– Podrías mostrar un poquito de interés, hija. Es tu boda.
– Lo importante es que Bram y yo vamos a casarnos, mamá. El resto da igual, ¿no te parece?
– A mí no me da igual -replicó su madre, indignada-. No quiero que todo el pueblo piense que tu padre y yo no hemos podido darte una boda como Dios manda. Ya va a ser mucho más discreta que la de Melissa… Pero eso es lo que Bram y tú queréis…
– Seguro que a nadie le importa cómo sea la boda, mamá -intentó convencerla Sophie. Pero su madre sacudía la cabeza, sorprendida por la ingenuidad de su hija.
– Siempre has sido una romántica -suspiró, sacando una lista del bolso-. Vamos a ver… ah, sí, el vestido. ¿Has visto alguna ya?
– Esto… no.
– ¡Pero Sophie…!
– Mamá, no he tenido tiempo. Pero te prometo que mañana iré a York.
– Será mejor que vaya contigo -dijo Harriet Beckwith-. Es muy difícil elegir un vestido de novia. Pero si no quieres que vaya… -su madre asumió de inmediato su famosa expresión de mártir.
– Claro que quiero. Pero como sé que tiene tantas cosas que hacer…
– No, no, de eso nada. Es la boda de mi hija y no hay nada más importante que eso. Qué pena que Melissa no pueda venir. Sé que le encantaría, pero me ha dicho que está muy ocupada con el nuevo catálogo… Ah, por cierto, he hablado con ella sobre la cena de compromiso que, al final, no organizamos nunca, y tanto Nick como ella están de acuerdo en que el sábado sería un día perfecto.
Ah, muy bien. Pero a su madre no se le había ocurrido preguntarle ni a ella ni a Bram si era el día perfecto, pensó Sophie. Podría inventar una excusa, pero no era fácil viviendo en una granja aislada, cuando todo el mundo sabía que no iban a ninguna parte.
La falta de vida social no era un problema para ella. Le encantaba sentarse en el sofá del salón por las noches, leyendo, dibujando posibles diseños para sus objetos de cerámica o charlando con Bram mientras miraban el fuego de la chimenea.
Pero tarde o temprano tendría que enfrentarse con Nick, pensó, fatalista. Y el sábado era un día como cualquier otro.
– Muy bien. Se lo diré a Bram.
– A mí me parece estupendo -dijo él, cuando se lo contó esa noche-. ¿Tú estás dispuesta?
– Qué remedio -suspiró Sophie.
Pero, en realidad, la reacción ante la noticia de que tendría que ver a Nick le había producido más irritación que otra cosa. Había pensado muy poco en él desde que vivía con Bram. Quizá porque estaba demasiado ocupada planeando su futuro.
La idea de ver a Nick no era en absoluto agradable y temía sucumbir de nuevo a la irresistible atracción que había sentido por él, pero al menos no le parecía tan intolerable como antes. ¿Sería posible que, al fin, lo estuviese olvidando?
– No me apetece mucho verlo, pero supongo que cuanto antes me lo quite de encima, mejor.
Bram pensaba lo mismo. Lo que no había pensado era que se sentiría tan feliz teniendo a Sophie a su lado cada día. Ella alegraba la granja… alegraba su vida con su presencia. Y cada vez que la miraba, riendo, con el pelo flotando alrededor de la cara, se le encogía el corazón. Cada vez que la veía frente a la chimenea o haciendo café, sentía un gozo inexplicable.
Intentaba recordarse a sí mismo que era Sophie, su amiga de toda la vida, la misma chica de siempre, pero… Nunca había pensado en quitarle todas esas capas de ropa que llevaba, pero ahora no dejaba de pensar en ello.
En fin, no sabría lo que había bajo la ropa hasta que Sophie dejase de amar a Nick. Y esperaba que cuando por fin volviese a verlo, se diera cuenta de que el amor que sentía por él no era tan fuerte como había creído.
A menudo se preguntaba si su amor por Melissa estaba basado en un bonito recuerdo más que en la realidad. No podía recordar cómo era- Quizá no lo había sabido nunca. Sólo recordaba la emoción que experimentaba estando a su lado, la admiración que sentía por su belleza.
Pero ahora… ahora no sabía lo que sentía. De lo único que estaba seguro era de que Sophie era su amiga. Y era más fácil seguir siendo amigos que estropearlo todo pensando demasiado en que algún día serían amantes.
En cualquier caso, no tenía sentido pensar en ello, se dijo, hasta que Sophie hubiese olvidado a Nick… y para eso podría pasar mucho tiempo.
