– ¿De quién era ese plato? -preguntó Gil, frotándose el hombro.
– Mío -le aseguró ella-. Este es el tuyo… ¡Perry! Bueno, era el tuyo. Espera, voy a por más.
– No, iré yo -dijo Gil-. Tú quédate con este perro del infierno.
– Me habías dicho que tenía muy buen carácter.
– Tiene muy buen carácter, y también tiene la fuerza de un buey, la mentalidad de un niño y ningún sentido de la responsabilidad -Gil le dio a Jane la correa del collar-. Toma, es todo tuyo. Me voy a por la comida.
– Será mejor que pidas para tres -le sugirió ella.
– Sí, tienes razón.
– Pobrecito -le dijo Jane al perro cuando Gil se hubo alejado-. ¡Mira que llamarte perro del infierno! Sólo estabas siguiendo tus instintos, ¿verdad?
El perro, lloroso, reposó la cabeza en las piernas de Jane y la miró con expresión de depositar su confianza en ella. Jane le rascó la cabeza hasta que Gil volvió con más comida.
– Lo más seguro es que Perry tenga sed dijo Jane-. ¿Dónde tiene el cacharro del agua?
– No tiene -contestó Gil.
– ¿Cómo es que no…?
– Sólo lleva conmigo unas horas. Con las prisas no he…
– De acuerdo, voy a solucionarlo.
Jane se marchó. El dueño del pub le dio el bol que tenía para el agua de su perro y ella lo llenó. Perry bebió hasta vaciar el bol. Después, comió lo que Gil le había llevado, les pidió a los dos más comida y, por fin, satisfecho, se tumbó a descansar.
Cuando terminaron de comer, Jane volvió la cabeza a su alrededor, examinando el interior de la caravana. Estaba muy limpia, pero no sabía dónde iban a dormir casi no había espacio.
– Por la noche, el tablero de la mesa se pega a la pared -dijo Gil a sus espaldas-. Así, los dos sofás se convierten en dos camas. No hay mucho espacio entre ellos, pero lo suficiente para entrar y salir. ¿Te parece bien?
– Sí bien -dijo ella tratando de mostrar algo de entusiasmo.
Sin embargo, Jane no había esperado las dos camas.
– Creo que deberíamos ponernos en marcha ya -dijo Gil.
– ¿Dónde está Perry?
– Lo he dejado durmiendo ahí fuera.
– Pues no está.
Encontraron a Perry en el jardín posterior del pub, comiendo helado que unos niños le estaban dando. Cerca, un hombre de mediana edad le dijo a su esposa:
– Pobre animal, el dueño no debe darle de comer.
– Si, desde luego -dijo Gil-. Tres porciones de pastel de carne es demasiado poco. Ven aquí, animal desagradecido.
A los pocos minutos, estaban de nuevo en la carretera. Perry roncaba sonoramente en la parte trasera. Su destino era Dellbrough, una ciudad del interior de Inglaterra rodeada de granjas agrícolas. Cuando llegaron al recinto donde se iban a celebrar las fiestas, descubrieron que ya habían montado muchas tiendas. Un hombre les condujo hacia la parte de atrás del recinto y les mostró un espacio abierto donde podían quedarse.
– Me llamo Hastings -dijo cuando salieron del coche-. El ayuntamiento me ha enviado aquí para ayudarles en lo que necesiten. ¿Les parece bien este lugar para acampar? Hemos seguido las instrucciones que nos envió por correo.
– Perfecto -contestó Gil mirando a su alrededor-. Apartado de los árboles y los edificios. ¿Han colocado los andamios como les dije?
– Mañana vendrán unos chicos con los andamios. ¿Tenía un plan exacto?
Gil sacó un papel lleno de líneas, puntos y cruces.
– Verá, es así…
Jane le puso a Perry el collar y los dos se marcharon a dar una vuelta. Encontraron una pequeña hilera de tiendas y allí Jane compró cuencos para la comida y el agua del perro, también unos botes de comida de perro, galletas y una pelota de goma; después, se fue a comprar algo de comer para ella y Gil. Se había dado cuenta de que en la caravana no había muchos alimentos, por lo que compró filetes, verduras para ensalada, vino, café, leche, más té, bacón y huevos.
Volvió media hora más tarde y, al contrario de lo que había creído, Jack Hastings aún seguía allí enzarzado en una charla técnica. Jane observó con fascinación el cambio de Gil. Sabía que podía comportarse como un dictador mientras trabajaba, pero ahora se portaba de una manera distinta. Tenía autoridad y, aunque daba instrucciones con voz queda, parecía un hombre acostumbrado a que se obedecieran sus órdenes. Ofrecía un gran contraste con la apariencia desenfadada y despreocupada que ofrecía a la gente y a ella en particular. De nuevo, Jane pensó en lo misterioso que era.
