Después de una hora aún no la habían llamado, y Jane lo tomó como mala señal. El teléfono sonó.

– ¿Sí? -dijo ella con voz tensa.

– El señor Grant está aquí -le dijo a Jane su secretaria-. ¿Puede verte?

– Si, dile que pase.

Kenneth apareció sonriente.

– No estoy citado, pero seré breve -dijo Kenneth-. Mi madre quiere que pases tus vacaciones con nosotros.

– Es muy amable de su parte, pero…

– Sabe cómo están las cosas entre los dos y espera que ultimemos los detalles cuanto antes.

– Espera un momento, no sé de qué estás hablando -protestó Jane-. ¿Podrías decirme cómo están las cosas entre los dos?

– Estoy hablando de nuestro matrimonio.

– ¿De nuestro qué? Es la primera noticia que tengo de que vamos a casarnos.

– Bueno, ya sé que no me he arrodillado para pedírtelo, pero…

– Ni siquiera lo habías mencionado.

– Creí que se daba por entendido. Estamos hechos el uno para el otro…

– Kenneth, no voy a casarme contigo. Siento mucho que creyeras lo contrario.

La sonrisa de Kenneth siguió ahí.

– No es mi intención presionarte, no tomes ninguna decisión todavía. Pasa unos días en mi casa y cuando te des cuenta de lo bien que encajamos…

– No puedo casarme contigo porque encaje en tu casa.

– Creo que me he expresado mal…

– Da igual, no te molestes. Me voy con… un amigo.

Kenneth apretó los labios.

– ¿Con un hombre?

– Sí, claro que con un hombre -un súbito espíritu de rebeldía se apoderó de ella-. Se dedica a viajar por todo el país montando fuegos artificiales. Me voy con él a pasar un mes.

Kenneth se la quedó mirando.

– ¿Has perdido el juicio?

– Sí, exactamente, lo he perdido. Eso es exactamente lo que he hecho, he perdido el juicio y estoy encantada.

– Pero… esto no es propio de ti.

De repente, Jane comprendió cómo se sentía Sarah.

– Es lo mismo, Kenneth. No voy a casarme contigo.

El la miró con expresión paternalista.

– Adiós, querida. No hagas una tontería como pedir a la oficina central cuatro semanas seguidas de vacaciones, tu reputación jamás se recuperaría.

Kenneth se marchó antes de que ella pudiera expresar su indignación.

Recuperando la compostura, Jane llamó a su secretaria por el teléfono interno.

– ¿Podrías traerme un café, por favor?

– Ahora mismo -respondió su secretaria-. A propósito, han llamado de la oficina central y han dicho que no hay problema, que puedes tomarte cuatro semanas de vacaciones.

Una semana más tarde, Jane estaba en el vestíbulo de su casa rodeada de bolsas de viaje lista para embarcarse en una verdadera aventura. Quizá sólo fuesen cuatro semanas viajando en una caravana, pero a ella le parecía el viaje de su vida.

Gil apareció y bajó las bolsas. Jane, algo nerviosa, miró a su alrededor.

– No te preocupes, no se te ha olvidado nada -le dijo Sarah, interpretando su expresión correctamente-. Vamos, vete y disfruta.

Jane abrazó a su abuela, pero una voz desde la puerta interrumpió el momento.

– Oh, menos mal que he llegado a tiempo.

– ¡Kenneth! -exclamó Jane-. ¿Qué estás haciendo aquí?

– He venido como amigo -dijo él en tono grave-. He venido porque estoy preocupado por ti. Buenos días, señora Landers.

– Es un placer verte, Kenneth -dijo Sarah educadamente, pero con falsedad.

– Por favor, permítame que le diga que siento mucho los recientes y desgraciados acontecimientos en su vida, espero que todo acabe bien.

– ¡Desgraciados acontecimientos! ¿De qué estás hablando? -preguntó Sarah-. Lo estoy pasando de maravilla.

Kenneth sonrió como si comprendiese perfectamente.

– Tiene usted mucho valor. Me alegra saber que Jane cuenta con usted. De todos modos, me sorprende que no la haya disuadido de hacer este viaje, pero…

– No sólo no la he disuadido, sino que la he animado a que lo hiciera -dijo Sarah con vehemencia-. Me gusta mucho Gil.

– Bueno, por supuesto, si usted lo conoce y le parece bien…

– Es un hombre excelente -declaró Sarah.

Gil apareció en ese momento. Se dio cuenta de la escena y en sus ojos apareció un brillo burlón y travieso. Al momento, se apoyó en la puerta con aire de chulo.

– Eh, Jane, ¿qué pasa? ¿Vienes o no, colega?

Jane hizo un verdadero esfuerzo por no echarse a reír.

– Kenneth, éste es Gil. Gil, te presento a Kenneth.

