– Sigue estando cerrado, incluso para ti.

Zee le ignoró y entró.

– Te conozco desde que no sabías quitarte los mocos, así que no me vengas con tonterías.

Sí, ya… pero eso no le daba derecho a interrumpir su vida sexual y volverle loco. Aunque aquel lugar era de su hijo, y la verdad era que quería a aquel viejo cascarrabias como a un padre.

Siguió a Zee hasta uno de los taburetes de la barra y se sentó.

– ¿Dónde está tu amiga? -preguntó.

– La has asustado.

– Ja. Lo que pasa es que debe haber recuperado la cordura y estará disfrutando de un buen hotel.

Mac se apoyó en un codo.

– Si quieres saber algo, no tienes más que preguntarlo.

– Ya lo he hecho. ¿Dónde está tu amiga?

– Arriba.

– Es lo que me imaginaba -Zee le dio una palmada en el hombro-. ¿Es que tu padre y yo no os hemos enseñado nada? Primero el idiota de mi hijo permite que una mujer le deje plantado y ahora, tú.

– ¿Y yo qué he hecho?

– En mis tiempos, un hombre se casaba con una mujer antes de llevársela a la cama. Sé que ahora no es lo mismo, pero maldita sea, hombre, ¿qué tal un poco de romanticismo antes de acostarte con ella?

– Es que no me he acostado con ella.

Todavía. Había dormido junto a ella, eso sí, y a Zee eso tampoco le parecería bien. Demonios… Mac suspiró. Tenía treinta y cinco años, su padre había muerto hacía ya doce años, Zee se había ofrecido a guiarlo sin que nadie se lo pidiera y siempre parecía aparecer cuando necesitaba el consejo de un padre.

No era que se lo hubiera pedido precisamente en aquel momento, pero lo respetaba lo suficiente para escuchar lo que tuviera que decirle.

– No quiero que me cuentes los detalles -le dijo-. No me hace falta -añadió, mirándolo con sus ojos azules-. Y haz el favor de limpiarte el carmín de los labios. Pareces un mariquita.

Mac murmuró un juramento y se limpió la boca con una servilleta de papel.

– Sólo quiero que pienses con la cabeza y no con… bueno, ya sabes.

– Sí, ya sé.

– ¿Y es buena?

Mac se echó a reír.

– Ese sí que es el Zee que yo esperaba.

– Debe serlo, si todavía sigue aquí -replicó el viejo, tomando un puñado de frutos secos de uno de los cuencos que Samantha había llenado antes.

– Los caballeros no se benefician a una dama y luego desaparecen. Eso es lo que tú siempre dices.

– Yo no. Tu padre. La única forma que tuve de convencer a la madre de Bear de que se casara conmigo fue arruinando su reputación -sonrió-. ¿Ya le has dicho a Sammy Jo la verdad?

– No -la respuesta le valió otra palmada en la espalda-. Es de Nueva Jersey -añadió, como si eso lo explicase todo.

Por primera vez pensó en el hecho de que no sólo Samantha se marcharía en unos días para la conferencia, sino que tenía una vida y un padre que la esperaban en el este. Una extraña sensación de vacío acompañó la admisión, y supo que sería algo con lo que tendría que enfrentarse, y pronto.

Zee se encogió de hombros.

– Ah, yo creía que los hermanos Wright habían inventado ya el aeroplano.

– Eh, que hace menos de cuarenta y ocho horas que la conozco -replicó. Era gracioso, pero tenía la sensación de conocerla de hacía mucho más tiempo-. Apenas nos conocemos.

Y al mismo tiempo se conocían ya más íntimamente sin el beneficio del sexo que lo que había llegado a conocer a otras mujeres.

– Entonces, ¿por qué no quieres ser sincero con ella? ¿Es que tienes miedo de que salga corriendo si se entera de que eres más rico que el resto de los mortales?

– Más bien tengo miedo de lo contrario.

– Ah -Mac apoyó una mano en su hombro-. Ya me imaginaba yo que ésa tenía que ser la razón de que no le hubieras echado el lazo a alguno de esos bombones que andan por el hotel. No es excusa para dejar de presentarme alguna a mí, claro, pero te perdonaré.

Mac sonrió.

– Y ahora me siento mucho mejor.

– ¿Cuándo volverá?

Mac sintió que su sonrisa se desvanecía.

– Pronto -a menos que cambiase de opinión-. Pero no te preocupes de eso.

– Lo haré… siempre que tú también lo hagas cuando se haya marchado.