Cuando Jack Hastings se marchó por fin, Jane dijo:
– Ahora, a cenar.
– Todavía no -respondió Gil mirando sus papeles-. Antes quiero enseñarte unas cosas.
Jane y Perry intercambiaron unas miradas y se acercaron el uno al otro.
– Tenemos hambre -dijo ella con firmeza.
Gil reconsideró sus fuerzas.
– En ese caso, me rindo. Pero no tenemos casi nada de comida, tenemos que ir a comprar algo antes.
– Hay un montón de comida. ¿Dónde crees que he estado este rato?
El pareció sorprendido.
– ¿Es que te habías ido?
Jane apretó los dientes.
– Ni siquiera ha notado que nos hemos ido -le informó a Perry-. ¿Qué te parece?
Perro bostezó.
– Estoy totalmente de acuerdo contigo -le dijo ella.
– Lo siento -Gil se disculpó con una sonrisa maliciosa; después, la siguió a la caravana-, ¿Qué puedo hacer para expiar mis pecados?
– Toma -le dijo Jane, dándole las cosas que había comprado para Perry-. Tú le das de comer a él y yo preparo la comida para nosotros.
Mientras Jane cocinaba, Gil sacó unos papeles llenos de símbolos y garabatos y le explicó que se trataba de los planos del espectáculo. Cuando ella le dijo que el filete estaba listo, Gil apartó los papeles, pero no muy lejos.
Las cosas no iban a ser como había esperado, reflexionó Jane apesadumbrada. Cierto era que Gil sonreía tiernamente y le alabó cómo había preparado el filete, pero la conversación se centró en fuegos artificiales y a Gil no dejaban de ocurrírsele nuevas ideas que tenía que anotar en un papel antes de que se le olvidase.
Pronto, Jane se encontró realmente fascinada sin embargo, no pudo evitar sentir cierta desilusión. No había ido allí porque le gustaran los fuegos artificiales, sino por Gil. Pero él parecía distante, en otro lugar.
Después de la cena, Gil se portó muy bien; le ayudó a fregar y a recoger. Le enseñó dónde estaban las ropas de cama y dijo con estudiada ligereza.
– Le voy a dar un paseo a Perry mientras tú… Bueno, venga, vamos, perro.
Los dos se marcharon dejando a Jane indignada. En vez de quitarle la ropa prenda por prenda en medio de una romántica seducción, se había marchado para dejarla desnudarse a solas hasta meterse a salvo en la cama.
Jane hizo las dos camas con innecesaria violencia, para soltar su frustración, golpeó las almohadas.
Cuando Gil volvió, ella ya estaba acostada y con los ojos cerrados. Los habría abierto si él hubiera mostrado algún interés en ella, pero parecía más preocupado por instalar a Perry; al perro parecía desagradarle la falta de espacio y no hacía más que intentar salir de allí. Por fin, perro y amo se marcharon y, tras unos minutos, Gil volvió solo. Se había puesto un pijama detrás de una cortina, se metió en la cama y apagó la luz.
– ¿Qué has hecho con Perry? -preguntó ella tras unos momentos.
– He puesto una manta en el suelo, debajo de la caravana, y a él encima. Le gusta dormir al aire libre.
– ¿Y si se marcha?
– No puede, le he atado a la caravana. ¿Estás cómoda?
– Sí, mucho, gracias.
– ¿No te resulta demasiado corta la cama?
– No, en absoluto.
«Sólo solitaria», pensó ella con tristeza.
– ¿Tienes suficientes mantas?
– Sí.
– Estupendo.
– Sí.
– Buenas noches.
– Buenas noches.
A pesar de su indignación, Jane estaba cansada y pronto se durmió con la cabeza llena de Gil… de cómo se sentiría en sus brazos, de cómo le vibraría el cuerpo con la pasión.
Asustada, abrió los ojos y se dio cuenta de que la vibración era real. La caravana entera se sacudía.
– ¿Qué pasa? -preguntó ella.
Oyó la risa de Gil en la oscuridad.
– Perry. No hay mucho espacio debajo de la caravana, así que me temo que nos vamos a enterar cada vez que se mueva.
– ¿Qué está haciendo?
– Se estará rascando.
Jane murmuró una maldición. ¡Vaya un romance!
– Bueno, ya se ha quedado quieto -dijo Gil-. Buenas noches.
– ¡Buenas noches!
