– Me encanta el peligro -respondió Jane instintivamente.

– Lo sé, cielo -dijo Gil acariciándole el rostro-, pero aún no estás acostumbrada. Ahora, que aún puedo, voy a salir del coche. Pero volveré pronto.

Jane le vio alejarse hasta desaparecer en el interior de la caravana. Después, ella también se marchó triste por la separación.

Entró en su casa sin hacer ruido por si su abuela estaba durmiendo, pero Sarah estaba sentada en la cama con expresión radiante.

– Es un joven maravilloso -dijo tan pronto como Jane entró-. ¡Tan lleno de vida!

– Es muy divertido -concedió Jane con precaución.

– ¡Vamos, no seas tan estirada! Y no finjas que no estás enamorada de él porque lo estás, no podías quitarle los ojos de encima.

– Sólo estaba preocupada por si te agotaba. No es la clase de hombre a la que estás acostumbrada.

– ¡Para desgracia mía! -exclamó Sarah-. Hay algo regio en él.

– ¿Regio?

– Sí, regio. ¡Y qué cuerpo!

– Creo que has bebido demasiado -dijo Jane severamente-. Te sentirás mejor por la mañana.

– Deja de hablar como Andrew. En realidad, eres peor que Andrew, hablas como mis padres. Ellos sí que habrían echado a tu Gil de la casa a patadas.

– No es mi Gil, y eres tú quien debería haberle echado.

– Por nada de este mundo -declaró Sarah-. Hay muy pocos hombres como él.

– Hablas como la señora Callam. Es tina viuda que ha tenido dos maridos. El primero, por lo que he oído, era un bastión de la comunidad; el segundo, se gastó casi todo el dinero que el primero le dejó. Sin embargo, el retrato que lleva consigo a todas partes es el del segundo.

– Lo que demuestra lo que te digo.

– ¿El qué? He perdido el hilo.

– Sí, Gil le hace a una perder el hilo, ¿verdad?

– Me voy a la cama -dijo Jane con firmeza.

Capítulo 5

A Jane se le hizo interminable la semana que Gil estuvo ausente.

Sarah fue asentándose en su nuevo hogar y disfrutaba la vida. Andrew llamaba por teléfono cada dos días para preguntar por su esposa.

– Está bien -le decía Jane-. ¿No quieres hablar con ella?

– ¿Para qué? Sé lo que está haciendo, derrochar el dinero. Acaban de enviarme el balance de la cuenta corriente.

– Cuando te arruines, no podrá gastar más.

– Puede que sea una desagradecida y una irresponsable, pero sé cuál es mi deber hacia mi esposa, aunque ella no sepa cuál es su deber respecto a mí. Dile que he metido mil libras más en la cuenta, aunque no dudo de que se las gastará en un abrir y cerrar de ojos

– ¿Por qué no se lo dices tú?

– Porque no quiero hablar con ella -Andrew colgó el teléfono.

– Ya habéis salido de los números rojos, Andrew ha metido otras mil libras -le dijo Jane a Sarah.

– ¡Estupendo! Ahora podré comprarme un abrigo nuevo.

Sarah había llamado por teléfono a todos sus amigos y había recibido toda clase de invitaciones. El correo de Jane era menos interesante.

– ¿Qué pasa, hija? -le preguntó Sarah una mañana mientras desayunaban.

– Nada, es sobre mis vacaciones -contestó Jane-. Me han escrito de la oficina central para decirme que aún me quedan dos semanas de vacaciones del año pasado, pero si no las tomo antes de finales de junio, las perderé.

– Pues tómate unas vacaciones inmediatamente.

– No me queda casi tiempo, Ya he reservado otras dos semanas este año, pero estaba pensando en dejarlas pasar también.

– No empieces a dejar de tomar tus vacaciones -le advirtió su abuela-, sé a lo que eso conduce. Tómate las cuatro semanas juntas y diviértete.

– Soy nueva en este puesto, cuatro semanas es demasiado tiempo para estar fuera de la oficina.

– ¡Cuántas veces he oído lo mismo! -exclamó Sarah-. No quiero verte acabar siendo víctima de esa trampa.

Fue un mal día en el banco Jane consideró el trabajo que tenía y se preguntó si siquiera podría tomarse dos semanas de vacaciones. Volvió a casa a las ocho y el piso estaba vacío; en la mesa de la cocina, encontró una nota de su abuela:

Si tu abuelo llamase, dile que he salido Con un jovencito.

Jane no perdió el tiempo preguntándose quién sería el jovencito. Gil debía haber vuelto. El corazón le dio un vuelco, pero luego se le encogió. Podía haber vuelto, pero no estaba allí con ella, sino divirtiéndose con Sarah.