Mientras tanto, seguirían siendo amigos y él tendría que dejar de mirar sus labios o la curva de sus hombros o el invitador hueco de su garganta…
O lo intentaría, al menos.
La madre de Sophie fue a buscarla al día siguiente para ir a York. Dejaron el coche a las puertas de la ciudad, ya que la zona antigua era peatonal, y fueron caminando hasta la tienda. A Sophie siempre le había encantado pasear por las viejas calles de York, pero aquel día pasear era absolutamente imposible.
Porque su madre tenía una misión. Y cuando su madre tenía una misión era imposible convencerla de nada.
– Vamos a la tienda donde compramos el vestido de novia para Melissa. Seguro que allí tendrán uno perfecto para ti…
– ¡Lo he encontrado! -exclamó Sophie, deteniéndose de golpe.
El vestido era tan bonito que estaba solo en el escaparate. De escote barco y cintura ajustada, la falda caía en capas y capas de gasa… de color cobre, dorado, bronce y rojo. Brillaba como una llama, tan vibrante que uno casi podría alargar las manos para calentarse.
Sophie vio ese vestido y se enamoró de él. Ése sí que era un vestido de novia… un vestido que la haría sentir guapa, sexy, elegante. Como una debía sentirse el día de su boda. Aunque se casara con un viejo amigo que seguía enamorado de su hermana.
Pero Harriet, que seguía hablando sola, tiraba de su brazo sin enterarse de nada.
– Vamos, que llegamos tarde.
– Mamá, he encontrado el vestido -insistió Sophie-. Mira, ése es el vestido que voy a llevar el día de mi boda.
– Eso no es un vestido de novia, hija. ¡Es de color rojo!
– No hay ninguna ley que prohíba casarse de rojo -replicó ella.
– Pero las novias se casan de blanco, o de beige. Sí, mejor el beige o el color marfil. El blanco no te quedaría bien, eres muy pálida.
– Pero ese vestido sí me quedaría bien -insistió Sophie.
Su madre, por supuesto, no quería ni oír hablar de ello.
– ¿Qué pensaría la gente si te viera con eso puesto? Un vestido rojo no es apropiado para una iglesia.
Sophie se dejó arrastrar por su madre sin decir nada. Daría igual que fuera de rojo o de negro. Al fin y al cabo, no era una boda de verdad. El suyo sería un matrimonio de conveniencia.
De modo que se dejó llevar hasta la tienda, donde la midieron y la miraron de arriba abajo mientras su madre consultaba con las inmaculadas dependientas. Después de largas discusiones, se decidieron por un sencillo vestido de seda color marfil. Era de manga larga y escote barco, con un corpiño ajustado del que salía la falda, cayendo en elegantes pliegues hasta el suelo. Incluso Sophie debía admitir que era muy bonito, pero no podía compararse con el que había visto antes.
– ¿Qué tal ha ido todo? -le preguntó Bram cuando llegó a casa por la noche.
– ¡Estoy agotada! Mi madre me ha atropellado tantas veces que me sorprende seguir viva -suspiró ella-. Pero me he portado muy bien. He hecho todo lo que me pedía y voy a ser una novia de lo más convencional… con un vestido de color marfil, zapatos a juego y tiara de brillantitos. Y supongo que te alegrará saber que me he negado a llevar velo.
– Ah, muy bien.
– Pero Bram… yo había visto el vestido más bonito del mundo.
– ¿Y por qué no lo has comprado?
Sophie se lo contó, apenada.
– Ya sabes que a mí los vestidos me dan igual, pero es que éste era increíble. Nunca había visto un vestido más bonito en toda mi vida. Pero mi madre dice que no puedo llevar un vestido rojo a la iglesia -dijo, resignada-. Además, como lo va a comprar ella… yo no tengo un céntimo y seguramente es verdad que no es un vestido apropiado para una novia. Pero era tan precioso…
Sophie empezó a poner la mesa y Bram no dijo nada, pero cuando volvió de dar de comer a los animales al día siguiente, le preguntó qué planes tenía.
– Ninguno. Aunque podríamos ir al mercado.
– Iremos al mercado cuando volvamos -dijo Bram entonces.
– ¿Cuando volvamos de dónde?
– Nos vamos a York.
– Pero si estuve allí ayer. ¿Para qué quieres que vayamos a York? -preguntó Sophie, sorprendida.
– Para comprar tu vestido de novia -contestó Bram.
Capítulo 7
VENGA -dijo Bram después de verlo en el escaparate-. Tienes que probártelo. -Pero si no sabemos cuánto vale -protestó ella-. Seguramente será carísimo.