Estaba a punto de contestar cuando oyó los pasos de Samantha en la escalera, así que no lo hizo y tiró la servilleta a una de las papeleras que colgaban de la barra. La risa característica de Zee acompañó el gesto.

Ella carraspeó y Mac se volvió. Estaba a su lado, vestida con una camiseta rosa, vaqueros ajustados y cinturón del mismo color. Tenía el pelo suelto, una dulce sonrisa en los labios, y Mac supo que estaba perdido.


Sam se frotó las manos y el anillo brilló. Era un recordatorio de lo unidos que habían llegado a estar Mac y ella. No había sabido manejar la situación, sino más bien lo contrario: había llegado a sentir un afecto muy especial por aquel hombre que supuestamente estaba de paso por su vida.

Una vida que, hasta aquel momento, había sido monótona en extremo. Le faltaba poco para cumplir los treinta, había llevado una vida ordinaria, con un trabajo ordinario y había salido con hombres ordinarios con quienes tenía poco o ningún interés en llegar a intimar. Incluso había llegado a acostarse con uno con quien tuvo la sensación de que las cosas iban a llegar a más, pero que al final no funcionó. Ni siquiera entonces llegó a desear o a contemplar la intimidad que tanto deseaba compartir con Mac.

Había llegado allí en busca de emociones, pero sus sentimientos no debían aparecer en escena. Había sido él quien había roto muchas de las barreras, como por ejemplo con aquel anillo, signo de… ¿de qué? De amistad, desde luego. ¿De afecto, quizá? Mac estaba en aquel momento hablando con Zee. Al mirarla, le guiñó un ojo antes de continuar. Aquel mínimo gesto le produjo tales escalofríos que no se atrevió a seguir con esa línea de pensamiento.

Cada vez que lo miraba, se desvanecían las barreras. Había ido a Arizona buscando pasión y la había encontrado sin tan siquiera acostarse con él. Que el cielo la ayudara cuando su cuerpo llegase al fin a fundirse con el suyo.

– Sam, ¿estás bien? -le preguntó Mac, acercándose a ella.

– No podría estar mejor -replicó, obligándose a sonreír-. Abrimos dentro de cinco minutos, llevo puestas las deportivas y estoy lista para empezar a trabajar.

– No me refería a eso.

– Ya sé a lo que te referías -contestó, rozando sus labios con la yema de los dedos. Una pasión tan abrasadora como aquélla tenía que consumirse pronto.

Pero no pudo evitar preguntarse cómo iba a vivir el resto de su vida si no ocurría así.

Capítulo 5

Se había tomado su tiempo en colocar las sillas sobre las mesas. El cristal de la barra brillaba como si estuviese recién pulido, y si fregaba los vasos más a conciencia, terminaría por romperlos. Miró el reloj. Samantha ya se habría quedado dormida. La única forma en que podía meterse en la cama a su lado era sí ella estaba profundamente dormida. Nada le gustaría más que despertarla susurrándole al oído y acariciándola, pero desgraciadamente ella aún no estaba preparada. Era capaz de ponerla en llamas con sus labios y sus caricias, pero la duda no había desaparecido aún de su mirada.

Mac sabía por experiencia que ella no era una mujer acostumbrada a tomar lo que deseaba. Estaba convencido de que para ella el sexo era la solución a… a lo que hubiera dejado en casa. Pero él no lo veía así, y la única forma de estar seguro de que iba a poder controlarse era esperar a que ella se hubiera dormido.

Se agachó para guardar una bayeta cuando vio un sobre con el nombre de Theresa y la palabra «propinas» escrita en él. Suspiró. Cuando creía conocer a Samantha, ella volvía a sorprenderlo. Sí, quedarse en el bar era el único movimiento posible, y el más seguro.


Sam se incorporó en la cama. Aquélla era la tercera mañana consecutiva que se despertaba con la luz del sol, el ruido de la ducha y música country filtrándose por la puerta. Por tercera mañana consecutiva, se despertaba sola.

Era una ironía haberse ido al oeste con la intención de seducir a un hombre, tener a Mac para ella sola durante tres días completos y que él no hubiera hecho ni siquiera ademán de querer acostarse con ella.

Sí, habían dormido en la misma cama, pero eso era todo. Trabajaba hasta muy tarde, y ella era incapaz de quedarse despierta hasta que subiera… Y lo había intentado. Vaya si lo había intentado. Y para colmo, todas las mañanas se levantaba antes que ella.

