– Brenda, el de los fuegos artificiales y su chica han llegado. Abre la puerta de la verja.
– ¡Su chica! -exclamó Jane en un susurro mientras Gil reía-. No tiene gracia.
– Sí la tiene. Además, ahora ya no vale de nada que le demos explicaciones. Una vez que se le ha metido algo en la cabeza a ese hombre, nada le va a hacerle cambiar de opinión.
Muy pronto, Jane descubrió la verdad de aquellas palabras. Walters volvió la cabeza y la miró con expresión de reproche.
– No está vestida apropiadamente, ¿no le parece?
– Señor Walters, yo no soy…
– Le he explicado a Gil claramente que yo no voy a ayudarle, no tengo tiempo. No he contratado un perro para acabar ladrando yo.
– Lo sé, pero yo no soy…
– Tengo un hijo al que le vuelven loco los motores, es más o menos de su tamaño Bren, ¿tienes un mono a mano? Tráelo aquí.
A Jane le costó un momento encontrar la voz, pero para entonces el señor Walters ya le había dado un mono de trabajo. Miró a Gil furiosa, pero él también se había quedado sin habla.
Jane se cambió de ropa en el interior de la caravana y siguió a Gil al jardín posterior de la casa. Cuando se le acercó, Gil estaba formando una estructura con barras metálicas; al verla, le dio un destornillador y le dijo que se pusiera a trabajar. Al cabo de unos minutos, Jane había descubierto otro aspecto de la personalidad de Gil Wakeman. Había conocido al mago, el loco y el romántico… ahora acababa de conocer al tirano.
Una vez puesto a trabajar, nada le importaba excepto conseguir los resultados que quería. La hizo sujetar la estructura, que había levantado en forma de pirámide, mientras él ajustaba los tornillos. Cuando a Jane se le cayó una arandela, Gil dijo con voz seca:
– Vamos, no tenemos toda la noche.
– ¡Vaya! -exclamó ella, indignada.
Pero Gil le dedicó una maravillosa sonrisa.
– Lo siento, se me había olvidado.
Al instante siguiente, estaba dándole órdenes de nuevo.
Cuando la pirámide estuvo construida, Gil conectó un cable eléctrico en el que colocó cohetes, distanciándolos a intervalos de uno metro. Esta vez, cuando Jane intentó ayudar, él sacudió la cabeza.
– No, con esto no se juega, es peligroso.
Dentro de la casa, la fiesta había comenzado; fuera, estaba oscureciendo. Gil sacó una linterna grande, se la dio a Jane y le pidió que la sujetase.
Jane se lo quedó mirando. Gil estaba agachado, con la cabeza baja, concentrado e ignorando su presencia, y ella se dio cuenta, con sorpresa, de que se estaba divirtiendo.
Pronto, los adolescentes comenzaron a salir al jardín. Tenían entre diecisiete y veinte años, y todos mostraban una agresiva confianza en sí mismos. Uno de ellos llamó a Jane.
– Eh, oye, chico…
Ella se lo quedó mirando.
– Eh, te estoy llamando.
– No le distraigas -respondió Gil en voz alta-. Es un chaval muy tonto, no voy a volver a contratarle para que me ayude.
– No vas a tener la oportunidad -murmuró Jane-. ¡Cómo te atreves!
– Puedes marcharte si quieres.
– Ni hablar.
– Bueno, ya estamos todos listos -anunció Dan Walters.
La noche anterior, cuando Jane vio el espectáculo de Gil, se había quedado encantada, pero esta vez la experiencia fue diferente, corrió de aquí a allí mientras él le ladraba órdenes. Gil no estaba siendo desagradable a propósito, simplemente era un artista. Probablemente, pensó Jane, Miguel Angel también había sido algo brusco mientras pintaba la Capilla Sixtina.
– Sujeta esto -gritó Gil-. Ahora, ve atrás y dale a ese interruptor cuando yo te diga. Maldita sea, necesito más cohetes. Hay una caja encima de la cama, tráela.
– ¿Qué?
– Que la traigas, y date prisa.
– Sí, señor.
Jane corrió a la furgoneta, encontró la caja y volvió con ella corriendo como si su vida dependiera de eso. Durante un segundo, se preguntó qué demonios estaba haciendo. Lo único que sabía era que nunca en la vida lo había pasado mejor.
El final fue un montón de cohetes, Jane se tapó los oídos. Bajo la luz parpadeante, Gil le dedicó una sonrisa mientras apretaba interruptores aquí y allá haciendo que el cielo estallara en un ruido ensordecedor.
