– En ese caso, ¿nos vamos ya?
Gil tomó la botella de vino que había encima de la mesa y salieron de la caravana. Jane llamó por teléfono desde una cabina para decirle a su abuela que iban de camino.
– ¿Cómo ha reaccionado? -le preguntó Gil cuando Jane colgó.
– Terriblemente animada. No me atrevo a llegar a casa, no sé qué sorpresa me tendrá preparada ahora.
– Hablas como si no estuvieras de acuerdo con ella -le dijo Gil-. Es mayorcita para saber lo que quiere.
– Eso es lo que ella dice -respondió Jane.
– La cuestión es que no debería necesitar decirlo.
A medio camino de la casa. Gil se bajó del coche para comprar unas flores.
– Para mi anfitriona -le dijo a Jane.
– Zalamero -le acusó ella.
– Por supuesto, es mi primera regla para la supervivencia. Cuando te enfrentes a las fuerzas de la naturaleza, arrástrate. Además, ofrecer flores a tu anfitriona es lo que se debe hacer.
– Lo sé. Pero si haces lo que se debe hacer, vas a estropearme el plan de asustarla.
– En absoluto. Le diré que se las he robado al vecino.
– ¿Es que nunca hablas en serio? -le preguntó ella exasperada.
– No lo sé. Siglos atrás, conocía miles de razones para ser serio, pero ya no me acuerdo.
– Estupendo, estamos progresando.
Mientras subían en el ascensor, Jane examinó el aspecto de Gil. Iba vestido como el día que lo conoció, con pantalones de cuero negro y una camiseta negra sin mangas ceñida al cuerpo.
– ¿Estoy bien? -preguntó Gil, interpretando correctamente la mirada de Jane.
Jane tembló de placer tras la indirecta.
– Estás demasiado bien peinado.
Al instante, Gil se revolvió el cabello con los dedos. Desgraciadamente, el nuevo peinado le hacía aún más atractivo. Pero a Sarah no le gustaría, pensó Jane con alivio.
Con cierto esfuerzo, abrió la puerta del apartamento. Inmediatamente, un maravilloso olor salió de la cocina.
– ¡Salchichas con puré de patatas! ¡Maravilloso! -exclamó Gil.
– No te hagas ilusiones, Sarah prepara siempre cocina francesa por lo menos. Las salchichas con puré de patatas no están a su altura.
– Es una verdadera pena.
– Aquí estamos -anunció Jane en voz alta.
Una desconocida salió de la cocina. Jane estaba a punto de preguntarle quién era y qué estaba haciendo allí cuando tragó saliva y se dio cuenta de que era su abuela.
El cabello cano de Sarah se había transformado en un pelo color miel con un corte exquisito. En vez de sus ropas sencillas y formales, Sarah llevaba un elegante vestido azul marino y blanco, bien conjuntado con unos discretos pendientes de plata.
– ¡Sarah! -exclamó Jane-. Al principio, no te conocía.
– Oh, querida, gracias por el piropo. ¿En serio te gusta?
Dio una vuelta completa para enseñar el vestido desde todos los ángulos. Por extraño que pareciese, Sarah había conseguido perder muchos kilos en un sólo día. También llevaba un maquillaje profesional. Y una nueva elegancia que no la hacía parecer la abuela que Jane había conocido toda su vida. Mientras Jane se preguntaba qué iba a decir, Gil resolvió el problema con un prolongado y ferviente silbido.
Sarah se volvió a él con expresión radiante.
– Tú debes ser Gil. Me alegro de que Jane te haya traído para que me conozcas.
– Yo también me alegro -dijo Gil, mirándola con apreciación.
Para asombro de Jane, Gil hizo una reverencia a Sarah y le entregó el ramo de flores.
– Para usted.
– Oh, qué detalle. No te puedes imaginar el tiempo que hace que un hombre no me regala flores.
Sarah se marchó a ponerlas en agua y Jane murmuró a Gil:
– ¿Qué demonios estás haciendo? Así no vas a escandalizarla.
– Creía que mi aspecto físico seria suficiente.
– Creo que ni siquiera lo ha notado.
– Vamos, sentaos a la mesa -dijo Sarah desde la cocina-. Estoy muerta de hambre y no me cabe duda de que vosotros también lo estáis.
– Le he dicho a Gil que siempre preparas comida de chef -dijo Jane.
– Lo siento, pero hoy no he tenido tiempo para eso -contestó Sarah-. Os tendréis que conformar con salchichas y puré de patatas. Siempre ha sido mi comida preferida, pero a tu abuelo no le gusta y por eso nunca lo comíamos.
– A mí me encanta -declaró Gil.
– Me alegro, porque hay un montón -Sarah volvió a la cocina.
