenderlo.

Se acercaron de nuevo al mostrador donde los esperaba el anillo sobre una bandeja de terciopelo negro. Miró a su alrededor, pero la vendedora había desaparecido en la trastienda.

– Qué confiada -murmuró Sam.

– No estamos en una gran ciudad, cariño -tomó el anillo y levantó su mano-. Cada vez que mires este anillo, piensa en mí, en esta semana y en lo que podría ser.

Antes de que pudiera protestar, le colocó el anillo en el dedo y, tomando su cara entre las manos, la besó en la boca. Sam no sabía ya dónde terminaba la realidad y empezaba la fantasía, porque mientras Mac la tuviera en los brazos, la acariciara y la besara, mientras la tratase como si la quisiera, lo demás carecía de importancia.

Mac levantó la cabeza y sonrió mirándola a los ojos, y Sam sintió que el corazón le daba un brinco. Lo ofendería más rechazando el regalo que aceptándolo, así que musitó:

– Gracias.

– Es un placer -contestó él, y tomó su mano-. Una elección perfecta.

Era cierto. El anillo le quedaba como hecho a la medida.

– A veces se tiene suerte.

– Cierto -replicó él, mirándola a los ojos, y Sam se sorprendió de lo que vio brillar un instante en el fondo de su mirada-. ¿Preparada para volver a la carretera?

¿Estaría intentando desarmarla? Porque si ésa era su intención, lo estaba consiguiendo. Dejándola ver el hombre generoso que era, además de lo que ya sabía de él, estaba ganándosela sin sombra de duda. No conocía los detalles de su forma de vida, pero estaba empezando a pensar que ya lo conocía en lo verdaderamente importante.

– ¿Estamos muy lejos del bar? -le preguntó.

– A una media hora. ¿Por qué?

– Porque me muero de hambre.

– No es posible que tengas hambre. Acabamos de comer.

– ¿Qué otra clase de hambre puede haber? -preguntó, riendo, pero al mirarlo a los ojos, la risa murió en sus labios. Sabía exactamente qué era lo que él deseaba en ese instante, y su propio cuerpo reaccionó.

– Zee dejó un poco del chili que él prepara en la nevera. ¿Te gusta picante y fuerte?

Ella tragó saliva.

– Mucho -replicó, dando gracias por estar en un lugar público.

Él gimió.

– ¿Sabes que es lo que más me gusta de ti?

– ¿Mi gran corazón?

Mac tomó su mano.

– Tu estómago, que es aún más grande.

Ella sonrió.

– La comida es importante. Ya sabes que no se puede sobrevivir sin ella.

Mac se echó a reír.

– Lo sé.

Esperó a que guardara la tarjeta y el comprobante de la compra y después salieron al coche, ella con el anillo en el dedo, él llevándola de la mano.

Aunque el deseo estaba constantemente acechando, las palabras brotaban con fluidez entre ellos. ¿Cuántas parejas casadas podían decir lo mismo?

Cuando estaba con Mac, se sentía llena de satisfacción, pero sabía que era algo que no podía durar. Y por eso no debía dejar de recordar que el tiempo que pasasen juntos no era más que una fantasía. ¿Qué otra cosa podía ser la promesa de una mujer que jamás podría llegar a hacerse realidad?


Sam estaba detrás de la barra llenando los cuencos de madera con nachos y distintas salsas para que estuvieran preparados antes de que empezasen a llegar los clientes. Aquella mujer era más ardiente que la salsa que servía, y lo mejor de todo era que no fuera consciente de ello. Sábado ya. El tiempo pasaba sin sentir.

La noche anterior había sido uno de los viernes típicos del Hungry Bear: una verdadera locura. Samantha no se había quejado, sino que había trabajado con energía hasta la hora de cerrar, mientas que Mac no había podido dejar de mirarla y de pensar en ella ni un segundo. Aunque no se había cambiado de ropa y el vestido le llegaba casi hasta los tobillos, realzaba todas sus curvas.

El no saber si llevaba o no sujetador bajo el vestido le tenía destrozado. Los hombres del Hungry Bear no eran ciegos, y además Samantha era nueva en aquella zona, de modo que no era el único que la observaba con interés. Desde luego, él se había pasado la mitad de la noche secándose el sudor de la frente y recordándose a sí mismo que había prometido contenerse.

Lo cual no le estaba resultando nada fácil, teniendo en cuenta que ella le tocaba cada vez que pasaba a su lado. Y aunque no hubiera sido así, quedaba su olor a melocotón.

