– Y sólo se me ocurrió venir a verte.

Capítulo 2

SOPHIE se había apartado un poco y Bram sintió frío al no tenerla a su lado. Le habría gustado que se quedase donde estaba en lugar de subirse el cuello de la chaqueta y meter las manos en los bolsillos. Pero, por otra parte, prefería que lo hubiera hecho. Por alguna razón desconocida, su proximidad lo hacía sentir… extraño aquel día.

Tan extraño que cuando Bess hizo saltar a un faisán de su escondite, dio un brinco al oír los gritos indignados del animal.

Sophie también se sobresaltó y miró las balas de paja que esperaban en el camión a ser descargadas, sintiéndose culpable.

– Lo siento, te estoy haciendo perder el tiempo. Tienes cosas que hacer y yo aquí, contándome mis problemas…

– Me gusta que me cuentes tus problemas -la interrumpió Bram-. Pero debo terminar de descargar las balas. No tardaré mucho. ¿Por qué no preparas un poco de té? Ya sabes lo que solía decir mi madre…

– ¡Todo se arregla con una taza de té! -repitió Sophie obedientemente.

Molly Thoresby siempre había creído en los poderes del té. ¿Cuántas veces le había oído decir esa frase? Sonrió, recordándolo, mientras se dirigían a la casa. Casi podía ver a Molly levantando la tapa de la vieja cocina de leña y poniendo la tetera a calentar mientras ella se sentaba a la mesa y le contaba sus cosas.

Sophie quería a su madre, pero había querido casi igual a la madre de Bram. Harriet Beckwith era una mujer lista y elegante, mientras Molly había sido cálida y sabia. Molly jamás criticaba o protestaba como hacía Harriet. Sencillamente, escuchaba mientras hacía el té y, curiosamente, Sophie siempre se sentía mejor después de tomarlo. Cuando murió repentinamente, un par de meses antes, ella lo había sentido casi tanto como Bram.

La enorme cocina de la granja estaba exactamente igual que siempre, con su mesa de pino, sus cajones llenos de cosas y los dos viejos sillones frente a una estufa de leña, pero parecía vacía sin Molly.

El reloj de la chimenea marcaba el paso de las horas en silencio mientras Sophie llenaba la tetera de agua y la colocaba sobre la cocina de leña, como solía hacer la madre de Bram.

Siempre le había encantado aquella vieja y cómoda cocina. La de su madre era inmaculada, llena de modernos electrodomésticos y muy espaciosa, pero no era un sitio agradable para charlar.

Fuera, el cielo se volvía de color rosa. Empezaba a anochecer. A Sophie le gustaban esas cortas tardes de invierno y cómo encender una lámpara podía hace que la oscuridad afuera se hiciera más intensa en un segundo.

Sonriendo, encendió las luces de la cocina para que Bram pudiera ver el invitador brillo mientras volvía a casa. Debía ser horrible para él volver a una casa oscura ahora que Molly se había ido.

Luego se quedó frente a la ventana un ralo, viendo cómo se ponía el sol, y pensó en Nick, como hacía siempre en momentos de tranquilidad. Pensó en su sonrisa, en el escalofrío que sentía ante el mero roce de sus dedos, en la emoción de estar a su lado.

Estar con Nick nunca le había aportado tranquilidad, como le pasaba con Bram. Siempre hubo un elemento de riesgo en la relación, Sophie podía verlo ahora, con el paso del tiempo. Con Nick nunca podía estar relajada del todo por miedo a perderlo. Incluso cuando eran más felices, sentía que estaba a punto de explotar por la intensidad de sus sentimientos. Era una sensación extraña, pero maravillosa al mismo tiempo. Amar a Nick la hacía sentir viva.

¿Volvería a sentir eso otra vez?, se preguntó. No le parecía posible. Sólo había un Nick y ahora era de su hermana…

El ruido de la puerta interrumpió sus pensamientos.

– A tu caseta, Bess -oyó que decía Bram-, Vamos, fuera.

La pobre Bess era un perro pastor de lo más dulce. Sophie estaba segura de que. Secretamente deseaba ser un caniche para poder entrar en la casa y tumbarse frente a la chimenea. El animal se sentaba en la puerta mientras Bram se quitaba las botas hasta que él la mandaba a su limpia y calentita perrera.

«Eres una perra trabajadora», le decía siempre. «Podrás entrar cuando te hayas jubilado».

– Esa perra es un desastre -suspiró Bram, entrando en la cocina con gruesos calcetines grises en los pies.

Iba despeinado por el viento y sus ojos parecían tan azules en contraste con su rostro bronceado por el sol, que Sophie se sobresaltó, como si estuviera viendo a un extraño.