Sus protestas no sirvieron de nada porque Bram ya estaba dentro de la tienda pidiéndole a la dependienta, que debía tener la talla treinta y seis, que fuera a buscar el vestido del escaparate en la talla de Sophie… que no era la treinta y seis precisamente. La chica había mirado a Sophie de arriba abajo, pero parecía mucho más interesada en «su novio».
Cuando entró en el probador, podía oírla coquetear con Bram fuera. Algunas personas no tenían vergüenza, pensó. Y Bram no debería animarla. ¡Por Dios bendito, estaban comprando su vestido de novia!
Sophie apretó los labios mientras se quitaba los vaqueros, pero le resultó imposible seguir enfadada cuando se probó el vestido.
Era un sueño. El material era como una caricia sobre su piel y los colores eran sencillamente gloriosos. Con el vestido puesto y los pies descalzos, sin una gota de maquillaje, Sophie se sintió increíblemente sexy, increíblemente poderosa.
Abriendo la puerta, salió del probador y la dependiente y Bram se quedaron mudos.
– ¿Qué te parece?
– Nos lo llevamos -contestó él sin dejar de mirar a Sophie ni un solo segundo. Estaba maravillosa, espectacular, voluptuosa… el color del vestido destacaba la palidez de su piel y el brillo de sus ojos verdes. Nunca la había visto tan guapa. Nunca había pensado que Sophie fuese tan guapa.
– Mi madre no permitirá que me case con este vestido -dijo Sophie entonces, deprimida.
– No importa. Puedes ponértelo esta noche, para la cena.
– Pero… es demasiado caro, Bram. ¿Cómo vas a gastarte tanto dinero?
– Nos lo llevamos -repitió él con una sonrisa en los labios.
La dependienta miró a Sophie con ojo crítico, pero no podía disimular su aprobación.
– Necesita unos zapatos -les recordó-. Voy a ver qué encuentro.
Volvió unos segundos después con una selección de zapatos de tacón en los mismos tonos que el vestido y obligó a Sophie a que se los probara con una firmeza digna de Harriet Beckwith.
– No puedo andar con estos taconazos -protestó ella. Pero se calló al ver unos zapatos que la joven estaba sacando de una caja-, ¡Ay, ésos, ésos! ¡Qué bonitos son!
Eran de color cobre, con un lacito a un lado. Sophie se los probó, perdiendo el equilibrio por la falta de costumbre, y luego hizo una pirueta. Las capas de gasa flotaron a su alrededor como las alas de un hada, y tuvo que sonreír, feliz. Pero cuando se volvió hacia Bram, su expresión la dejó helada. De repente, su corazón latía a toda velocidad y se dio cuenta de que había olvidado respirar.
Bram tuvo que tragar saliva. Nunca había tenido problemas para respirar, pero no parecía capaz de llevar oxígeno a sus pulmones. Nunca había visto a Sophie tan guapa.
Nunca había sabido que la deseaba tanto.
Nunca había sabido que la amaba de tal forma.
Claro que la amaba. Bram miró a Sophie y supo que no podrían volver a ser amigos. Era una sensación extraña enamorarse de alguien a quien siempre había querido… como colocar la última pieza de un rompecabezas que, de repente, le daba sentido a todo.
Seguía queriendo a Sophie como amiga, pero la deseaba como mujer. Y la deseaba con una urgencia, con una pasión que lo dejaba atónito.
No había amado a Melissa de esa forma. Melissa era una persona para adorar, apara admirar de lejos. Tan frágil, tan etérea que uno tenía miedo de que se convirtiese en polvo si la tocaba. Pero Sophie… Sophie era real, cálida, auténtica. Una mujer hecha para amar de verdad. Una mujer a la que se podía tocar, una mujer con la que compartir su vida.
Pero saber eso con certeza lo hizo sentir como al borde de un precipicio. Estaba cayendo, intentando agarrarse a algo cuando se dio cuenta de que Sophie y la dependienta lo miraban con idéntica expresión de sorpresa.
– ¿Bram?
– ¿Eh? Sí, sí… nos llevamos los zapatos también.
– ¡Qué bien! -exclamó Sophie.
– ¿Dónde vamos ahora? -preguntó Bram cuando salieron de la tienda.
– ¿A comer? -sugirió ella, intentando olvidar la charla de su madre sobre la necesidad de perder unos kilos antes de la boda. El día anterior la había hecho comer una ensalada de lechuga a pesar de que Sophie insistía en que hacía mucho frío y debería comer algo más sustancioso.
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