Introdujo la llave en la cerradura muy despacio.

– Vaya, por fin estás aquí.

– ¡Sarah!

Su abuela se levantó del sofá y fue a recibirla con los brazos abiertos.

– Perdona por venir a tu piso así, sin avisar, querida, pero no sabía cuándo ibas a venir. Tu vecina tenía una llave tuya y me ha dejado entrar.

– Está bien, no te preocupes. Ya sabes que siempre eres bien recibida aquí, aunque me habría gustado saber que ibas a venir. Podría haber preparado cena.

– Nada, no te preocupes. Lo único que te pido es un techo y una cama.

Jane reprimió una sonrisa por el tono teatral de su abuela. Esperaba que Sarah no se hubiera enterado de la fiesta sorpresa.

Fue entonces cuando vio las maletas y, de repente, se alarmó.

– Sarah, ¿qué es lo que pasa? ¿Qué ha ocurrido?

La diminuta mujer enderezó los hombros y alzó la barbilla.

– He dejado a tu abuelo.

Capítulo 4

– ¿Que qué?

– Que le he dejado, llevo años diciendo que lo haría y ahora lo he hecho.

– Pero…, no puedes dejarle.

– ¿Por qué no?

– Pues porque… porque, para empezar, tienes más de setenta años. Además, llevas casada con el cincuenta.

– Eso no tienes que decírmelo, lo sé muy bien. Llevo cincuenta años oyendo a ese idiota contar los mismos chistes una y otra vez. No comprendo cómo he podido aguantar tanto tiempo.

– ¿Qué es lo que ha pasado para que así, de repente, hayas decidido dejarle?

– Anoche tuvimos invitados y volvió a contar la anécdota del conejo, y de repente me di cuenta de que, si volvía a oírla una vez más, acabaría en el manicomio. Así que hoy he hecho las maletas y me he marchado de casa, que es lo que debería haber hecho hace años. Aún puedo vivir mi vida como quiera.

Jane se tranquilizó un poco. Al menos, no parecían haber peleado.

– Vamos a cenar algo -dijo ella-. Mientras la comida se hace, te prepararé la habitación y así hablamos.

– No te importa que me haya presentado así en tu casa, ¿verdad? -preguntó Sarah.

– Sabes que, por mi, te puedes quedar toda la vida. Lo que pasa es que casi no puedo creerlo. ¿Sabe Andrew que estás aquí?

– No es asunto suyo dónde estoy -declaró su abuela con rebeldía-. Y no vayas a llamarlo. Me he escapado y no quiero que nadie me estropee la fiesta.

– ¿Que te has escapado? -Jane no salía de su asombro-. No hablas en serio, ¿verdad?

– Sí, hablo muy en serio. He dicho que me he escapado y me he escapado. Vive con el mismo hombre durante cincuenta años y luego me dices si no te parece una sentencia a cadena perpetua.

– Pero tú quieres a Andrew, ¿no?

– Yo no he dicho que no lo quiera -explicó con paciencia-, lo que pasa es que no soporto verlo.

Jane abrió la boca y volvió a cerrarla. Era demasiado. Se sentía como si el mundo entero hubiera dado la vuelta.

Mientras comían algo ligero, Jane trató de averiguar algo más sobre la situación.

– ¿Qué ha dicho Andrew cuando te has marchado?

– Nada porque no estaba en casa. Le he dejado una nota.

– ¿Y le has dicho adónde ibas en la nota?

– No. Y tú no vas a llamarlo.

– Pero Sarah…

– Deja que se caliente el cerebro -había un brillo peleón en los ojos de Sarah.

– No pareces la misma -comentó Jane, intranquila.

– Quieres decir que no parezco la que creías que era -respondió Sarah inmediatamente-, que es muy distinto.

– Sí, supongo que es eso.

Con gran alivio para Jane, Sarah se marchó a la cama temprano tras declarar que había tenido un día agotador…

– Pero muy divertido, querida.

– ¿Divertido? -repitió Jane con el corazón encogido-. ¿Por darle un susto de muerte al pobre Andrew?

– ¡De pobre Andrew nada! No le vendrá mal a ese idiota una sorpresa.

Cuando Sarah estaba durmiendo, Jane recibió la primer llamada. Era el hermano mayor de Jane, George.

– Sarah ha desaparecido -dijo preocupado.

– Está bien, está conmigo -Jane le puso al corriente rápidamente.

– ¿Y no has llamado a Andrew? -le preguntó George, escandalizado.

– Me ha dicho que no lo haga.

– Jane, tienes que darte cuenta de que Sarah no está precisamente en su sano juicio.