De repente, silencio. El último cohete se había apagado. Los espectadores se frotaron los ojos. Hubo aplausos y murmullos, pero Jane sintió menos respuesta que en el público de la noche anterior. Aquellas personas eran demasiado superficiales para disfrutar realmente.
Oyó decir al señor Walters
– Le dije que quería lo mejor y lo he conseguido. Siempre consigo que lo que pago lo valga.
Jane sintió que Gil desperdiciase su talento trabajando para alguien tan vulgar. ¿Acaso esa gente no se daba cuenta de que…?
– Eh, vamos -le dijo Gil-. Es hora de recoger.
Jane le ayudó a recoger el equipo y a meterlo en la furgoneta. Mientras él buscaba cohetes sin estallar, ella colocó las cajas. Por fin, Gil regresó. En ese momento, una mujer muy corpulenta se acercó.
– Me han dicho que les traiga esto -dijo la mujer entregándoles una bolsa de papel.
Dentro de la bolsa había salchichas en hojaldre, bocadillos y unos pasteles, los restos de la fiesta.
– No es mucho para dos, pero él me ha dicho que sólo esperaba que viniera una persona.
– Y el señor Walters es un hombre que no da un céntimo más de lo que se ha acordado -concluyó Gil seriamente.
– Así es. Si yo fuera ustedes, me lo comería todo antes de que venga a por los restos -la mujer se marchó cabizbaja.
– Bueno, ya has oído, a comer -dijo Gil.
En la caravana, pusieron la comida encima de la mesa.
– Vaya una cena gratis -comentó Jane-. No puedo quitarte la comida, no hay casi ni para uno.
– No digas tonterías. Siempre comparto lo que tengo con mis ayudantes.
– Bueno, ¿cuándo vas a pagarme?
– ¿Pagarte? ¡Qué impertinencia! Te dejo dormir debajo de la caravana y te doy las migajas que deja el perro, ¿no?
Los dos se echaron a reír.
– Deja que prepare un té -dijo ella.
– Siéntate, soy muy particular con mi té. Empieza a repartir la comida en dos partes, pero no olvides que los pasteles de limón son míos. Puedes quedarte con el bocadillo de jamón.
Mientras cenaba, Jane comentó:
– ¿No tiene que pagarte?
Gil sonrió maliciosamente.
– Hice que me pagara en dinero antes de empezar. Puede que Walters no tontee con el dinero, pero yo tampoco. Ya he conocido a algunos como él.
– ¡Quieres decir que no te pagan?
– Si pueden evitarlo, pero ya no lo permito -respondió Gil con expresión reflexiva.
Se oyó un golpe en la puerta y Dan Walters apareció.
– ¡Aquí está! -exclamó en tono triunfal señalando a Jane-. Vamos, quítatelo.
– El mono de trabajo de Jerry, devuélvalo. Creía que se me había olvidado, ¿eh?
– Señor Walters, le aseguro que se me había olvidado que aún llevaba puesto el mono de su hijo y…
– Claro que se le había olvidado, muy conveniente. Pero es nuevo y ha costado bastante dinero. Conozco a los de su clase. Un día aquí, mañana en otro lado.
Gil se tapó el rostro con las manos.
– Si tiene la amabilidad de marcharse, me quitaré el mono y me pondré mi ropa -declaró Jane con voz gélida.
Gil enderezó los hombros, salió de la caravana y cerró la puerta.
Cuando se hubo cambiado, se sentía más normal. Devolvió el mono al señor Walters, que comentó:
– Será mejor que se vayan ya, están tapando la entrada al garaje -y se marchó sin una palabra más.
Gil entró de nuevo y la miró fijamente.
– Vuelves a parecer la directora de un banco.
– Sí, eso me temo.
– En fin, supongo que es aquí donde nos despedimos.
– ¿Es que no vas a venir mañana al banco? -preguntó ella, apesadumbrada.
– No tiene sentido. Puedo canjear el cheque en cualquier parte, y estoy seguro de que no quieres que siga molestándote con lo del crédito.
– ¿Y si quisiera?
– Tengo trabajo todo el verano, no quiero que creas que me estoy muriendo de hambre. Sólo necesitaba el crédito para mejorar el espectáculo.
– Con un ordenador.
– Y altavoces para acompañar los fuegos artificiales con la música adecuada. ¡Te imaginas el efecto!
Jane acababa de llegar a una encrucijada. Podía dejar que el mago se marchase en una dirección y ella hacerlo en la opuesta, y no volvería a verlo jamás. O…
Agarró el bolso, metió la mano en él y se sentó a la mesa.
– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó Gil.
– Darte un préstamo. Es lo que querías, ¿no?
– Si, pero… -Gil se quedó mirando el papel que ella le había dado-. Jane, este cheque es tuyo. No puedes…
– Sí que puedo. Gil, no es posible que el banco te dé un crédito, pero yo sí puedo prestarte el dinero.