Ligeramente enfadada, Jane decidió disfrutar los placeres de comer una tortilla en solitario acompañada de agua mineral. Después, escribió un informe para la oficina central, aunque no dejaba de pensar en los dos «locos» que habían salido juntos a divertirse.

Era más de medianoche cuando volvieron.

– ¿Aún levantada, cariño? -preguntó Sarah-. Deberías estar durmiendo.

– Y tú -respondió Jane, indignada-. ¿Qué horas son éstas?

– Las doce y media -dijo Gil inmediatamente-. ¿Qué hora te parece a ti que es, Sal?

– Yo diría que son las doce y media.

Los dos se echaron a reír y se estrecharon la mano. Jane los miró con desesperación. Era imposible hablar con sentido común a dos personas tan ensimismadas la una con la otra.

– Lo he pasado maravillosamente bien -anunció Sarah-. Gil me ha enseñado su encantadora casa…

– Y Sal me ha preparado la mejor cena de mi vida -dijo Gil.

– ¿Y quién es Sal? Si puedo preguntarlo, por supuesto -dijo Jane mirando a Gil fríamente.

– Yo, querida -dijo Sarah-. Hemos decidido que le sienta bien a mi nueva personalidad.

– La chica más animada de la ciudad -declaró Gil con un brazo sobre los hombros de Sarah.

– Debería daros vergüenza -dijo Jane, tratando de adoptar un tono severo.

Pero Sarah parecía más feliz de lo que Jane la había visto nunca. Sus ojos brillaban y sujetaba un ramo de rosas rojas.

– Mira lo que me ha comprado Gil. Voy a ir a ponerlas en agua.

Sarah se alejó, dejando a Gil y a Jane mirándose.

– ¿Me has echado de menos? -preguntó Gil.

– No, en absoluto.

– Pues es una pena, yo te he estado echando de menos todo el tiempo. De noche y de día. Sobre todo, por las noches -Gil suspiró profundamente-. Pero, si no es mutuo…

– Gil, esto no es justo.

– ¿Qué tiene que ver la justicia con esto?

– Me niego a contestar. Estás tendiéndome una trampa.


El no dijo nada, se limitó a sonreír mientras el corazón de Jane saltaba de un sitio a otro.

Sarah volvió con las rosas en un jarrón. Cuando lo colocó, bostezó exageradamente.

– Dios mío, qué cansada estoy. Creo que me voy a la cama ahora mismo. Buenas noches.

Le dieron las buenas noches sin dejar de mirarse; en el momento en que Sarah desapareció, el uno se arrojó a los brazos del otro. El beso de Jane conllevaba toda la añoranza de una semana, y la presión de los labios de Gil la hizo saber que él sentía lo mismo. La magia estaba allí de nuevo, las paredes se desvanecieron y el cielo volvía a llenarse de luz y color. Su mago había regresado y volvía a haber magia en el mundo.

Sin embargo, misteriosamente, mientras el hechizo seguía allí, los poderosos brazos que la estrechaban la hicieron sentirse totalmente a salvo, y eso no lo comprendía. Era como volver al lugar al que pertenecía, a su hogar, aunque no se parecía en nada a lo que había imaginado que sería.

A pesar suyo, Jane apartó los labios de los de él.

– Está bien, admito que te he echado de menos estos días.

– ¿Mucho?

– Sí, mucho.

– Yo a ti también. Y va a ser peor, porque voy a estar fuera unas semanas. Tengo un montón de trabajo. Voy a ir hacia el norte y no me va a dar tiempo para volver entre espectáculo y espectáculo.

Gil la abrazó con fuerza y añadió:

– Jane, ven conmigo.

– Pero… ¿cómo?

– Tienes varias semanas de vacaciones, Sarah me lo ha dicho. Podríamos pasarlas juntos, los dos solos viajando y montando fuegos artificiales.

– No digas eso, por favor, es demasiado maravilloso. No puedo dejar a Sarah sola.

– Ha sido idea suya.

– ¿Qué? Bueno, es cierto que me ha dicho que me vaya de vacaciones, pero estoy segura de que no quería decir que me convirtiera en una gitana durante un mes. ¿Estás seguro de que la has entendido bien?

– No soy yo quien no la ha entendido, sino su familia durante años. Y puede que no me lo haya dicho pensando en ti, sino en ella misma. Puede que quiera divertirse sola.

– ¿Pero qué va a hacer mientras yo estoy fuera?

– Jane, cielo, eso no es asunto tuyo. Puede que tenga setenta años, pero también tiene buena salud. Deja de ser la representante de la familia y deja que se divierta.

– Es que tengo la sensación de que debería hacer que volviera con Andrew.

– Eso es decisión suya -dijo Gil con firmeza-. Quizá nunca vuelva con él, ¿se te ha ocurrido pensar en ello?

– No, no, es imposible. A pesar de todo, quiere a Andrew.