Jane había pensado lo mismo, pero oírlo decir la disgustó.

– George, si estás sugiriendo que Sarah está senil sólo porque se ha cansado de oír la historia del conejo, no me queda más remedio que decirte que el que no está en su sano juicio eres tú.

George decidió ignorar el comentario.

– Voy a llamarlo.

– Hazlo, pero dile que no venga aquí. Sarah necesita tiempo para ella.

Jane colgó mientras se preguntaba por qué nunca había notado lo pedante que era su hermano George.

Pronto descubrió que ir corriendo a ver a su esposa era lo último en lo que Andrew estaba pensando. Llamó diez minutos más tarde para preguntar:

– ¿Cómo está?

– Está perfectamente bien.

– Estupendo -y colgó.

Jane esperó. Tras un minuto exacto, el teléfono volvió a sonar.

– No me hablo con ella -declaró Andrew sin preámbulos.

– Estupendo, porque ella tampoco te habla -dijo Jane, exasperada.

– Pues bien, no me hablo con ella y puedes decírselo de mi parte.

– No le puedo decir nada porque está dormida.

– ¡Dormida! ¿Cómo puede dormir cuando nuestro matrimonio acaba de derrumbarse? Siempre he dicho que esa mujer no tenía corazón.

– Cuando se despierte, ¿quieres que le dé el mensaje?

– Sí. Dije que no me hablo con ella.

La línea se cortó.

Dudando de si echarse a reír o a llorar, o de golpearse la cabeza contra la pared, Jane se quedó mirando el teléfono con indignación. Al momento, volvió a sonar. Era su hermana Kate.

– George me ha dicho que…

Después de aquella llamada, el teléfono no dejó de sonar. La noticia de que Sarah se había ido a casa de Jane había corrido por toda la familia, y todos llamaron para expresar su horror y ofrecer consejos. Con diferentes palabras, todos dijeron lo mismo: su mundo ordenado se había derrumbado, dejándolos atónitos y escandalizados.

Eran casi las dos de la mañana cuando Jane, por fin, se acostó. Aunque cansada, permaneció despierta mucho tiempo y deseó poder hablar con Gil. Estaba segura de que un espíritu libre ofrecería un punto de vista diferente sobre la situación.

Se despertó más tarde que de costumbre y encontró a Sarah, muy bien arreglada, dejando una taza de té encima de la mesilla de noche. De la cocina salía un olor delicioso.

– Anoche llamó Andrew.

– No me hablo con él -dijo Sarah al instante.

– No te preocupes, él tampoco se habla contigo -Jane se preguntó si no estaría en un jardín de infancia sin saberlo.

Mientras desayunaban, Sarah dijo:

– Hoy me voy a Londres, necesito ropa nueva.

– Londres es una ciudad que cansa mucho -objetó Jane-. ¿No seria mejor que…?

– No, no sería mejor -interrumpió Sarah con firmeza-. Tengo setenta años, no ciento setenta.


– Pero hay unas tiendas muy buenas en Wellhampton.

– Jane, querida, llevo cincuenta años con una astilla clavada en la carne, no me digas que me la he sacado para meterme otra.

– ¿Una astilla en la carne? -repitió Jane muy ofendida-. ¿Yo?

– Si no tienes cuidado, te vas a hacer muy seria demasiado joven.

Un comentario que se parecía mucho a lo que Gil le había dicho.

– La seriedad es algo propio de nuestra familia -le recordó a Sarah con gesto defensivo-. ¿Y de quién es la culpa?

– De tu abuelo, no intentes echármela a mí.

Jane se quedó sin habla.

Llevó a su abuela a la estación de ferrocarril.

– Volveré a casa a tiempo para preparar una buena y sólida cena -le prometió su abuela.

Y desapareció antes de que Jane tuviera tiempo de explicarle que no tomaba cenas sólidas.

A media mañana, llamó a Andrew a su cómodo bungalow junto al río donde él y Sarah habían vivido durante los últimos diez años. Su abuelo parecía animado y contento.

– Acabo de comprarme un barco -anunció su abuelo-. Una pequeña lancha, siempre he querido tener una.

– No lo sabía.

– Hay muchas cosas que siempre he querido tener y, ahora que estoy libre, voy a tenerlas.

– ¿No te parece que un barco es demasiado ejercicio para ti?

Andrew se echó a reír.

– No me voy a lanzar a un viaje en vela. Lo quiero para recibir visitas de mujeres jóvenes.

Jane respiró profundamente. La situación era peor de lo que había imaginado.

– No sé qué va a decir Sarah de eso -dijo Jane, tratando de hacer una broma.