No dudaba de su interés. No podía dudar. Sabía sin sombra de duda que la deseaba. Pero era que… había ido buscando una aventura sexual y se había encontrado con Mac, un hombre sensible y tierno que la había hecho sentirse especial, tanto como sólo se había atrevido a soñar. Era una ilusión que seguro que se desvanecería una vez hubiesen satisfecho su deseo sexual. Era más, tenía que ser así porque desde allí debía volver a casa y asegurar el futuro de su padre.

Se obligó a levantarse de la cama y se paró un instante ante el espejo para pasarse las manos por el pelo antes de haciendo acopio de valor, abrir la puerta del baño y entrar. Lo peor que podía ocurrir era que la echase, y ¿qué hombre echaría a una mujer deseosa de meterse en su cama o, como en aquel caso, en su ducha?

Una cortina beis le impedía ver, de modo que en silencio se quitó la ropa mientras bloqueaba las sombras de duda que amenazaban con detenerla. Samantha Reed siempre había sido una buena chica, y las buenas chicas no iban por ahí seduciendo extraños.

El baño estaba lleno de vapor y el olor que siempre había asociado con Mac y que, tras pasar unas cuantas noches en sus brazos, le resultaba familiar, le dio valor. Quizás Samantha Reed no sedujese a un hombre al que acababa de conocer, pero Sam sí. Y Mac ya no era un extraño, sino parte de sí misma.

Tardó un instante en cepillarse los dientes y beber un poco de agua.

– ¿Te apetece un poco de compañía? -le preguntó, apartando un poco la cortina y asomando la cabeza.

Sam pretendía mirarlo a los ojos, pero su mirada se fue como atraída por un imán hacia otras partes de su anatomía. Cualquier adjetivo en el que hubiera podido pensar, palidecería…

Oírlo carraspear fue lo único que la hizo volver en sí.

– Te he preguntado si estás aquí sólo para mirar, o también para sumarte a la fiesta.

Entonces lo miró a los ojos y vio en ellos picardía y deseo. Un deseo intenso y claro.

Por ella. Fue en aquel instante cuando se dio cuenta de que había ido en busca de deseo, sí, pero también de algo mucho más importante.

Por una vez en su vida, quería ser deseada por sí misma. Por la mujer que era, y no por la niña obediente que había sido siempre. No por los servicios que pudiese prestarle a una empresa, por tener la capacidad de salvar la vida de su padre o por lo bien que podía quedar del brazo de su prometido. Quería que un hombre la necesitase sólo a ella, Samantha Josephine Reed, por la mujer que era.

Eso era lo que le ocurría a Mac, y le estaría eternamente agradecida por ese regalo.

Las gotas de agua resbalaban sobre su piel morena y, sólo con mirarlo, el pulso se le aceleraba.

– Me encantan las fiestas -contestó.

– Gracias a Dios.

Sam sonrió y Mac sintió que el corazón se le encogía en el pecho.

Él no era el príncipe azul de nadie, y mucho menos de Samantha. Él era sólo un hombre, y en aquel momento carecía de la fuerza para decir que no. Llevaban construyendo aquel encuentro desde el instante en que se conocieron.

Mac le ofreció una mano, y ella entró en la bañera, toda piel blanca sin tocar por el sol, interrumpida sólo por unos pezones oscuros y un triángulo aun más oscuro de rizos en la unión de sus muslos. Mac gimió, agradeciendo su valor porque hasta aquel momento no había estado seguro de que fuese a dar el paso.

Llegó a sus brazos al tiempo que Mac la tomaba por la cintura para que se uniera a él bajo el agua, y al abrazarla, sus labios, sus pechos, su vientre y sus muslos se unieron a su cuerpo, duro ya como una piedra.

Ronroneaba como un gatito perdido que hubiese encontrado el camino de vuelta a casa, y esos gemidos lo excitaban cada vez más. Mac la sujetó por las nalgas para apretarla junto a él, pero ella se removía buscando más, un contacto más íntimo que él comprendía muy bien.

Tenía que hacer algo si quería que su primera vez no fuese rápida como el rayo, así que buscó a su alrededor. Su amigo Bear no tenía el equipamiento del que hubieran podido disfrutar en The Resort, pero siendo un hombre de recursos como era, encontraría el modo.

– Tú has venido a unirte a una fiesta, ¿verdad? -le preguntó, mirándola a los ojos.

– Sí -gimió ella.

– Me alegro.

Su sonrisa fue hermosa pero contenía toda la ansiedad que debía haber estado sintiendo y Mac se maldijo por no haberle hecho frente antes. Había presentido sus contradicciones desde el primer momento y como era una mujer de dentro a afuera, el que hubiese acudido por voluntad propia junto a él hacía que aquel acto fuese mucho más excitante y su siguiente movimiento mucho más importante.