Una vida despreocupada

Una vida despreocupada (1997)

Título Original: Rebel in disguise

Capítulo 1

Aún Después de seis meses, Jane seguía sintiendo placer cuando entraba en el banco y veía la placa en la puerta de su despacho: Jane Landers, Directora.

Claro que se trataba de la sucursal más pequeña de las dos de Kells Back que había en Wellhampton, una ciudad pequeña, aunque próspera. Pero a los veintiséis años, era la directora más joven del banco Kells y con un futuro brillante.

Entró, una delgada y recta figura con cabello rubio corto, enfundada en un elegante traje de chaqueta y falda gris oscuro con solapas blancas. Se había vestido con más formalidad que de costumbre debido a que al medio día iba a tener una reunión con miembros más antiguos del banco, y uno o dos querían pillarla en un renuncio. Ella no había sido su candidato preferido para el puesto y tenían la tendencia a menospreciar a una mujer; además, había cometido otro crimen, ser hermosa en un estilo clásico y ligeramente austero.

Durante las primeras semanas, Jane había tenido que imponer su voluntad con fría firmeza, lo que no había dejado de sorprender a algunos. Ahora tenía menos problemas, pero debía andarse con mucho cuidado. Su arma secreta eran un par de gafas de montura negra y sobria. Su visión era perfecta y los cristales de las gafas no estaban graduados, pero se las ponía cuando quería impresionar.

Mientras cruzaba el suelo de mármol camino de su despacho, miró al grupo de personas que esperaban para verla. El primero de la cola era un joven completamente fuera de lugar en aquel ambiente, Jane no pudo evitar quedárselo mirando. Llevaba pantalones de cuero negros con remaches metálicos a lo largo de los bolsillos, y una camiseta negra ceñida que revelaba todas y cada una de las líneas de su esbelto y musculoso cuerpo. Tenía el cabello oscuro, ondulado y revuelto, y barba incipiente que le ensombrecía, sobre todo, la barbilla y el bigote, confiriendo relieve a unos labios firmes. Tenía aspecto de bandido o de pirata.

Jane sacudió la cabeza mientras se preguntaba por qué se le había ocurrido pensar semejante tontería. De todos modos, había algo en aquel joven que cambió el ambiente. Con un esfuerzo, volvió a la realidad.

Al lado del joven estaba John Bridge, un hombre de mediana edad que no dejaba de mirarse el reloj. Después, para horror de Jane, estaba la señora Callam, una anciana viuda que vivía de una paga que cada día valía menos. La señora Callam era una mujer de otra época que no sabía nada de dinero, pero que tenía una fe ciega en que Jane le solucionaría todos los problemas.

La situación debía haber empeorado porque, al ver a Jane, la señora Callam la tomó del brazo y comenzó a hablarle de sus problemas. Al momento, el señor Bridge se interpuso.

– Por si no lo sabe, hay un orden de turno.

– Oh, Dios mío, lo siento -jadeó la señora Callam-. Lo siento, pero es que…

– No soporto a la gente que se cuela -anunció el señor Bridge en voz alta y desagradable.

– No veo a nadie que se haya colado -observó el pirata en tono ligero.

– Tonterías, Usted ha visto igual que yo a esta señora saltarse el orden de turno.

– No se ha saltado nada -respondió el joven-. Yo soy el primero y le he ofrecido cambiar de sitio con ella, ¿lo ve? -el joven se levantó y se sentó al otro lado de John Bridge, ocupando el asiento que la señora Callam acababa de dejar vacío-. Ahora, ella tiene mi sitio y yo el suyo, y usted sigue siendo el segundo, igual que antes. No hay necesidad de armar un escándalo por una tontería.

Al momento, sonrió a la señora Callam.

– No se preocupe, todo está bien.

– Oh, gracias, gracias -dijo la anciana con todo su corazón.

Después, volvió a colgarse del brazo de Jane y comenzó a hablar.

– Lo siento, no quería entrar en números rojos, y cuando vi el recargo… -la anciana casi lloraba,

– Cuando se entra en número rojos tenemos que cobrar recargo -explicó Jane amablemente-; sin embargo, tratándose de una dienta de tantos años como usted… Harry, ¿podrías venir un momento, por favor?

Un joven de rostro agradable salió de detrás del mostrador.

– La señora Callam ha entrado en números rojos sin darse cuenta -le dijo Jane-. Le retiraremos el recargo. Señora Callam, Harry va a solucionarlo todo ahora mismo.