– No tiene nada que decir, ha sido ella quien ha puesto fin a nuestro matrimonio, no yo. Y lo mejor que ha hecho en su vida. Ahora voy a empezar a disfrutar de verdad. Vino, mujeres, música y nadie que me diga: «no hagas eso, te sienta mal». Dile que me las estoy arreglando estupendamente sin ella. ¿Está bien?

– Sí, está bien. También ella quiere pasárselo bien.

– No me interesa. Y no pronuncies su nombre delante de mí.

– De acuerdo, no lo haré.

– Ya verás que pronto viene corriendo a casa, apuesto a que está sentada al lado del teléfono esperando a que la llame,

– No, se ha ido a Londres a comprarse ropa.

– Te lo he dicho, no me interesa lo que haga. Si es todo lo que tienes que decirme, voy a colgar. Estoy esperando la visita de una amiga.

– ¡Dios mío, dame paciencia! -murmuró Jane, mientras colgaba el auricular.

Tenía miedo de que Gil no estuviera cuando aquella tarde fue a buscarlo. Pero, con alivio, vio su caravana bajo los árboles.

Tan pronto como llamó a la puerta, Gil sacó la mano, la agarró y la metió dentro. Al instante siguiente, Jane se encontró en sus brazos.

– Tenía miedo de que no vinieras -murmuró él junto a sus labios.

– Y yo tenía miedo de que no estuvieras aquí.

Con la respiración entrecortada, Gil la soltó.

– Mira, he pasado parte de la tarde arreglándolo todo -anunció él, señalando la mesa.

Jane lanzó un gemido de placer al ver la elegante mesa que Gil había preparado para dos.

– Oh, Gil, lo siento, pero no puedo.

– Claro que puedes.

– No en serio. Mi abuela me está esperando para cenar, ha preparado una cena especial. Verás, anoche, cuando llegué a casa, ella estaba allí. Ha dejado a mi abuelo y toda la familia anda loca porque habían estado preparando una fiesta sorpresa para celebrar sus bodas de oro. Se ha ido a Londres a comprar ropa nueva y mi abuelo se ha comprado un barco para recibir en él a mujeres jóvenes.

– ¡Eh espera un momento! Tranquilízate. No entiendo nada.

– Ni yo tampoco -dijo ella, enfadada-. Se están comportando como dos niños. Mi abuelo dice que no se habla con ella y ella dice que no se habla con él. Los dos tienen más de setenta años y lo único que dicen es: «jQué asco! Qué horror!»

Gil sonrió maliciosamente.

– Si llevan juntos tantos años, deben estar ya listos para decir: «¡Qué asco! ¡Qué horror!» -observó él-Probablemente se han dicho todo lo demás docenas de veces.

– No docenas de veces, miles de veces. Sarah dice que si vuelve a oír la anécdota preferida de mi abuelo acabará en un manicomio.

– Me parece lógico.

– Es un encanto. Me temo que tengo que darle prioridad en estos momentos.

– ¿Quieres decir que no vamos a estar juntos esta noche? -preguntó él, desilusionado.

Jane estaba a punto de decirle que no cuando, de repente, se le ocurrió una idea brillante. Si Sarah conocía a Gil, inmediatamente le produciría una mala impresión y ello la haría volver en sí.

– No, creo que deberías venir conmigo a cenar a casa. Sarah siempre cocina para un regimiento.

– Me pilla un poco de sorpresa -Gil sonrió burlonamente y a Jane le dio un vuelco el corazón-. No querrás utilizarme para algo, ¿verdad?

– Claro que no. Es sólo que… -Jane vaciló, no sabía cómo decirlo con palabras.

– Es sólo que, al verme, se horrorizará y se dará cuenta de que no está pisando tierra firme, ¿no?

– Bueno, no es exactamente… eso.

– Cielo, podría divertirme mucho dejándote explicar qué es exactamente -dijo él con una ronca carcajada-, pero no es necesario. Además, no me importa que me utilices como una terrible muestra del problema en el que podría estarse metiendo. ¿Estoy vestido suficientemente horrible para tu abuela?

– Es pena que te hayas afeitado -declaró Jane mientras le examinaba con ojos críticos.

– Lo había hecho por ti -se quejó Gil-. No hay forma de complacer a una mujer. ¿Cómo quieres que me comporte, como un borracho sin modales?

– No, claro que no. Sé tú mismo.

– ¿Le asustaré lo suficiente siendo yo mismo? Sí, no me cabe duda. Lo comprendo perfectamente.

– Me rindo -dijo Jane.