– Haz el favor de representar tu papel como es debido -se quejó Jane a Gil.
– Lo siento, cielo, pero ni siquiera por ti voy a decir que no me gustan las salchichas con puré de patatas -contestó Gil enérgicamente.
Jane fue a la cocina inmediatamente a ayudar a servir.
– Abuela, ¿cómo has perdido tanto peso tan rápidamente? No estás haciendo aeróbic, ¿verdad?
– Oh, deja de hablar como una vieja. Me he comprado una faja.
– Jamás te habías molestado en eso… por Andrew.
– A Andrew no le gustaba que me pusiera guapa, sino que me pusiera ropa sencilla y funcional. Le daría un ataque si me viera esto…
Sarah se levantó el bajo del vestido para enseñar unas ligas de encaje.
– Guau! ¡Vaya chica! -exclamó Gil desde la puerta. Ya estaba, pensó Jane, Gil había conseguido horrorizar a su abuela. Pero en vez de horrorizada, Sarah se ruborizó.
– Gil, querido, ¿te importaría llevar estos platos a la mesa?
Cuando Gil se marchó de la cocina con los platos, Jane hizo otro intento desesperado.
– Te pido disculpas por la forma como Gil va vestido, no sabía que íbamos a venir aquí.
– ¿Qué tiene de malo cómo va vestido? -preguntó Sarah.
– Bueno, no es muy convencional, ¿no te parece?
– Querida, cuando un hombre es tan encantador como él, puede ponerse lo que le venga en gana. Vamos, llévate la cesta del pan y vamos a cenar.
La cena consistía en salchichas fritas y puré de patatas con crema y mantequilla. Estaba delicioso y el vino de Gil lo hacía perfecto.
– ¿Cómo os habéis conocido? -preguntó Sarah, mientras Gil le servía el vino.
– Fui al banco para pedir un préstamo -contestó Gil-. Por supuesto, Jane me lo negó.
– ¿Por qué?
– ¿Que por qué? -dijo Jane-. Fíjate en él.
– Lo siento, pero no tengo tiempo para preocuparme por la ropa -declaró Gil, haciendo un esfuerzo por representar su papel-. La vida es demasiado corta.
– Sí, desde luego que lo es -dijo Sarah con un suspiro.
– Pero, a veces, la ropa es importante -declaró Jane.
– No tanto como tú crees -dijo Sarah-. Aunque supongo que vivir en el banco te vuelve conservadora.
– No vivo en el banco -observó Jane.
Sarah le lanzó una mirada que la dejó desconcertada.
– ¿No, querida? -después de silenciar a su nieta, Sarah se dirigió a Gil-. Me gustaría que me hablaras de ti. ¿Cómo te ganas la vida? Y te aseguro que me he dado cuenta de que no es aburrida.
– Con fuegos artificiales -respondió él-. Voy de un sitio a otro montando espectáculos de fuegos artificiales.
– ¡Qué maravilla!
– Por supuesto, no es una vida muy normal -dijo Gil, consciente de la gélida mirada de Jane-. No tengo una casa como todo el mundo, vivo en una caravana.
– ¿Que vives en una caravana? -preguntó Sarah, agrandando los ojos-. ¡Eso es extraordinario! Vives en un sitio diferente cada día, el horizonte siempre cambiante…, gente nueva…
– Exacto. No soporto estar en el mismo sitio mucho tiempo.
De nuevo, Sarah debería haber sacudido la cabeza y palabras como «inmaduro» deberían haber salido de sus labios. Pero parecía encantada con Gil.
– Pues no me parece una vida sólida -dijo Jane-. Sin raíces, sin familia…
– La mejor forma de vivir -declaró Gil alegremente-. La familia ata. Yo necesito libertad, espacios abiertos.
– Y yo necesito responsabilidad -dijo Jane.
– Jane, querida, no seas así. Estoy segura de que Gil tiene sentido de la responsabilidad.
– No, no lo tengo -contestó él inmediatamente-. La vida debería ser diversión, eso es lo que yo pienso.
– Y yo -anunció Sarah.
Desconcertado, Gil vaciló, pero al cabo de unos segundos volvió a intentarlo.
– La familia está muy bien, pero te confina. Siempre te dice lo que es bueno para ti o qué hacer y cómo hacerlo. No lo aguanto.
– Yo tampoco -dijo Sarah con vehemencia-. Te lo digo en serio, eso no lo aguanta nadie. Bueno, supongo que no estás casado, ¿verdad?
Gil guiñó un ojo.
– No.
– Estoy segura de que no faltan mujeres que te persigan -dijo Sarah.
