– Te deseo -le dijo por fin ella.

– Gracias -repuso él mientras deslizaba un dedo en su interior.

Ella le quitó como pudo la camisa. Lo abrazó con fuerza y se besaron con más pasión aún.

Entre besos y caricias, él se quitó los pantalones y encontró un preservativo.

Se colocó sobre ella, y Emma levantó las rodillas.

– Emma… -susurró.

Le sujetó las manos con fuerza y la besó mientras se deslizaba dentro de ella.

Ella gimió su nombre y elevó las caderas para encontrarse con él. La música, la fiesta y el resto del mundo desaparecieron y sólo quedaron su pasión y los movimientos de su cuerpo, que iban ganando velocidad y ritmo a cada segundo.

Emma cerró los ojos y sintió fuegos artificiales. Al principio sólo fueron pequeñas explosiones, que después crecieron en intensidad y rapidez hasta llenar el cielo sobre el barco.

– Alex -exclamó ella fuera de sí.

Los fuegos artificiales se acabaron y volvió la música.

Era delicioso sentir el peso de Alex sobre ella. No quería volver aún a la realidad.

– ¿Estás bien? -le preguntó él, empezando a incorporarse.

Ella asintió.

– Pero no te muevas, no aún.

No quería dar por terminado ese mágico momento.

– Muy bien -suspiró él contra su pelo-. Me encanta ver que he ganado.

Intentó parecer indignada, pero estaba demasiado contenta.

– No podías ni darme cinco minutos de paz, ¿verdad?

– Eres dura de roer, Emma McKinley.

– ¿Eso crees? Yo estaba pensando que era una chica bastante fácil.

– ¿Fácil? Nunca he tenido que trabajar tanto para conseguir acostarme con alguien.

El momento había pasado. Definitivamente.

– Ya puedes moverte -le dijo.

– Me deseas -replicó él, suspirando con satisfacción.

– ¡Déjalo ya!

Él levantó las manos para defenderse.

– Lo oí claramente, me deseas.

– Bueno, y tú a mí.

– Eso ya estaba claro.

– Entonces estamos en paz.

– No del todo -repuso él con una sonrisa-. Porque tú no quieres desearme. No es lo mismo.

– Ha sido por culpa del champán, la música, el crucero…

– ¿Quieres decir que esto sólo ha sido una aventura de crucero?

– Así es.

Tenía que ser así. No podía seguir sintiendo lo mismo por él durante el tiempo que estuvieran casados. Lo complicaría todo.

– Y es un crucero muy corto -añadió ella mientras se sentaba y se volvía a poner el vestido.

Ya se arrepentía de lo que acababa de pasar. Su situación era complicada y ahora habían empeorado las cosas. Miró a su alrededor. No recordaba dónde había dejado sus zapatos.

– Y tan corto -murmuró Alex-. Ni siquiera nos hemos movido del muelle.

– Deberíamos volver a salir a la fiesta.

– Nuestras ropas están cubiertas de Wiki Waki.

Emma hizo una mueca al recordarlo.

– Llamaré a recepción, seguro que pueden traernos algo para que nos cambiemos.

Pero Emma no quería salir con ropa distinta. Llamaría demasiado la atención.

– Creo que prefiero quedarme aquí escondida.

Alex tomó el teléfono.

– ¿Estás de broma? Esto es perfecto.

Lo que a Alex le parecía perfecto a ella le resultaba embarazoso.

«Me he acostado con Alex», pensó. No sabía cómo decirle a su hermana lo que había pasado.


– Emma.

Levantó la vista y se encontró con Katie al otro lado de la mesa de su despacho. Llevaba cinco minutos en su despacho intentando hablar con ella, pero había estado distraída.

– ¿Estás bien? -le preguntó.

– Claro -repuso Emma.

– ¿Has oído lo que te he contado?

– Sí, por supuesto, lo del hostal en Knaresborough.

– Eso es. Tiene más de doscientos años, y David me ha comentado que…

Emma nunca le había ocultado nada a su hermana.

– Porque con la nueva competencia tardarían mucho en amortizarse los costes de la renovación -continuó Katie.

Emma estaba perdida.

– ¿Qué te parece a ti? -le preguntó su hermana.

– Yo, verás. Hay algo que quiero…

Katie se levantó con una sonrisa en la boca.

– Estoy completamente de acuerdo, se lo diré a David.

No entendía de qué hablaban. Ella quería hablarle de Alex.

– Puede ir mañana por la mañana.

– ¿Alex?