– No es tan mala -intentó defenderla.

– Sí lo es. Nunca será un auténtico perro pastor -dijo Bram, fingiéndose enfadado-. Sería mejor que yo reuniera a las ovejas y ella llevase el silbato.

Sophie soltó una carcajada.

– Al menos lo intenta. Y te adora.

– Ojalá me adorase haciendo lo que le mando -suspiró él.

– Me temo que no es así como funciona la adoración -dijo Sophie con tristeza. Y Bram la miró con compasión en sus ojos azules.

– No, es verdad.

Los dos se quedaron callados un momento.

– ¿Esto se pasa, Bram? -preguntó ella entonces, sin mirarlo.

Bram no se molestó en fingir que no sabía de lo que hablaba.

– Se pasa, sí. Con el tiempo.

– Pues a ti no parece que se te haya pasado. ¿Cuándo rompisteis Melissa y tú?

– Hace más de diez años -admitió él.

– Y aún no se te ha pasado del todo, ¿verdad?

Bram no contestó inmediatamente. Se calculó las manos en la estufa de leña y pensó en Melissa. Con su pelo como el oro y sus ojos de color violeta y esa sonrisa que parecía capaz de iluminar una habitación.

– Ya se me ha pasado -dijo por fin, aunque no parecía convencido del todo-. Ya no me duele como solía dolerme, pero es cierto que a veces pienso en ella. Me pregunto qué habría sido de nosotros si ella no hubiera roto el compromiso, pero es difícil imaginarlo. ¿Habría podido Melissa ser la mujer de un granjero?

Probablemente no, pensó Sophie. Aunque había crecido en una granja, a Melissa nunca le había gustado ensuciarse las manos. Y nunca había tenido que hacerlo. Era tan frágil, tan débil, que siempre había alguien dispuesto a hacer sus tareas.

Sophie había aceptado muchos años atrás que ella tendría que hacer cosas que su hermana no haría nunca, pero no sentía rencor alguno. Quería a Melissa y se sentía orgullosa de que fuera tan guapa. Cuando eran pequeñas solía levantar los ojos al cielo y llamarla «la hermana del infierno», pero no lo decía de verdad.

Hasta que conoció a Nick.

– Sigo queriendo a Melissa -dijo Bram entonces-. Supongo que la querré siempre, pero no me duele haberla perdido como te duele a ti en este momento haber perdido a Nick. Sé que suena como un cliché, pero es verdad que el tiempo lo cura lodo.

Sophie apartó la tetera del fuego, pensativa.

– ¿Melissa es la razón por la que no te has casado nunca?

Bram apartó una silla y se sentó a la mesa.

– En parte, pero no es que esté esperándola ni nada parecido. Estoy dispuesto a encontrar a otra persona.

– A mí me gustaba Rachel para ti. Me cae muy bien.

Si alguien podía ayudarlo a olvidarse de Melissa, ésa habría sido Rachel, una abogada de Helmsley. Era una chica inteligente, simpática y con sentido del humor. Y práctica, Bram necesitaba una mujer práctica.

– A mí también me caía bien. Era estupenda. Yo pensé que podría funcionar, pero al final queríamos cosas diferentes. Rachel no estaba hecha para vivir en una granja. Me dijo francamente que no se creía capaz de soportar la soledad y que le daba miedo la oscuridad en el campo. Quería irse a York, donde podía salir por las noches, quedar con sus amigos para tomar copas, ver una película… y yo no podría vivir en la ciudad, así que decidimos separarnos.

– Lo lamento -dijo ella, preguntándose si Rachel habría pensado que una parte del corazón de Bram sería siempre de Melissa. Ninguna mujer querría casarse con un hombre que seguía enamorado de otra.

Por costumbre, Sophie fue al armario donde Molly guardaba una lata de latón que conmemoraba la boda de la reina. Dentro había galletas caseras de chocolate, de coco o de vainilla. Pero cuando quitó la tapa, la lata estaba vacía. Pero claro. Qué tontería, pensó. ¿Cuándo iba a encontrar Bram tiempo para hacer galletas?

Nada podría haber evidenciado mejor que Molly se había ido, y Sophie se mordió el labio inferior mientras volvía a guardar la lata en su sitio.

– Echo de menos a tu madre.

– Lo sé, yo también -Bram se levantó para sacar una caja de galletas de la despensa-. Podríamos ponerlas en la bandeja especial -dijo entonces, bajándola del armario-. No le gustaría nada ver cómo he bajado el listón en esta casa desde que ella no está.

