Quizá no era fácil para Bram. Una podría pensar que para un hombre soltero, solvente de poco más de treinta años sería fácil encontrar novia, pensó Sophie, recordando las quejas de sus amigas en Londres, según las cuales no quedaba un solo hombre soltero que fuese decente. Pero para Bram, que era decente y honesto, debía ser difícil encontrar a alguien interesante en el pueblo. Aunque algún día sería un buen marido para cualquier mujer.

– Deberías ir a Londres. Allí se pegarían por ti.

– No valdría de nada si a la chica no le gusta la idea de vivir en un pueblo aislado -sonrió él-. Una chica que odie el frío, el viento y el barro no es para mí. Evidentemente, es ahí donde me he equivocado durante todos estos años. Desde Melissa, todas mis novias han sido chicas de ciudad, de modo que estaba buscando donde no debía. Lo que yo necesito es una chica de campo.

Sophie lo miró con afecto. Sí, una buena chica de campo era exactamente lo que Bram necesitaba. Tenía que haber alguien que quisiera casarse con él. Además de hacerse con un marido bueno y decente, tendría aquella agradable cocina y durante las frías noches de invierno podría cerrar las pesadas cortinas y sentarse con Bram frente a la chimenea, escuchando el crepitar de las brasas.

– Ojalá yo pudiera casarme contigo -suspiró.

Bram dejó su taza sobre la mesa, pensativo. Sólo el reloj de su madre rompía el silencio.

– ¿Y por qué no lo haces?

Sophie sonrió, insegura. Debía estar de broma.

– ¿Por qué no me caso contigo?

– Acabas de decir que te gustaría -le recordó él.

– Sí, pero quería decir… -Sophie estaba tan sorprendida por su repentina seriedad que no podía recordar por qué había dicho eso-. No lo decía en serio.

– ¿Por qué no?

– Pues… es evidente, ¿no? Porque no nos queremos.

– Yo te quiero -dijo Bram, tomando tranquilamente su té.

– Y yo te quiero a ti -se apresuró a decir Sophie-. Pero no… no como uno debe querer a la persona con la que se casa.

– ¿Quiere decir que no me quieres como querías a Nick?

Ella se puso colorada.

– O como tú querías a Melissa. Es diferente, tú lo sabes muy bien. Somos amigos, no amantes.

– Por eso podría salir bien -insistió Bram-. Los dos estamos en la misma situación, así que sabemos muy bien qué siente el otro.

Luego se quedó en silencio, ensimismado. Nunca se le había ocurrido pensar en casarse con Sophie, pero ahora le parecía lo más natural. ¿Por qué no se le había ocurrido antes?

– Si ninguno de los dos puede casarse con la persona que quiere, al menos nos tendríamos el uno al otro -intentó convencerla-. No sería ningún riesgo porque nos conocemos de toda la vida. Tú sabes cómo soy y yo sé cómo eres tú. No voy a salir corriendo cuando descubra tus irritantes costumbres, como haría un extraño.

Sophie, que estaba mojando una galleta en el té, se detuvo.

– ¿Qué costumbres irritantes?

– Bueno, irritante podría no ser la palabra -aclaró Bram, percibiendo que estaba en terreno peligroso-. Debería haber dicho… manías.

– ¿Qué manías? -insistió Sophie.

– Por ejemplo… cómo arrugas la cara mientras intentas decidir qué quieres tomar en el pub. Que siempre digas que no quieres patatas fritas y luego te comas las de los demás… o esos pendientes tan raros que llevas siempre.

Sophie se tapó las orejas con las manos. Su amiga Ella era diseñadora de joyas y le hacía los pendientes.

– ¿Qué tienen de raro?

Bram estudió las plumitas que colgaban de sus orejas. Aquellos pendientes eran discretos comparados con los que solía llevar.

– Debes admitir que no son muy normales.

– ¿Alguna cosa más? -preguntó Sophie, comiéndose la galleta.

– Bueno, por ejemplo que sueles comerte todas las galletas y luego te pasas el resto de la tarde quejándote porque vas a engordar.

Sophie, que iba a llevarse otra galleta a la boca, la dejó sobre el plato.

– ¿Quieres saber cuáles son tus costumbres irritantes?

– Dime la peor -sonrió Bram.

– Eres irritantemente tranquilo. Nunca le enfadas, nunca te indignas por nada, nunca te dejas llevar -Sophie se comió la galleta con un gesto desafiante-. No te imagino perdiendo el control.

– ¿No?