Gil se examinó las manos ostensiblemente; después, se las limpió en los pantalones y luego extendió una para estrechar la de Kenneth, quien respondió con desgana.

– ¿Ese carro que hay ahí abajo es suyo? -preguntó Gil-. Hablo del azul.

– Tengo un Mercedes azul -confirmó Kenneth.

– No está mal el cacharro. No es birlado, ¿verdad?

– Si se refiere a si no es robado, la respuesta es no.

– Le doy mil libras por él.

Kenneth se volvió a Jane.

– Creí que tenías mejor gusto -murmuró Kenneht-. Adiós, buenos días.

La puerta se cerró tras él.

– Gil, querido, no ha estado bien lo que has hecho -le reprochó Sarah con cariño.

– Lo sé, pero no he podido resistirlo. Estaba claro que esperaba encontrarse lo peor, y cuando tú le has dicho que yo era un hombre encantador… no he podido evitarlo.

– Bueno, marchaos ahora mismo de aquí -les ordenó Sarah.

– Jane, ¿estás lista?

– Sí -respondió ella-. Sarah, ¿en serio vas a estar bien?

– Perfectamente cariño. Vamos, marchad ya.

– Está bien, está bien. Ah, un momento, no te olvides de…

– Gil, llévatela de aquí ahora mismo.

Sonriendo, Gil agarró a Jane del brazo.

– Eh, ¿qué es eso? -preguntó Gil al notarle un bulto en el bolsillo.

– Mi teléfono móvil.

– Déjalo en casa.

– Es muy útil si…

– Sí, muy útil para mantenerte en contacto con el banco. Déjalo. No necesitas hablar con nadie que quiera hablar contigo. Toma, Sal, atrápalo.

Con gran indignación, Jane vio a Gil tirar el teléfono para que Sarah lo pillara al vuelo, y ella lo agarró.

– Llévatela, Gil -repitió Sarah.

Gil le echó un beso al vuelo también y sacó a Jane de la casa; después, cerró la puerta.

– ¡Qué atrevimiento!

– Sí, de acuerdo.

– Gil, espera un momento, tengo que ver si he…

– Olvídalo.

Gil tiró de ella hacia el ascensor.

– ¡Eh! -protestó Jane.

– Si no tomo medidas drásticas, aún estaremos aquí esta noche.

Tan pronto como entraron en el ascensor, Gil la estrechó en sus brazos.

– Aquí no nos podemos besar bien, pero haremos lo que podamos -le murmuró él junto a los labios.

– Sí, sí…

Perdida en aquel placer, no notaron que habían llegado abajo y que las puertas se abrieron, ni oyeron un jadeó de reproche. Por fin, algo en el tenso silencio, se hizo notar.

– Hola, Kenneth -dijo Gil en tono amistoso mientras salía del ascensor con Jane.

Kenneth la sujetó por el brazo.

– He venido aquí a hacerte entrar en razón, a decirte que aún no es demasiado tarde si…

– No, es demasiado tarde desde hace mucho tiempo -le dijo ella-. Esto es lo que intentaba explicarte el otro día. Adiós, Kenneth. Olvídame y búscate a una mujer digna de ti.

Aún en una nube de felicidad, dejó que Gil la llevase hasta el vehículo. Al cabo de unos minutos, estaban de camino.

– Es extraño -dijo Jane-. Debería avergonzarme de mí misma, pero no lo estoy. Oh, esto va a ser maravilloso.

– Cariño, tengo que confesarte algo -dijo Gil tímidamente.

– ¿Qué?

– Mira en la parte de atrás.

Jane se volvió y se encontró con los ojos fijos en los de un perro de caza.

– Se llama Perry -dijo Gil.

– No me habías hablado de la ganadería.

– No sabía cómo ibas a reaccionar. No eres alérgica a los perros, ¿verdad?

– ¡Y ahora me lo preguntas! No, no soy alérgica a los perros, la verdad es que me gustan.

– Perry tiene muy buen carácter -le aseguró Gil.

Al examinar la cabeza marrón, cerca de la suya, Jane vio que los ojos de Perry eran inteligentes y cariñosos. Cuando extendió la mano con gesto vacilante; al momento, el perro le puso la cabeza encima.

– No sabía que tenías un perro -dijo ella-. ¿Cómo es que no lo había visto antes?

– Bueno… la verdad es que no es realmente mío, aunque… En fin, supongo que ahora sí es mío.

– ¿Puedes explicarte un poco mejor?

– No, me temo que no. Digamos que es mío.

– ¿Y de dónde ha sacado ese nombre?

– Es el diminutivo de Pendes.

Jane lanzó una carcajada.

– ¿Pericles? ¿Que le llamas a un perro Pendes?