A la mañana siguiente, Jane se levantó, se puso una bata de algodón encima del camisón y salió afuera. Aun era temprano, el sol se había levantado hacía poco y el aire era fresco y limpio. Y allí, con los pantalones del pijama solo y bailando sobre la hierba, estaba su amado. Jane lo contempló con cariño mientras él alzaba los brazos hacia el cielo como si quisiera abrazar el mundo entero.
Perry saltaba a su alrededor ladrando, y hombre y perro continuaron girando el uno alrededor del otro, gritando al unísono. Cuando Gil vio a Jane, corrió hacia la caravana.
– Mira -dijo él excitado señalando el campo entero-. ¿No es maravilloso?
– Es sólo un campo de pastos -contestó ella, riendo.
– ¿Sólo un campo de pastos? ¿Dónde tienes los ojos? Eso es como decir que el lienzo de un pintor es sólo un trozo de tela dura. Este es mi lienzo, aquí voy a pintar.
Gil le tomó una mano y tiró de ella.
– No, Gil, estoy descalza -protestó Jane.
Al instante, la alzó en sus brazos y dio vueltas con ella hasta marearla.
– Allí van a estar los espectadores, detrás de una cuerda de protección -dijo Gil después de pararse, de cara a unas tiendas de campaña-. Hasta la cuerda siguiente, habrá unos treinta metros, es la zona de seguridad. Y a otros treinta metros, justo donde estamos ahora, es el sitio desde donde voy a lanzar los cohetes. Y luego, a nuestra espalda, habrá otro espacio vacío que es donde caen los cohetes que se lanzan.
Gil la besó vigorosamente.
– ¿Estás preparada para un día de trabajo de verdad?
– Me parece que no me va a quedar más remedio. ¿Te importa si desayunamos primero?
– Te doy cinco minutos.
– Qué amable.
Mientras Jane preparaba el desayuno, Gil examinó sus planos y no dejó de hacer comentarios. Desayunaron con hambre. De vez en cuando, Gil hacía alguna anotación tras un momento de inspiración. Para cuando terminaron de desayunar, había rellenado otra media hoja de papel.
Aquella mañana fue algo terrible. Llegaron tres empleados del ayuntamiento y comenzaron a levantar un andamio según las instrucciones que Gil les iba dando. Al igual que el día anterior, su autoridad natural se impuso mientras insistía en que se le obedeciera hasta en el mínimo detalle, y aquellos que intentaron saltarse alguno sin importancia, tuvieron que volver a hacer el trabajo.
– No se le escapa nada. ¿verdad? -observó uno de los empleados con cierto resentimiento-. Lo siento por usted, señora. ¿Con usted es también así de autoritario?
– ¿Conmigo? -Jane lanzó un suspiro-. Se le ha olvidado que existo.
Jane se arrepintió de sus palabras cuando Gil la mandó al campo a cavar pequeños hoyos desde donde se iban a lanzar los cohetes.
– De quince centímetros de profundidad por lo menos y de nueve de ancho. Y ladeados, hacia el lado opuesto a los espectadores.
Jane hizo lo que pudo, pero cuando Gil fue a inspeccionar lo que había hecho, dijo críticamente:
– Demasiados anchos.
– Son nueve centímetros.
– Son, por lo menos, once o doce.
– Nueve u once, qué más da.
– No, no vale. Demasiado ancho es tan malo como demasiado estrecho. El tubo tiene que entrar ajustado, no puede quedar holgura porque el casquillo podría ir en dirección contraria. Vuelve a llenar los agujeros y haz nuevos a unos centímetros de los que ha cavado.
– ¡Sí, señor!
– Ah, otra cosa, esta hierba está bastante alta, será mejor que la cortes donde vayas a cavar el agujero.
– ¿Algo más?
Gil sonrió y le besó la punta de la nariz.
– Si se me ocurre algo más, te lo diré -contestó Gil en tono provocativo.
Al instante, se dio media vuelta y se olvidó de ella.
Jane pidió prestadas unas cizallas para cortar la hierba a uno de los empleados del ayuntamiento y se puso a trabajar de nuevo, pensando que no había emprendido aquel viaje para eso. Para mayor frustración, Perry insistió en unirse a ella en la tarea, con lo que, de vez en cuando, Jane tenía que pararse para no correr el riesgo de cortarle una oreja.
– Vamos, vete, tontaina -le dijo por fin con enfado.
Perry se marchó, la imagen viva del pesar, pero volvió en cuestión de segundos. Jane cayó hasta asegurarse de que, esta vez, el agujero era perfecto; después, llamó a Gil para recibir su aprobación.
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