– Oh, muchas gracias -la anciana se fue con Harry.

Jane se volvió y descubrió al pirata mirándola con una leve sonrisa que le llegaba a los ojos del azul más oscuro que Jane había visto en su vida. Sintió un sobrecogedor impulso de devolverle la sonrisa.

– ¿Voy a tener que esperar mucho más? -preguntó John Bridge en tono exigente.

– -Ya puede entrar, señor Bridge -le dijo Jane, impasible-. Aunque, como ya le he explicado en la carta que le envié, la verdad es que no puedo hacer nada en su caso.

Siguieron quince minutos durante los cuales John Bridge intentó forzarla a aumentarle el crédito que se había incrementado ya hasta pasado el límite, y por culpa de él. Su fracaso le puso aún de peor humor.

– Voy a escribir a la central para quejarme de usted -amenazó el hombre mientras Jane le acompañaba a la puerta.

– Creo que será lo mejor, hágalo -respondió ella fríamente-. Buenos días, señor Bridge.

Jane sonrió al pirata.

– Enseguida le atiendo.

– No se preocupe, no tengo prisa, estoy muy bien donde estoy -le dijo él en tono amistoso.

El pirata indicó a la señora Callam, que había vuelto y se había sentado a su lado; ahora, la anciana tenía una expresión mucho más viva y alegre.

Jane cerró la puerta de su despacho, pero aún oyó a John Bridge decir:

– No crea, no conseguirá nada con la Dama de Hierro.

– Puede que no -contestó el joven- pero la naturaleza no me ha favorecido con la simpatía y el encanto que a usted.

Jane sonrió. Aunque no sabía qué le había llevado al banco, era innegable que había animado aquel lugar.

Antes de hacerle entrar en el despacho, hizo una llamada en respuesta a una nota que su secretaria le había dejado encima del escritorio.

– El señor Grant, por favor… ¿Kenneth? He recibido tu mensaje.

Kenneth Grant era un hombre de negocios de allí con quien salía últimamente. Era recto, respetable, una fuerza viva de la comunidad y perfecto para la directora más joven de Kells, Su voz se tomó cálida al oír la de ella.

– Sólo quería ver si lo de esta noche sigue en pie -dijo él-. He reservado una mesa en tu restaurante preferido.

– Mmmm. Estoy deseando que llegue la hora.

– Me pasaré a recogerte a las siete.

– Estaré lista.

– Ya lo sé. Ésa es una de tus mejores cualidades, querida, nunca me haces esperar.

Jane lanzó una queda carcajada.

– Espero que sea una broma.

– No, claro que no lo es. Siempre eres puntual.

– Sí, pero… lo que he querido decir es…

Jane se dio por vendida. Le tenía cariño a Kenneth, pero a veces era un poco torpe. No se le había pasado por la cabeza que alabar la puntualidad de una mujer no era el camino más directo a su corazón. Sonriendo secamente, Jane colgó el auricular.

Abrió la puerta y sonrió al joven.

– Ya puede entrar.

La señora Callam le puso una mano en el brazo.

– Ha sido usted muy amable.

– Ha sido un placer, querida -le dijo el joven sonriendo y poniéndole una mano a la anciana encima de la suya.

Tenía una sonrisa radiante, cálida y encantadora, que iluminó la estancia.

El joven se puso en pie, un hombre alto y esbelto. En el despacho de Jane, se sentó en una silla frente al escritorio y estiró las piernas hasta encontrarse cómodo. Era una figura incongruente con la severidad de la oficina, más por el brillo de sus ojos que por la ropa que vestía. Fue ese brillo lo que cautivó a Jane y le hizo decir en tono de reprimenda:

– No debería haber dicho semejante cosa.

– ¿Qué? ¿Qué es lo que he dicho? -parecía la inocencia personificada.

– Llamar a la señora Callam «querida». Podría ser su abuela y se merece respeto.

– ¿Le parece que la he ofendido? A mí no me ha parecido que se sintiera ofendida.

– Esa no es la cuestión…

– ¿Cree que se ha sentido ofendida?

Jane estaba punto de responder con severidad, pero su sentido de la justicia intervino. La señora Callam se había mostrado realmente encantada.

– No hay que sacar las cosas de contexto -continuó él-. Por ejemplo, si el otro tipo la hubiera llamado «querida»… eso sí que habría sido un insulto.

