La señora Delford la miró con curiosidad.
– Habla usted como una mujer con educación. ¿Cómo es que va por ahí con ese hombre de reputación dudosa?
– Estoy de vacaciones -dijo Jane-. En realidad, soy directora de una sucursal bancaria.
La otra mujer no contestó, pero arqueó las cejas con expresión incrédula. Evidentemente, no la había creído.
La señora Delford dejó su vaso de té.
– Bueno, creo que será mejor que me vaya a la cama para tranquilizarme, la boda me tiene muy nerviosa.
Se despidieron y Jane volvió a la caravana sigilosamente. Gil acababa de despertarse.
– ¿Adónde has ido? -murmuró él cuando ella se metió en la cama.
– He ido a dar un paseo y me encontrado con la señora Delford, que me ha presentado a una de sus bassets, una perrita encantadora que se llama Tilly. Mañana también va a ser el gran día para ella, va a recibir a su novio, Perry, márchate de aquí. ¿Qué te pasa esta noche?
– ¿Has estado acariciando a Tilly? -le preguntó Gil a Jane con una carcajada.
– Sí. ¡Oh, Dios mío! Vete, Perry. Y mañana pórtate bien. Esta dama es una aristócrata, no se junta con los de tu ralea.
Al cabo de un rato, Jane consiguió convencerle para que se bajara de la cama y el perro se tumbó en el suelo lanzando un suspiro de tristeza.
Capítulo 9
Era un día perfecto para una boda. El sol caía de plano sobre la lujosa carpa en la que iba a celebrarse la boda. Llegaron furgonetas con flores y comida, y los camareros colocaron las mesas y las cubrieron con manteles blancos.
Jane, ignorando las protestas de Perry, lo encerró en la caravana y comenzó a llevar cajas con cohetes y fuegos artificiales al lugar donde iban a lanzarlos. Durante las horas siguientes, trabajó cavando agujeros y rellenándolos. Gil estaba levantando el andamio, un jardinero le ayudaba.
A las tres de la tarde, la comitiva nupcial salió para la iglesia. Dos horas más tarde, el primer coche volvió. Los camareros se detuvieron. El coche se detuvo, y Patricia era como una visión blanca con luz propia.
– Vamos a parar para comer algo y para descansar -dijo Gil.
Comieron beicon y huevos. Desde la carpa se oían voces, brindis y risas. Jane pensó que aquella era la clase de boda que habría tenido de haberse casado con Kenneth. Pero con Gil… ¿cómo sería su boda? ¿Se casarían? Se tocó el anillo de plástico. Gil no le había mencionado el matrimonio, pero le había puesto el anillo en el dedo adecuado y también le había dicho que sus intenciones eran honorables.
Cuando empezó a oscurecer, la banda de música entró en acción y la gente bailó en los jardines. Había lámparas de colores colgadas de los árboles y algunas parejas se paseaban agarradas del brazo.
– ¿Me concedes este baile? -le preguntó Gil, haciendo una reverencia-. No tenemos que ponernos en marcha hasta un poco más tarde.
Bailaron y Jane se sintió feliz. En la distancia, vio llegar un coche, y vio a la señora Delford salir a recibirle. Un hombre salió del coche con un magnífico basset.
– Me parece que ya ha llegado el novio -murmuró Jane.
– ¿Qué? Oh, ese novio. El que le ha chafado los planes a Perry. A propósito de Perry, creo que será mejor que le saquemos a dar un paseo antes de la función.
– Sí, creo que deberíamos hacerlo.
Con desgana, Jane se soltó de Gil y fue a la caravana. Al llegar a la puerta, se quedó helada.
– Gil, la puerta está abierta.
– No puede ser, la he cerrado.
– ¿Con cerrojo?
– No, pero… -guardó silencio al ver los arañazos junto a la puerta-. No te asustes, ya sabes cómo es. Lo más seguro es que esté quitándoles la comida a los invitados. A estas horas ya debe haberse comido la mitad de la tarta nupcial y por ahí deben estarnos llamando monstruos por tenerlo muerto de hambre.
– Esperemos que sólo sea eso. Venga, vamos a buscarle.
Fueron rápidamente a la carpa tratando de pasar desapercibidos. A simple vista, no consiguieron localizar a Perry.
– Allí -dijo Jane-. Mira a esa pareja que están tirando comida a algo en el suelo.
Pero el algo resultó ser un caniche, que se ofendió mucho cuando Jane le interrumpió en medio de la cena. Jane y Gil se miraron, y la gente comenzó a mirarlos a ellos también.
– No se puede evitar, tú ve por ese lado, yo iré por éste -murmuró Gil.