– Demasiadas -le aseguró Gil-. A mí me gusta así. Sarah se inclinó hacia él y dijo en tono de conspiración:
– Pero Jane es la primera, ¿verdad? Gil se quedó pensativo.
– En estos momentos, sí. Pero, como ya he dicho, ¿quién sabe lo que el mañana traerá?
– Te va a traer una patada en la espinilla y antes de mañana -dijo Jane, indignada.
Sarah y Gil se miraron y se echaron a reír.
– Lo siento, querida -dijo Sarah, dándole una palmadita en la mano a su nieta-. No creerías que ibais a engañarme, ¿verdad?
– Ella sí, yo no -contestó Gil con expresión de niño pequeño sorprendido en una travesura.
– Jane es un encanto, pero demasiado inocente -le confió Sarah Gil.
– Me gustaría que terminaseis ya -protestó Jane.
– Me temo que no lo he hecho muy bien -admitió Gil.
– Te has excedido -le informó Sarah-. Es evidente que no servirías para actor.
– Pero es verdad que vivo en una caravana y que me dedico a los fuegos artificiales.
– ¿Y qué tiene eso de malo?
– Que no tengo seguridad ni nada. Sólo deudas; si no me cree, pregúnteselo a Jane.
Sarah miró a su nieta con gran cariño.
– No le preguntaría a mi niña nada. Ella sabe mucho de números, pero muy poco sobre las personas.
– ¿Eso crees? -preguntó Jane.
– Sí, hija. En vez de utilizar a Gil para asustarme, deberías haberme dicho lo guapo y lo encantador que es.
Gil suspiró.
– Por fin una mujer que me aprecia -dijo mirando traviesamente a Jane.
Jane intentó poner una expresión seria, pero no lo consiguió. Los tres estallaron en carcajadas.
– Sois imposibles -dijo Jane, dándose por vencida.
– Los hombres más atractivos son imposibles -dijo Sarah-. Si hubiera conocido a Gil hace cuarenta años, habría dejado a tu abuelo por él sin pensarlo ni un segundo.
– Y yo me habría asegurado de que lo hiciera -dijo él galantemente.
Gil volvió a llenar los vasos y brindaron.
– Y ahora, el postre -anunció Sarah-. Chocolate con trufas y crema.
Durante el resto de la cena, Jane se relajó y disfrutó viendo a Gil y a Sarah coqueteando. Tomaron café y, cuando les apeteció más, Gil insistió en prepararlo él. Mientras estaba en la cocina, Sarah terminó el vino que tenía en el vaso y murmuró:
– Es un hombre realmente misterioso.
– ¿Misterioso?
– Este vino es un reserva especial. Puede que parezca un rebelde, pero tiene un gusto muy sofisticado. Me gustaría saber cómo lo ha adquirido.
Gil regresó antes de que Jane pudiera preguntar al respecto, y sirvió el café como un experto.
– Bueno, es hora de que me vaya -dijo Gil por fin-. Señora Landers…
– Sarah y, por favor, tutéame.
– Está bien, Sarah, hacía años que no disfrutaba tanto una cena.
– Vuelve cuando quieras -le dijo Sarah, y Jane se dio cuenta de que lo decía de verdad.
– Voy a acompañar a Gil a la caravana -dijo Jane-, no tardaré en volver.
Durante el trayecto, Gil no dejó de hablar de Sarah.
– ¡Qué encanto! ¡Qué suerte tienes de tener una abuela así!
– A ella también le has gustado -dijo Jane con una carcajada.
– Siento no haber representado bien mi papel. No he estado muy convincente, ¿verdad?
– Da igual, ha sido una cena estupenda.
Por fin, llegaron a la caravana. Gil la miró con ojos brillantes.
– Es hora de decir buenas noches.
– Sí -Jane suspiró.
– Y me marcho mañana muy temprano.
– ¡Oh, no!
– Volveré lo antes que pueda; lo más seguro, dentro de una semana.
– O puede que no vuelvas nunca -dijo Jane con un súbito temor.
Gil le puso los dedos debajo de la barbilla y la obligó a alzar el rostro.
– Volveré -respondió con voz queda-. No voy a poder olvidarte.
Gil acercó los labios a los de ella.
– Por muy lejos que vaya, siempre volveré a ti, siempre.
Jane no podía hablar, pero su respuesta la dieron sus labios. Estaba enamorándose de Gil, a pesar de que era una locura. Pero no podía evitarlo. Los besos de él la volvían loca, y la idea de separarse de él era insoportable. Cuando Gil profundizó el beso, ella se aferró a él con todas sus fuerzas.
Por fin, con desgana, Gil se apartó de ella.
– Será mejor que te vayas a casa ahora mismo, esto se está poniendo peligroso.
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