Se quedaron en silencio y, por alguna razón, Sophie se encontró a sí misma imaginando a Bram haciendo el amor. La imagen era desconcertantemente vivida. Empezaría despacio, con cuidado, pero a medida que la excitación aumentase… sí, entonces podría perder el control y…

Sophie se dio cuenta de se había puesto colorada. No le parecía bien pensar en Bram de esa forma. De modo que tomó otra galleta para tener algo que hacer.

– Muy bien, admito que tus costumbres no son tan irritantes como las mías.

– Pero nuestras costumbres, irritantes o no, no tienen por qué ser incompatibles, ¿no crees?

De nuevo se quedaron en silencio mientras Sophie miraba a Bram, convencida de que estaba bromeando,

– No lo estarás diciendo en serio, ¿verdad?

– ¿Por qué no nos enfrentamos con la realidad, Sophie? Ninguno de los dos ha encontrado a nadie especial y no parece posible que vayamos a casarnos con la persona que queremos. Podemos vivir solos el resto de nuestras vidas o vivir juntos. En nuestro matrimonio no habría una gran pasión, pero tendríamos amistad, compañía, consuelo. Eso también es importante. Yo necesito ayuda en la granja, además -dijo Bram entonces-. Sophie, me encantaría que te casaras conmigo. Necesito una mujer que entienda el campo y no tenga miedo de vivir aquí sola… alguien que pueda ayudarme a llevar la granja. Una compañera, además de una esposa. Alguien como tú. Y tú…tú tampoco puedes tener lo que quieres, pero has dicho que echas de menos vivir aquí y que no te gusta Londres. Conmigo podrías vivir aquí. La granja Haw Gilí sería tu casa tanto como la mía. Y podrías poner tu torno en uno de los graneros y seguir trabajando con la arcilla -los ojos azules se posaron en ella-. Ninguno de los dos tendría lo que siempre ha querido, pero al menos tendríamos algo. Los finales felices sólo existen en las películas, Sophie. Y no seríamos los primeros en hacerlo.

– Pero entonces le diríamos adiós a nuestros sueños para siempre -protestó ella.

– Llegar a un compromiso significa tener algo en lugar de no tener nada -replicó Bram-. Y serviría para solucionar tu problema en Navidad, por ejemplo. Tú misma has dicho que no puedes pasar las navidades con tus padres a menos que tengas un novio. ¿Por qué no puedo ser yo?

– Pues… porque todo el mundo te conoce.

– ¿Y?

– Todo el mundo sabe que somos amigos. Nadie creería que, de repente, nos hemos enamorado -protestó Sophie-. Además, ya le he dicho a mi madre que estoy enamorada de otro.

– Pero no le has dicho quién es, ¿no? Ese otro podría ser yo.

– Pero si fueras tú se lo habría contado -respondió ella, sorprendida por su insistencia y aún convencida de que estaba de broma.

– ¿Por qué? Acabamos de enamorarnos y tenemos que hacemos a la idea -se encogió él de hombros-. No iríamos por ahí contándoselo a todo el mundo.

Sophie lo miró, escéptica.

– O sea, que tenemos que esperar que mis padres y todos los que nos conocen de toda la vida crean que, de repente, nos hemos enamorado, ¿no?

Bram volvió a encogerse de hombros.

– Esas cosas pasan. Yo creo que es posible mirar a una persona a la que conoces desde siempre y, de repente, verla de otra forma.

Recordó entonces lo desconcertado que se había sentido un año antes, cuando le habló de Nick. O cuando estaban en la valla, unas horas antes, y Sophie se apoyó en su hombro. Claro que eso no era lo mismo que enamorarse de ella, pero había sido algo chocante.

– La gente cambia. A veces cuando menos te lo esperas.

– Sí, supongo que sí -asintió ella, pensativa-. Pero no me imagino a mí misma enamorándome de esa forma.

No podía ni imaginarlo. Con Nick, había sido amor a primera vista. ¿Cómo podía ser lo mismo si conocía a la otra persona de toda la vida?

Bram, por ejemplo. Sería rarísimo. Tenía la misma nariz de siempre, la misma boca… no había nada feo en sus facciones, pero tampoco nada especial. Nada que le acelerase el corazón.

Aunque, para ser justa, siempre le habían encantado sus ojos. Eran profundos, de un azul tan claro como el cielo, con un perpetuo brillo burlón.

Y ahora que lo miraba detenidamente, tenía una boca interesante. Curioso que no se hubiera dado cuenta antes, pensó. Debía ser porque estaban hablando de casarse. Nunca se había fijado en la boca de Bram. Tenía algo que la hacía sentir… no excitada, no, ésa no era la palabra. Turbada tampoco. La hacía sentir un poco desconcertada.