Al instante, se agacharon y comenzaron a caminar a cuatro patas por debajo de las mesas mientras llamaban a Perry con voz baja. Se acababan de reunir cuando estalló la tormenta.
La señora Delford gritó con horror en la distancia y no dejó de gritar hasta que llegó a la carpa.
– Mamá, ¿qué te ocurre? -dijo Patricia.
– Tilly no está. Hay un agujero debajo de la pared de la perrera y Tilly no está.
– Lo más seguro es que se haya aburrido de estar sola y haya ido a casa -contestó Patricia, tratando de calmar a su madre.
– He ido a la caravana, señora -dijo la voz de un hombre-. Pero no hay rastro de la pareja.
– ¡Lo sabía! ¡Han raptado a Tilly!
Gil se llevó las manos a la cabeza.
– ¿No podríamos quedarnos aquí escondidos hasta que todo haya pasado, Dios mío? -rogó él.
– Vamos, tenemos que dar la cara.
Jane lo agarró de la mano y, como dos niños traviesos, salieron de debajo de una mesa.
– ¿Qué han hecho con mi Tilly? -preguntó la señora Delford con voz estridente.
– Nada -respondió Jane-. No sabemos dónde está su Tilly.
– ¿Es simplemente una coincidencia que estuvieran escondidos debajo de una mesa?
– No estábamos escondidos, estábamos buscando a Perry -contestó Gil, tras lo que se hizo un horrible silencio antes de que él lo interrumpiera-. Tampoco nosotros encontramos a Perry, por desgracia. Pero eso no significa necesariamente que…
– ¡Tonterías! Claro que significa algo -gritó la señora Delford-. ¡Oh, mi pobre Tilly! ¿Dónde estarán?
– Allí -dijo uno de los invitados.
Todas las cabezas se volvieron. A unos metros, bajo unos árboles con lámparas, los amantes jugueteaban felices. Perry acariciaba románticamente a Tilly con la nariz.
– Me temo que sea demasiado tarde -dijo Gil en tono ligero.
La señora Delford se volvió hacia Jane y Gil.
– Va a pagar esto muy caro. ¿Cómo se ha atrevido a dejar suelto a ese perro callejero?
Aquello fue la gota que colmó el vaso. Gil enderezó los hombros y, de repente, se convirtió en la vida imagen de la dignidad ofendida.
– Señora, tengo que comunicarle que el nombre completo de ese callejero como usted dice es Prince Pendes Heyroth Talleyrand de Moxworth… IV.
– ¡Sí, claro! -exclamó la señora Delford, alzando la barbilla-. Supongo que eso lo habrá soñado anoche después de que su compañera le contase lo que yo le dije.
– Yo no le dije nada de lo que me contó -dijo Jane rápidamente.
– No la creo, joven. ¡Y si ese animal es un Moxworth, yo soy la reina de Saba!
– En ese caso, majestad, le ruego que espere un momento -dijo Gil-. Ahora mismo vuelvo con los papeles de Perry.
Gil se dirigió a la caravana con paso marcial, dejando a Jane con los invitados. Patricia se apiadó de ella y le puso una copa de champán en la mano; a pesar de lo cual, fueron los minutos más embarazosos de la vida de Jane.
No obstante, cuando Gil regresó con los papeles y se los dio a la señora Delford, el cambio de expresión de la mujer mientras los leía fue realmente cómico. Jane contuvo la respiración. Pero la señora Delford, más obstinada de lo que parecía, no dio su brazo a torcer tan fácilmente.
– No es este perro -declaró ella-. No puede serlo.
– Lea la descripción de las marcas y compárelas con Perry -dijo Gil.
Perry se aproximó cuando Gil lo llamó y la señora Delford lo examinó minuciosamente.
– Es este perro, mamá -dijo Patricia por fin-. No hay duda, es éste.
La señora Delford miró a Gil sin comprender.
– ¿Pero cómo…?
– Eso no tiene importancia -interrumpió Jane-. La cuestión es que ha conseguido lo que soñaba para su perra. Ahora, lo único que tenemos que discutir es el precio.
– Creo que dijo mil libras, si no recuerdo mal -continuó Jane-. Eso es lo que se paga por un cruce con un Moxworth. Además, piense en lo que ganará con los cachorros.
– Sí, ¿pero y yo? -el dueño de Bert interfirió-. Habíamos acordado un precio por los servicios de Bert.
– Pero no se lo ha ganado -señaló la señora Delford.
– Eso no es culpa suya, él estaba dispuesto.
– El ha llegado tarde.