– ¿Sí? ¿Qué me dices del otro tipo?

– ¿Qué otro tipo? -Jane se lo quedó mirando-. ¿Estás insinuando que Sarah ha sido infiel?

– No lo sé. Puede que ocurriese antes de casarse pero sé que ha habido otro.

– Gil, ¿qué es lo que te ha contado Sarah?

– Directamente, no mucho. Me ha hablado de su correcto matrimonio, pero he notado que había algo más. No me ha dicho claramente que había estado enamorada de otro, pero estoy convencido de que así es. Quizá me equivoco, puede que me esté dejando llevar por la imaginación.

Pero Jane ya no estaba segura de nada. Había empezado a darse cuenta de que no conocía a su abuela; quizá Gil, sin los prejuicios de la familia, veía las cosas con más claridad.

– Bueno, será mejor que me vaya ya -dijo él-. Me marcho la semana que viene, haz lo posible por venir conmigo.

– Seria maravilloso. Si pudiera…

Gil la besó en los labios y se marchó.

Jane entró a la habitación de su abuela y la encontró despierta.

– No podía dormir, lo he pasado maravillosamente bien. ¡Tienes mucha suerte, hija! Gil es un hombre encantador, me ha tratado con la misma galantería como a una jovencita. ¿Cuántos hombres son tan atentos con una anciana y no se les ve aburridos?

– Sí, es una persona encantadora -dijo Jane.

– Aunque, por supuesto, no lo ha hecho sólo por mí, soy realista. Lo que quería era hablar de ti; pero, de todos modos, ha sido muy atento. ¡Y tan atractivo!

Jane arqueó las cejas y su abuela se apresuró a añadir:

– Hay cosas que incluso a una vieja como yo no le pasan desapercibidas.

– ¿En serio? Cuenta, cuenta.

– Ya sabes de qué estoy hablando. Si un hombre tiene gancho, siempre lo tendrá. Por supuesto, hay hombres que no lo tienen y jamás lo tendrán. Desgraciadamente, es con esos con los que una mujer suele acabar condenada a pasar el resto de la vida, pero… -Sarah tomó la mano de su nieta-. Oh, hija, no lo desprecies.

– No sé, Sarah -dijo Jane despacio-. Estoy muy confusa desde que lo conozco.

Jane miró a su abuela a los ojos.

– Gil dice que estuviste enamorada de otro.

– Sí, claro que lo ha notado. Me parece que Gil lo nota todo.

– Entonces, ¿es verdad?

– Sí, sí que lo es. Hubo un hombre antes de que me casara con Andrew. Era actor. Yo también quise ser actriz.

– No lo sabía -dijo Jane.

– Fue en los cuarenta -aclaró Sarah-, cuando la carrera de actriz no era suficientemente respetable para una mujer. Mis padres me dejaron entrar en una compañía de teatro amateur, en la creencia de que así se me pasaría pronto el capricho. Y entonces, lo conocí -los ojos de Sarah brillaron con el glorioso recuerdo-. Íbamos a escaparnos juntos y a hacernos actores profesionales. Pero luego…

Sarah suspiró y volvió a la realidad.

– Mis padres me obligaron a romper con él. Los padres podían hacer ese tipo de cosas en aquellos tiempos. Dijeron que no era el hombre «adecuado». El se marchó y jamás volví a tener noticias suyas. Por fin, me casé con Andrew. El trabajaba en un banco y era «adecuado».

– Oh, Sarah… ¿Lo querías mucho?

– Sí, mucho. Pero tuve que dejarlo y casarme con un sosaina.

– No deberías llamar a Andrew sosaina.

– Un sosaina -repitió Sarah firmemente-. Ha sido un buen marido, según sus valores. Ha trabajado mucho, ha sido fiel y, a su manera, es cariñoso. Pero jamás he olvidado al actor. Solía regalarme rosas rojas.

– ¿Como Gil?

– Exactamente. El sí que entiende que una mujer debería tener rosas rojas cuando es joven -Sarah le dio una palmada en la mano a su nieta-. Vete con Gil.

– Si pudiera…

– Claro que puedes. Tienes que creer que puedes. Mañana, cuando llegues al trabajo, diles que quieres tus cuatro semanas de vacaciones. Pásalas con Gil. No desaproveches esta oportunidad, no te pases el resto de la vida preguntándote lo que podría haber sido.

Al día siguiente, tan pronto como llegó al trabajo, Jane llamó a la oficina central para reservar sus vacaciones. Habló con la secretaria de Henry Morgan, un hombre pedante y estirado que se había opuesto a que le concediesen a ella el puesto de directora. La posibilidad de que accediese a darle cuatro semanas consecutivas era remota, y la secretaria lo dejó muy claro cuando, con voz gélida, le dijo que lo llamaría con la respuesta.