Katie se quedó mirándola, extrañada.

– No, David.

– ¿Ir adónde?

– A Knaresborough, por supuesto. No hay nada que pueda hacer desde aquí.

– Pero antes de…

– Haré que los del departamento legal escriban una autorización para que firmemos.

– Sí, pero…

– ¿Podernos hablar más tarde? David va a estar encantado.

– Katie…

– ¿Comemos juntas?

Emma suspiró.

– No puedo. Le prometí a Alex que me pasaría para hablar con él. Tenemos que hablar de las invitaciones, las flores, el banquete. Ya sabes.

– Muy bien, pásatelo bien.

– Sí, claro.

No creía que fuera a pasárselo bien viendo a Alex después de lo que había pasado la noche anterior, ni observando cómo se peleaban Philippe y la señora Nash.

La difunta Amelia Garrison debía de haber sido una rebelde. Eso le gustaba a Emma.

Su vestido de novia de los años veinte estaba hecho de un maravilloso satén color crema, con un cuerpo de delicados encajes. No tenía mangas, sólo un grupo de lazos en un hombro y en la cadera.

– Tenía razón -le dijo a la señora Nash mientras se miraba en el espejo del dormitorio Wiltshire.

– Le queda perfecto. Y es ideal para una boda al aire libre.

Emma la miró.

– Gracias por ser comprensiva y entender que no podía ser en una iglesia.

Habían decidido celebrar la boda en el jardín, en una pérgola con vistas al océano.

– No hay necesidad de mentir a Dios además de a todos los presentes.

– Bueno, al principio me negué a hacer todo esto.

– Pero finalmente le dijo que sí, y Alex volvió a salirse con la suya.

– ¿Lo consigue a menudo?

– Es multimillonario, consigue casi siempre lo que quiere.

– Pero no con usted -adivinó Emma.

– No, conmigo no.

– Seguro que le gusta eso. Le viene bien tener a alguien que le mantenga los pies en la tierra.

– No, lo odia. Igual que su padre. Pero su madre nunca dejó que me despidieran.

– Me imagino entonces que ella valoraba mucho su ayuda.

– No, lo hizo simplemente para molestar a su marido.

Emma se quedó sin saber qué decir.

– Ella era una joven desorientada, y él, un viejo cascarrabias.

– Entonces, ¿por qué…?

– Por el dinero -repuso la señora Nash-. Ella quería dinero y él lo tenía. Supongo que ella no pensó en lo demás.

Emma tenía un nudo en la garganta. Se recordó que ella tenía su propia vida y su propio dinero. No creía que Alex fuera a tener ningún poder sobre ella.

– Supongo que pensó que lo sobreviviría.

– ¿Cómo murió?

– La pobre se cayó del caballo. Alex sólo tenía diez años y era el ojo derecho del cínico de su padre.

– ¿Me estoy metiendo en la cama con el diablo? -preguntó Emma, estremeciéndose.

La señora Nash se quedó callada un segundo mientras la miraba.

– Creo que ya te has metido en la cama con el diablo.

Emma se quedó sin palabras, preguntándose si era sólo una metáfora o si sabría algo más.

– Ese es el peligro del diablo, jovencita. Es irresistible y encantador. Incluso para una vieja como yo.

Pero sabía que Alex nunca le haría daño a esa mujer. A ella, en cambio, sí que podía herirla si no tenía cuidado. Tenía que resistir sus encantos en todos los sentidos.

Alguien llamó a la puerta.

– Han llegado las invitaciones, señora.

– Gracias, Sarah -dijo el ama de llaves-. Bueno, Alex y Philippe nos estarán esperando abajo.

Alex supo que tenía un problema en cuanto vio la cara de Emma.

– ¿Seiscientos veintidós?

– Puede añadir algún nombre más, si quiere -le dijo la señora Nash mientras miraba los distintos modelos de invitaciones.

– ¿Quiénes son? -preguntó Emma mientras le enseñaba a Alex la lista-. ¿Tus ex amantes?

Sabía que no había razón para un comentario así.

– No, casi ninguna -repuso él, apretando la mandíbula.

– No conozco a seiscientas personas, ni siquiera conozco a trescientas.

La señora Nash y Philippe no dejaban de discutir sobre los distintos tipos de invitaciones, pero a Alex le importaba muy poco.

– ¿Por qué estás haciendo un drama de esto? -le preguntó Alex.

– No es un drama, son seiscientos veintidós.

– El jardín es enorme.

– Ese no es el problema.