– Eso tampoco ha sido culpa suya. Y estaba dispuesto.
– Y estaba dispuesto -murmuró Gil al oído de Jane en tono burlón.
– ¡Sssss! -dijo ella conteniendo una carcajada.
– Lo siento, señora banquera.
– Bert tiene derecho a recibir su dinero -declaró Jane-. Debido a las circunstancias tan especiales que se han dado, el señor Wakeman está dispuesto a hacerle un cincuenta por ciento de descuento.
– ¿Es eso cierto? -le preguntó la señora Delford a Gil con expresión poco convencida.
– La señorita es quien se encarga de mis transacciones económicas -dijo Gil indicando a Jane-. Yo sólo hago lo que ella me dice.
– Y como gesto de buena voluntad -añadió Jane-, permitiremos que nuestro valioso perro esté con Tilly hasta que nos vayamos mañana por la mañana.
La señora Delford se deshizo en sonrisas. Hubo gritos y aplausos. Patricia dio a los tres perros tarta nupcial.
Luego, alguien recordó que aún quedaban los fuegos artificiales. La señora Delford dio un abrazo a Tilly; pero antes, miró a Jane a los ojos.
– Es realmente la directora de una sucursal bancaria, ¿verdad?
– Sí, lo soy -respondió Jane con una sonrisa.
La función de aquella noche fue la mejor que habían dado. Cuando se acabó, la fiesta se disolvió y aquellos que iban a pasar la noche en la casa se retiraron a sus habitaciones. Agarrados del brazo, después de recoger y limpiar, Jane y Gil fueron a la caravana llenos de paz y de comprensión mutua.
– Eres maravillosa -dijo él-. Todos nuestros problemas solucionados en un momento.
– Podría haberlo conseguido antes de haber sabido que Perry es de sangre azul. Ya no es necesario que pases apuros; cuando el negocio ande flojo, alquílalo. Estoy segura de que a él no le importará en absoluto.
– A él no, pero a mí sí. Quiero tener éxito con los fuegos artificiales y sólo con los fuegos. Os estoy muy agradecido a los dos por lo de esta noche, pero ha sido una excepción.
– ¿Por qué sólo con los fuegos artificiales?
– Porque así es como quiero que sea.
Más tarde, aquella misma noche, cuando estaban abrazados en la cama y listos para dormir, Gil rió.
– Sabes, lo que más me molesta es que ese perro gana más dinero en diez minutos y pasándoselo bien que tú y yo juntos trabajando una semana.
Durante todo el viaje, Jane se mantuvo en contacto con Sarah. A veces, su abuela estaba en casa; otras veces, Jane se encontró hablando con el contestador automático. Estaba claro que Sarah tenía una vida social muy activa.
En la siguiente parada, se detuvieron en un teléfono público y Jane volvió a llamar. Sarah respondió inmediatamente y parecía enfadada.
– ¿Qué te ocurre? -preguntó Jane.
– Lo que me ocurre es que ese Kenneth es insufrible.
– ¿Qué ha hecho?
– Ha venido a verme, me ha aburrido durante horas diciéndome que tenía que salvarte de ti misma. No sé cómo he podido aguantarlo.
– Lo siento. Hablaré con él.
– Sí, quiere que lo llames porque tiene «algo urgente» que decirte.
– Lo más seguro es que no sea nada urgente. Sarah contestó en tono raro.
– Bueno, la verdad, querida, es que puede que yo haya sido un poco indiscreta.
– ¿Qué le has dicho? -preguntó Jane con cierta aprensión.
– Le he contado que le habías prestado dinero a Gil.
– Oh, Sarah, ¿cómo le has dicho eso? En fin, no importa, ya no se puede hacer nada.
Tras cierta vacilación, Jane llamó a Kenneth.
– ¡Gracias a Dios! -exclamó él-. Me tenías muy preocupado pensando en que estás sola con ese hombre.
– Kenneth, si vas a insultar a Gil, te aseguro que…
– Es más serio que todo eso. He estado haciendo ciertas investigaciones sobre él.
– No tienes ningún derecho a hacer eso.
– Alguien tenía que actuar con responsabilidad y ya he visto que no ibas a ser tú. ¿Sabías que, oficialmente, Gil Wakeman no existe? No está en ningún ordenador…
– Porque habrás mirado en los ordenadores equivocados. Va de un sitio a otro y…
– Escucha, he conseguido descubrir quiénes son sus proveedores y me he puesto en contacto con ellos, y tampoco saben nada de él. Siempre paga al contado, ni siquiera tiene una tarjeta de crédito. Ni una sola.
– Lo dices como si eso fuera un crimen.
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