– Y yo no puedo permitir que lo hagas, es demasiado arriesgado.
– Según lo que dijiste ayer, es negocio seguro.
– Ayer estaba hablando con la directora de un banco. Ahora…
– ¿Sí?
De repente, Jane se quedó sin respiración, llena de esperanza.
– Ahora eres una amiga. No puedo aceptar dinero de una amiga.
Pero Jane tuvo un momento de inspiración. Volvió a meter la mano en el bolso, sacó sus impresionantes gafas y se las puso.
– ¿Mejor así? -preguntó ella.
Gil lanzó una temblorosa carcajada.
– Bendita seas por la fe que tienes en mí -dijo él-. No puedes imaginar lo que significa tener una oportunidad real de que mi sueño…
– Nada de sentimentalismos, vas a pagar intereses -dijo Jane con firmeza.
– Por supuesto, señorita Landers.
– Mañana te enviaré los papeles. ¿Dónde vas a estar?
– Tengo que ir a comprar algunas cosas por la mañana, pero estaré de vuelta en Wellhampton al mediodía. En el mismo sitio de antes -Gil se la quedó mirando un momento-. Jane… perdón, señorita Landers, ¿le importaría quitarse esas gafas? Hay cosas que no puedo hacer con una directora de un banco.
– ¿Qué? -preguntó ella mientras se las quitaba.
– Esto -contestó Gil al tiempo que la estrechaba en sus brazos.
Jane lo había esperado, pero, a pesar de ello, la tomó por sorpresa. No fue como la noche anterior, en una situación inhibida. No había nada que pudiera inhibirle en ese momento. Fue un beso que sacudió la tierra a sus pies, que le habló de deseo y pasión por una mujer. Aquél era un Gil acostumbrado a dar órdenes, obligándola en silencio a responder. Jane se regocijó en el placer que le produjo.
Nunca antes había experimentado lo que era la pasión ni sabía nada sobre ese loco deseo por un hombre que la encantaba y la hipnotizaba. Se creía una persona tranquila y paciente, una mujer que se dejaba guiar por la razón, no por el corazón. Pero sus sentidos no reconocieron esa regla, perdieron el control con cada caricia de las manos y los labios de Gil, pidiendo más, exigiendo más.
¿Cómo podía mostrarse paciente cuando su cuerpo entero quería devorarlo? Le dio casi miedo descubrir a esa desconocida.
Jane lo miró a los ojos y se dio cuenta de que la pasión de él había escalado tan rápidamente como la suya.
– Gil… -susurró ella.
La voz de Jane pareció recordarle el mundo real. Poco a poco, fue soltándola y ella descubrió que volvía a respirar.
– Creo que… creo que… -dijo Gil con voz quebrantada.
– ¿Qué? -murmuró ella.
– Creo que será mejor que vuelvas a ponerte las gafas, los dos estaremos más seguros.
Con desgana, Jane se apartó, a pesar de las protestas de su corazón. No quería comportarse con sentido común, sino volar hacia las estrellas. Al mismo tiempo, sabía que no estaba preparada para dar el siguiente paso. Y Gil, el loco, había sido más prudente que ella.
– Oh, Dios mío -Jane susurró.
– Lo sé, cielo. Pero hay cosas que no podemos hacer aquí, delante del garaje de Walters.
Eso la devolvió a la tierra.
– No -Jane lanzó una temblorosa carcajada.
– Cuando el mundo sea nuestro, en algún lugar solitario junto a un río…
– No, por favor, no sigas. Es demasiado hermoso -rogó ella.
Gil la acompañó hasta el coche. Para entonces, Jane había recuperado algo la compostura. Antes de meterse en su coche, dijo:
– Gil, prométeme una cosa.
– Lo que quieras.
– Abre una cuenta en cualquier otro banco, no lleves el cheque que te he dado a Kells Jamás podría volver a mirar a la cara a mis compañeros.
Gil se echó a reír y la dio un beso.
– Te lo prometo.
Durante el trayecto a casa, Jane pensó en su abuela, la matriarca que, con su esposo, había sido el centro de la familia durante décadas. ¿Qué diría de su nieta preferida si se enterase de lo que estaba haciendo?
No, Sarah, con sus ideas sobre la responsabilidad, jamás lo entendería.
Por fin, Jane llegó al edificio donde estaba su apartamento y subió en el ascensor hasta el tercer piso. Tan pronto como salió al descansillo, se dio cuenta de que algo pasaba. A través de la rendija de la puerta, vio luz en su casa, pero estaba segura de que había dejado todas las luces apagadas al salir.
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