Después se la encontró dormida en la habitación al llegar él, y no era de extrañar. Estar de pie toda la noche era agotador para cualquiera, y sobre todo para alguien que no estaba acostumbrado a hacerlo. Tras una noche de sueño inquieto, se despertó el sábado cerca de las doce del mediodía. Samantha seguía durmiendo, así que había aprovechado para acercarse a The Resort, antes de volver a The Hungry Bear a tiempo de abrir, con una bolsa de tortillas en la mano.

Ella no le preguntó por su ausencia, pero él se sintió obligado a explicarle. Una cosa más que sabía de ella: su confianza incondicional y su comprensión.

¿Cómo se lo tomaría cuando supiera la verdad? Seguro que lo perdonaba. Aunque era su belleza lo que en principio lo había atraído de ella, ahora eso se complementaba con otras cosas mucho más importantes: Samantha lo comprendía. Lo había hecho desde el principio.

Al igual que él la comprendía a ella: era una mujer que, a pesar del cansancio, lo sustituía tras la barra alegremente, una mujer con valores familiares profundos, una mujer sensible que confiaba en él. No es que se hubiera olvidado de cómo era acariciar sus formas, o cómo respondía a sus caricias, pero ahora lo que le atraía de ella iba mucho más allá del envoltorio.

Salir el día anterior con ella había sido un error. No había mantenido la distancia de seguridad y Samantha invadía sus pensamientos, sus sueños… ¿su futuro?

Y, por otro lado, ¿cómo demonios iba a mantener la distancia si ella no evitaba los roces casuales, la risa o las preguntas sobre clientes que los habían conducido a compartir bromas íntimas?

Mac no pudo soportarlo más, se acercó a ella y la rodeó por la cintura desde atrás.

– ¡Ah! -exclamó, dando un respingo-. No vuelvas a darme un susto así.

– ¿Por qué no? Así puedo abrazarte.

Ella se dio la vuelta en sus brazos y le rodeó el cuello.

– Tú puedes abrazarme como quieras.

Ese pensamiento le gustó.

– He llamado a Theresa y le es imposible venir esta noche.

– ¿Y?

Tomó un bocado de uno de los nachos y él le lamió los labios salados. Ella sonrió.

– Pues que vuelvo a estar falto de mano de obra.

Ella retrocedió y extendió los brazos.

– ¿Y qué son éstas sino unas manos dispuestas a ayudar?

Luego deslizó esas manos bajo su camisa y las apoyó en su pecho. Con las confidencias que habían compartido el día anterior, se sentía más cómoda con él.

– Estás de vacaciones -objetó él entre dientes.

Sentir así el calor de sus manos lo excitaba de una forma increíble.

– Define la palabra vacaciones.

– Un descanso de la realidad. Hacer lo que a uno le gusta hacer.

– Exacto -replicó, haciéndole cosquillas con las uñas-. Trabajar en este bar es una ruptura con la realidad de trabajo de nueve a cinco de todos los días -le levantó la camisa y lo besó en el pecho-. Y acariciarte es algo con lo que disfruto, no te quepa la menor duda -y probó el sabor de su piel antes de mirarlo de nuevo a los ojos-. A menos que a ti no te guste, claro.

Como si no lo supiera… Su única respuesta posible fue un gemido.

– ¿Eso es un sí? -le preguntó, sonriendo.

No había dejado de desearla ni un minuto, pero lo que experimentó en aquel momento fue increíble. Si no tuvieran que abrir en quince minutos, sería incapaz de mantener el control. Pero quería que su primera vez fuese en un lugar mejor que cualquiera de las mesas del Hungry Bear. A ser posible una cama de sábanas de hilo y todo el tiempo del mundo por delante.

Enredó los dedos en su pelo. Un solo beso. Saborear un instante sus labios. E inclinó la cabeza para besarla… justo en el momento en que alguien aporreó la puerta del bar.

– Abre -pidió alguien desde el exterior, y al no recibir respuesta inmediata, añadió-: ¡Que he perdido la llave, Mac!

Era Zee. Samantha le bajó la camisa.

– Podía haber llamado antes.

Él la miró divertido.

– Es que abrimos dentro de unos minutos.

– Voy arriba a lavarme. Vuelvo enseguida.

Le dio tiempo para que subiera las escaleras antes de abrirle a Zee.

– Voy. ¡Voy! -le gritó, y el insistente aporreo de la puerta continuó mientras abría la cerradura.