– He conseguido abreviarlo y dejarlo en Perry, pero el perro no está dispuesto a hacerme más concesiones.

Una de las bolsas de Gil que habían dejado en el asiento trasero tenía bocadillos para el almuerzo, y Perry pronto mostró su interés en la bolsa. Jane trató de resolver el problema poniéndose la bolsa encima, pero sólo consiguió que la situación empeorase. Al final, sacó los bocadillos y se los dio a Perry; tras ese gesto, la paz volvió a reinar.

Capítulo 6

El cielo estaba encapotado cuando comenzaron el viaje; pero al dejar Wellhampton atrás, salió el sol, iluminando el paisaje con una luz dorada. Era como una promesa de felicidad futura, pensó Jane contenta.

– Hoy tenemos que hacer unos trescientos kilómetros -le dijo Gil-. Hay fiestas en una ciudad, duran tres días y tenemos que montar fuegos artificiales las tres noches para cerrar la fiesta. Hoy sólo vamos a reconocer el terreno y a planear el montaje. Luego te enseñaré las tablas donde lo planifico todo.

– ¿Te refieres a lo que haces con el ordenador? A propósito, no me has dicho nada del ordenador.

De repente, Gil pareció incómodo.

– Bueno, la verdad es que…

– ¿Qué?

– Cuando fui a comprar los cohetes, en la tienda tenían nuevo material, lo último. Ya verás el tamaño de los cohetes y los colores, increíbles. Voy a ser el primero en utilizar este material nuevo y, con ellos, me pondré a la cabeza la gente en este negocio.»El ordenador me habría hecho más fácil organizarlo todo, pero no habría mejorado los fuegos propiamente dichos. Con estos nuevos cohetes, el espectáculo será mejor. La verdad es que no tenía alternativa. Jane, no te he engañado, en serio quería comprarme un ordenador; pero cuando terminé de comprar los nuevos cohetes ya no me quedaba dinero para nada más.

– No te disculpes -dijo ella, riendo-; al fin y al cabo, querías dinero para mejorar el espectáculo. En qué lo gastas es cosa tuya. Además, como tú has dicho, si tienes que elegir, es más lógico que elijas cohetes mejores y mayores.

– Eres un ángel. Lo que pasa es que…

– ¿Qué?

– Que con estos nuevos cohetes tengo que trabajar el doble que con los otros… tenemos que trabajar el doble. No sabes cuánto me alegro de que hayas decidido venir conmigo.

– Ya. Quieres decir que nada de escenas románticas a la luz de la luna y nada de… «qué maravilla estar a solas contigo, cariño». ¿No es eso?

– Claro que no -respondió él con expresión horrorizada-. Tú estás aquí porque eres útil, ¿es que no te lo había dicho?

– No, se te había olvidado mencionar ese pequeño detalle.

Se echaron a reír. Después, Jane guardó silencio y volvió la cabeza para contemplarlo.

Quería hacer el amor con Gil, descubrir si era verdad lo que prometían sus besos. Y pronto. Aquel hombre era todo suyo; al menos, durante unos días.

– Vamos a tener que pensar en comer algo pronto -dijo él.

– ¿Tienes idea de dónde?

– No.

– Estupendo.

Pararon en un pub de la carretera. Era una construcción con estructura de madera de roble y cestas de flores adornando la fachada. Perry salió de la camioneta y miró a su alrededor; rápidamente, Gil le puso el collar y la cadena.

– Invito yo -anunció Jane.

– De acuerdo. Mientras tú pides la comida, yo voy a llevar a Perry allí -dijo Gil señalando unos árboles-. Pídeme lo que tengan de menú del día y un zumo de naranja. Vamos, Perry.

Jane entró en el pub y pidió pastel de carne y zumo de naranja para los dos. Cuando salió del pub con la comida, los dos volvían de los árboles. Gil iba delante y Perry, que era todo músculos, iba detrás y parecía negarse a avanzar. Gil se paraba de vez en cuando y regañaba a su compañero. Jane no pudo oír lo que decía, pero se daba cuenta de que las dos partes eran obstinadas. Perry movió la nariz; evidentemente, había olido la comida.

Gil la vio mirándolos y se paró para con un gesto, mostrar su desesperación con el perro. Fue una equivocación. Perry aprovechó la ocasión para echarse a correr con todas sus fuerzas en la dirección que él quería y casi le arrancó el brazo a Gil.

Fue Jane quien salvó la situación. De repente, inspirada corrió hacia ellos con los pasteles de carne, y la reacción de Perry fue la esperada: frenó volvió la cabeza hacia Jane, esta se dirigió a la caravana: cuando llegó, Perry le dio alcance, se tragó un pastel de carne entero y tuvieron que sujetarle para que no se comiera el plato de cartón.