Sophie había hecho esa bandeja para Molly unas navidades, el año que descubrió su pasión por la arcilla. Ella misma había pintado luego una oveja… un tanto deteriorada. Comparada con sus últimos trabajos, la bandeja era de risa, pero a Molly le encantó y había insistido en usarla cada vez que tomaban el té.

Bram puso las galletas en la bandeja y observó a Sophie mientras servía el té en sendas tazas.

– Me ha resultado raro volver a casa esta noche. La luz estaba encendida y oía el pitido de la tetera… era casi como si mi madre estuviera aquí. Es a esta hora cuando de verdad la echo de menos, cuando vuelvo a una casa vacía. Ella siempre estaba aquí… cocinando, oyendo la radio, haciendo té… es como si hubiera salido un momento para darle de comer a las gallinas o a buscar algo en la despensa. Tengo la impresión de que va a volver en cualquier momento.

Los ojos de Sophie se llenaron de lágrimas.

– Oh, Bram, cuánto lo siento. Yo no hago más que hablar de mis problemas, pero perder a tu madre debió ser horrible. ¿Cómo puedes soportarlo?

– Estoy bien -contestó él-. Pero sólo ahora me doy cuenta de todas las cosas que hacía por mí. Cuando ella vivía no tenía que pensar en cocinar, en hacer la compra o en lavar la ropa. Supongo que me cuidaba demasiado.

– ¿Y comes bien? -preguntó Sophie, sabiendo que a Molly le habría gustado que se preocupara.

– Sí, tranquila. No sé hacer grandes platos y siempre se me olvida ir al mercado, pero no me moriré de hambre. Sé cuidar de mí mismo, pero hay un montón de tareas que hacer en la casa, y como suelo volver agotado…

– Bienvenido al mundo de las mujeres -lo interrumpió Sophie, de broma.

– Lo siento -sonrió Bram-. Suena como si estuviera buscando una criada para reemplazar a mi madre, ¿verdad? Pero no es eso. Me habría gustado darme cuenta de cuánto trabajaba y haberle dado las gracias, eso es todo.

– Molly te quería muchísimo -dijo Sophie-. Y sabía que tú la querías. No tenías que decirle nada.

Bram se sirvió azúcar en el té y lo removió, pensativo.

– No sé qué voy a hacer cuando llegue el parto de las ovejas. Hacen falta dos personas por lo menos.

Sophie había crecido en una granja y sabía que los granjeros tenían que estar pendientes para perder la menor cantidad posible de ovejas, vigilándolas día y noche. Siempre le había gustado ayudar. Le encantaba el olor de la paja, el balar de las ovejas y ver a los recién nacidos intentar ponerse en pie con sus temblorosas patitas. Pero ella sólo lo hacía de vez en cuando. No tenía que pasarse tres noches o más sin pegar ojo. En realidad, había muchas ocasiones en las que un granjero como Bram debía necesitar ayuda.

– No es fácil llevar una granja solo -dijo Sophie. suspirando.

– Ahora entiendo por qué mi madre quería que me casara. Y lo he pensado mucho desde que ella murió -admitió Bram-. Mientras mi madre vivía no tenía que enfrentarme con el hecho de haber perdido a Melissa -dijo entonces. Y luego se detuvo, con el ceño fruncido-. ¿Me entiendes?

– ¿Quieres decir que era fácil usar a Melissa como excusa para justificar que no hubieras vuelto a tener una relación seria con nadie?

– Bueno, dicho así suena fatal, ¿no? Pero yo creo que eso es lo que hice. Ninguna de mis novias me hacía sentir lo que sentía con Melissa y supongo que no necesitaba una novia mientras mi madre vivía y todo iba como siempre. Ahora que ha muerto… a veces me siento solo -admitió Bram por fin-. Me siento aquí por las noches y pienso en cómo será mi vida si no me caso… y no me gusta nada. Creo que ha llegado la hora de olvidarme de Melissa. Tengo que dejar de comparar a otras mujeres con ella.

– Eso es más fácil decirlo que hacerlo -señaló Sophie, pensando en Nick.

– Sobre todo cuando vives en el campo y te pasas días enteros sin ver a nadie. No es tan fácil encontrar una chica con la que uno quiera casarse y supongo que se hace más difícil a medida que te haces mayor.

Sophie lo pensó un momento. Por primera vez se le ocurrió que no debía haber muchas oportunidades de conocer gente allí. Había un pub en el pueblo, por supuesto, pero era una comunidad pequeña y apenas llegaban vecinos nuevos. En general, a la gente le gustaba el campo para pasar el fin de semana, pero no para vivir allí todo el tiempo.