– Entonces, ¿cuál es?

Los otros dos no dejaban de discutir, y Alex tuvo que intervenir.

– ¿Podemos llegar a un acuerdo? -les dijo.

– Muy bien -repuso Emma-. Y yo también quiero acordar algo contigo. ¿Por qué no nos casamos en Las Vegas en vez de hacer todo esto?

– La mitad de los invitados son suyos -le dijo la señora Nash a Emma.

– ¿Qué?

– He hablado con su hermana y con su secretaria.

– La mitad de los invitados son tuyos -repitió Alex, divertido.

– Me muero -repuso Emma con un suspiro.

– No se preocupe, mademoiselle. Estará bellísima. Todo irá bien. La cena será espectacular, sobre todo si me encargo yo.

Alex cambió de tema antes de que la señora Nash atacara a Philippe.

– ¿Y qué hacemos con las flores?


*****

Apoyada en el balaustre del balcón, Emma vio cómo los jardineros trabajaban en el césped de la casa. Iban a instalar una carpa en la parte norte de los jardines.

La pérgola y las sillas de los invitados las colocarían cerca de los rosales. Una banda de música tocaría a su lado. Si el tiempo lo permitía, construirían una pista de baile al pie de las escaleras.

La imprenta trabajaba a destajo para tener las invitaciones listas esa misma noche. Y se casaría con Alex el sábado. Seguro que mucha gente ya tenía planes para ese día, pero era un acontecimiento demasiado importante como para perdérselo. Alex contaba con ello.

Como había dicho la señora Nash, estaba acostumbrado a salirse con la suya.

– ¿Va todo bien? -preguntó él, acercándose a Emma.

Ella intentó no reírse.

– ¿Qué podría ir mal?

– Pensé que te gustaría saber que se han puesto de acuerdo para elegir los centros de flores.

– ¿Sí?

– Rosas blancas y lirios, ¿te parece bien?

Emma se encogió de hombros.

– La verdad es que no tengo ninguna opinión sobre los centros de flores.

– Deberías tenerla.

– ¿Por qué?

– Es tu fiesta.

Emma dejó de observar a los jardineros para mirar a Alex.

– ¿No te sientes a veces un poco mal con todo es to?

– ¿Mal?

– Sí, es un fraude.

– Un poco. No creí que…

– Aunque no es como si estuviéramos haciendo algo ilegal -interrumpió ella.

– No, sólo estamos preparando una gran fiesta, consolidando relaciones comerciales y dándole a las revistas algo bueno de lo que hablar. No hacemos daño a nadie.

Emma pensaba lo mismo, pero seguía sintiéndose mal.

– Tengo que preguntarte quién va a pagarlo.

– ¿El qué?

– La fiesta, la boda, los seiscientos invitados. ¿Partimos la cuenta por la mitad?

– No, yo me ocupo de ésta -dijo él, apoyándose en el balaustre y mirando al horizonte-. Tú puedes encargarte de la próxima.

– ¿De la próxima boda?

– De la próxima cena.

– Tenemos que hablar.

– ¿De esa cena?

– No, de cómo vamos a hacer que esto funcione, dónde vamos a vivir.

– Aquí. Pensé que ya estaba decidido.

– Lo decidiste tú. Yo también tengo que votar.

– Bueno, ¿por qué no hacemos como Philippe y llegamos a un acuerdo? Podemos vivir en la ciudad durante la semana y aquí los fines de semana.

A Emma le pareció razonable.

– Pero, sabes que tenemos que estar juntos, ¿no? -le recordó él-. Al menos al principio.

– Lo sé. Y lo que has sugerido me parece bien.

– Has pensado en la luna de miel?

– La verdad es que no.

– ¿Qué te parece la isla de Kayven?

– ¿Quieres ir al hotel McKinley?

– Claro.

– Pensé que siempre preferías jugar en tu propio terreno.

– Es que vamos a consolidar algún acuerdo financiero durante la luna de miel?

– No tengo nada previsto.

– Entonces puedes quedarte con la ventaja de estar en tu terreno.

– No es nuestro mejor hotel.

Alex se encogió de hombros.

– Me gustaría ver la isla.

– Vale, pero sólo un par de días. Yo me encargo de hacer la reserva. Y me llevaré mi ordenador portátil.

– ¿Tienes miedo de que nos aburramos estando juntos y solos?

No pudo evitar recordar lo que había pasado el viernes.

– Alex, en cuanto a lo del viernes por la noche… No podemos hacerlo de nuevo.