A pesar suyo, Jane se dio cuenta de que tenía razón.

– No me ha gustado ese avinagrado amigo suyo -observó él.

– No es amigo mío; es más, creo que es una de las personas más desagradables con que he tratado.

El sonrió y fue como si el despacho brillara de repente. Tenía un rostro fascinante, pensó Jane. De haber tenido unos rasgos más armoniosos, habría sido más guapo, pero menos interesante. La frente despejada y la nariz aguileña eran propias de un profesor de universidad, los ojos sonrientes y la boca recordaban a un payaso, pero la prominente mandíbula indicaba la terquedad de una mula. Era un hombre de contrastes, y Jane, cuya vida gobernaba con la precisión de los números, se alarmó al descubrir algo extraño, como si la compañía de aquel hombre fuese un placer.

– Apuesto a que ese hombre no ha conseguido asustarle.

No, así no conseguiría nada, tenía que volver a controlar la conversación.

– No, los hombres como él no me asustan. Pero tampoco me dejo engatusar por el encanto de alguien.

– ¿Encanto? -el se la quedó mirando como si fuese la primera vez que oía esa palabra-. Bueno, si se refiere a mí, le aseguro que me siento muy halagado, por supuesto, pero…

– Lo que creo es que ya es hora de que me diga a qué ha venido -le interrumpió Jane con la poca dignidad que la quedaba.

– Dos mil libras, por favor.

Ella sonrió.

– ¿No queremos todos eso? Vamos, por favor, hablemos en serio. ¿Para qué ha venido a verme?

– Se lo acabo de decir, quiero un préstamo de dos mil libras. ¿Por qué le sorprende tanto? No creo ser la primera persona que ha venido aquí para pedir un préstamo.

– Sí, pero la mayoría…

– La mayoría no parecen Angeles del Infierno -concluyó él, sonriente.

– Bueno, usted mismo lo ha dicho.

– ¿No le parece peligroso juzgar… por las apariencias?

– No estoy haciendo eso precisamente.

– Eso es precisamente lo que está haciendo. Nada más mencionar un préstamo, usted ha supuesto que se trataba de una broma. ¿Por qué? Por mi apariencia.

Jane se acercó un papel que tenía encima de la mesa.

– ¿Por qué no empezamos por el principio? ¿Me puede dar su nombre, por favor?

– Gil Wakeman.

– ¿Gil es el diminutivo de Gilbert?

El hizo una mueca.

– No me gusta Gilbert, es un nombre muy pretencioso. Un nombre apropiado para uno que lleve una camisa con cuello almidonado.

– Me sorprendería saber que Gil tiene una camisa -comentó ella irónicamente.

– Tenía una… hace tiempo.

– ¿Qué le pasó? -Jane no pudo evitar hacer la pregunta.

– Que la metí en la lavadora con la ropa de color y salió con los colores del arco iris.

– No me extraña.

– Desde entonces, sólo uso negro, es más seguro. Pero podría comprarme otra camisa, si eso la hace feliz.

– No creo que cambiara en nada la situación.

– Oh… También tenía una corbata hace tiempo.

Jane trató de controlarse, pero la falsa inocencia de los ojos de él pudo con ella. Su boca insistió en sonreír y, al cabo de unos segundos, acabó echándose a reír.

Él rió con ella.

– Así está mejor. He ganado.

– ¿Qué es lo que ha ganado?

– Había apostado conmigo mismo a que la hacía reír en menos de cinco minutos. Debería reír más a menudo, le sienta muy bien. Es su yo verdadero.

– Usted no sabe nada de mí -declaró Jane imponiendo orden por fin-. Y si espera que le demos un préstamo, será mejor que empiece a comportarse como un cliente respetable… si es que sabe cómo hacerlo.

– No sé -respondió él inmediatamente-, pero podría enseñarme. ¿Cómo cree que debo comportarme, como ese tipo que ha entrado antes que yo?

– Como un hombre responsable y con sentido común -le aconsejó ella.

– ¿Así le gustan los hombres, responsables y con sentido común?

– Es la clase de hombre que consigue préstamos. Él se la quedó mirando con la cabeza ladeada.

– No es eso lo que le he preguntado. ¿Qué clase de hombre le gusta?

Jane dejó el bolígrafo encima del escritorio.

– Señor Wakeman, aunque a usted le dé igual, soy la directora de un banco. Y la clase de hombre que me gusta ver en este despacho es responsable y no me hace perder el tiempo.