¿Le parecía sexy?

Horrorizada, Sophie sacudió la cabeza. Estaba mirando a Bram, a su amigo Bram. Y era absurdo mirarlo de esa forma. No debería estar pensando en sus ojos ni en su boca. No de ese modo, al menos.

– Si estuviéramos prometidos, tendrías la excusa perfecta para quedarte aquí conmigo y no en casa de tus padres -siguió él, sin embargo-. Por supuesto, tendrías que ver a Nick, pero sólo en el cumpleaños de tu padre y en la comida de Navidad. Podrías marcharte cuando quisieras… siempre podemos inventar alguna crisis en mi granja. Ya sabes que aquí no faltan problemas.

Sería más fácil pasar las navidades con Bram, desde luego. Era un hombre tan tranquilo, tan seguro de sí mismo, que siempre se podía confiar en él para romper un silencio incómodo o para evitar la tensión con alguna nota de humor, cualidades que le serían necesarias durante la comida de Navidad.

Su presencia también lo haría todo más fácil para Melissa. Sophie sabía que su hermana se sentía culpable y quizá si pensaba que había encontrado la felicidad con Bram podría tranquilizarse y disfrutar de su matrimonio.

¿Y Nick? ¿Qué pensaría él? ¿Se alegraría de que hubiese encontrado a alguien?

No tenía que adivinar lo que sentiría su madre si le dijeran que estaban comprometidos. Harriet estaría en las nubes. No sólo habría conseguido reunir a todo el mundo, sino que tendría otra boda que organizar para el año siguiente. Sería el mejor regalo de Navidad que Sophie podría hacerle.

Su padre también se alegraría mucho, naturalmente.

Sí, sería más fácil para todo el mundo si dijera que iba a casarse con Bram.

Pero ¿podía casarse con él sólo para hacer feliz a su familia?

Sophie empezó a jugar con su taza.

¿Podría funcionar? ¿Cómo sería estar casada con Bram? Nunca había pensado en él más que como un amigo. ¿Qué tal sería como marido? ¿Y como amante?

Sin pensar, estudió su boca. Era firme, serena. ¿Cómo sería besarlo? Y esas manos grandes, cuadradas… Lo había visto ayudando a traer un corderito al mundo, pasando la mano delicadamente por la cabeza de una vaca, arreglando el motor del tractor. Pero nunca las había sentido sobre su piel. ¿Cómo sería?

Esa idea la hizo sentir incómoda.

– Esto es absurdo -dijo entonces-. No puedo creer que estés hablando en serio de casarnos sólo para evitar que haya silencios incómodos el día de Navidad.

– Yo estaba pensando más bien en evitar silencios incómodos en la vida -contestó Bram.

– No podríamos hacerlo.

– ¿No?

– No -contestó Sophie-. No podríamos. Sé que tendría muchas ventajas, pero… no sé. Tampoco yo quiero vivir sola toda mi vida y acabar amargada, pero no sería justo. Me importas demasiado como para casarme contigo cuando sabes lo que siento por Nick. Tú mereces algo mejor.

– ¿Mejor en qué sentido? -preguntó Bram, sorprendido porque su negativa lo había decepcionado más de lo que esperaba.

Era curioso. Una hora antes la idea de casarse con Sophie jamás se le habría pasado por la cabeza, pero ahora le parecía una de las mejores ideas que había tenido nunca.

– Tú mereces algo mejor que un segundo plato -contestó ella-. Mereces alguien que te quiera con todo su corazón, y estoy segura de que, tarde o temprano, conocerás a una mujer así. Tú serás su roca y ella será tu estrella y seréis felices para siempre. Y entonces me agradecerás que no me casara contigo -Sophie se levantó y lo abrazó por detrás para darle un beso en la mejilla-. Tú eres mi mejor amigo -le dijo al oído. Bram cerró los ojos, sorprendido por el desconcierto y la turbación que su proximidad lo hacía sentir-. Sé que estás intentando ayudarme, pero tienes que pensar en ti mismo. Me gustaría que las cosas fueran de otra forma, Bram, pero… son como son.

Él levantó una mano para apretar la suya, pero le costó trabajo hablar porque tenía un nudo en la garganta.

– A mí también -dijo por fin.

Capítulo 3

HARRIET Beckwith salió de la cocina en cuanto oyó a Sophie entrar por la puerta. A pesar de llevar un mandil y un rodillo de amasar en la mano, era la antítesis de «la mujer del granjero». Su madre era una mujer atractiva, siempre bien arreglada y sin un pelo fuera de su sitio.