– ¿Cómo?
– Sí, ¿qué detalles tienes aún que concretar con Katie?
– Ninguno. No se trata ahora de Katie, sino de Emma. Y ella está aún pensándoselo.
Alex no podía creerse que, en menos de cuarenta y ocho horas, le hubiera pedido a dos mujeres distintas que se casaran con él.
– Pensé que se lo habías pedido a la guapa -le comentó Ryan.
– La guapa dijo que no, así que se lo pedí a Emma. Ella no tiene novio.
– Ya me imagino.
Alex se puso tenso. Era cierto que Emma no era espectacular como su hermana, pero creía que no había razón para insultar.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Que es dura y da bastante miedo. Alex se puso de pie.
– Eres un cobarde -le dijo.
A él no le parecía que Emma diese miedo ni que fuera especialmente dura. Creía, simplemente, que se sentía frustrada y asustada. Situación de la que podía beneficiarse.
Ryan también se puso en pie.
– Cualquiera de las dos, Alex. O consigues que funcione o tenemos que dejar pasar la oportunidad.
Él no estaba tan seguro. Algunos hoteles de McKinley estaban en excelentes localizaciones, como el de la playa en la isla de Kayven. Sabía que el valor de esas propiedades se incrementaría en gran medida en cuanto se instalara allí un muelle para cruceros.
A lo mejor tenía que mejorar su oferta o encontrar algún otro punto débil, pero lo que tenía claro era que no iba a dejar pasar esa oportunidad.
– ¿Qué vamos a hacer? -le preguntó Katie.
Estaban en el restaurante del hotel McKinley en la Quinta Avenida de Nueva York.
– No lo sé -le contestó Emma con sinceridad-. Voy a llamar al banco mañana por la mañana.
– ¿Y qué les vas a contar?
– Intentaremos renegociar las hipotecas. A lo mejor podemos usar la propiedad de Martha’s Vineyard como garantía.
– Eso no va a funcionar.
Emma no contestó. Sabía que su hermana tenía razón. Ni la venta de esa casa conseguiría pagar una mínima parte de la gran deuda contraída por su padre.
Los últimos años habían sido duros para la empresa. Los costes habían subido y la ocupación había bajado. Su padre siempre se negaba a despedir a empleado. Y sus tres hoteles en puertos de esquí estaban siendo remodelados. Pero los dos últimos inviernos habían sido muy malos, había nevado muy poco.
Estaban metidas en un lío, y Alex Garrison lo sabía. Era un hombre inmoral, pero no era tonto.
– Voy a tener que casarme con él -repuso Katie con cara de derrotada.
– ¿Y David?
– Intentaré explicárselo.
Emma tomó un sorbo de su martini.
– Lo siento, cariño, pero voy a casarme con otro hombre, aunque sólo es por dinero -repuso Emma, imitando la voz de su hermana.
– No se lo diría así.
– No hay ninguna manera buena de decírselo. ¡Suena fatal!
– Bueno, entonces, ¿estás tú dispuesta a casarte con él?
Emma no contestó. La camarera se había acercado a servirles la comida.
– Al menos yo no tengo novio -murmuró después de que la camarera se fuera.
Katie se enderezó, había algo de esperanza en sus ojos.
– ¿Lo harás?
– No, no digo que vaya a hacerlo -repuso Emma, intentando aclararse-. No está bien. Me repugna la idea de rendirnos a ese hombre.
– Al menos podríamos mantener la mitad de la empresa…
Era verdad. Soñaba con poder contar con más tiempo o con tener a alguien que pudiera prestarles el dinero, pero no había solución, Y lo peor de todo era que su padre ya no estaba con ellas. Los tres habían sido un gran equipo.
– Emma, vamos a tener que hablar con el departamento legal. Tenemos que declararnos en bancarrota.
Emma suspiró. No, no estaba dispuesta a dejarse vencer, no iban a declararse en bancarrota. No cuando tenían una última oportunidad.
Decidió aceptar la oferta de Alex Garrison. Si no lo hacían, acabarían en la calle y todo el fruto del trabajo de su padre acabaría en nada.
Pensó que si después del acuerdo con Garrison contaban con unos buenos años, a lo mejor podrían intentar volver a comprar su parte de la cadena.
Además, Emma no tenía novio ni pensaba que fuera a tener ninguna relación seria pronto. No conocía a mucha gente, sólo a otros aburridos directores de hotel que no paraban de viajar de un sitio a otro.
Se convenció de que sólo era un matrimonio de conveniencia, un matrimonio sobre el papel y que no iba a reportarle grandes sacrificios. Pensó que se trataría de una boda con un juez de paz, un par de fotos para la prensa y no tendría que verlo mucho después de eso.
Miró a su hermana a los ojos y le dijo lo que había decidido antes de que pudiera cambiar de opinión.
– Tenemos que hablar con los del departamento legal para asegurarnos de que examinen la propuesta de Alex.
– ¿Vas a hacerlo? -preguntó Katie con los ojos como platos.
Emma se terminó el martini de un trago.
– Voy a hacerlo.
Capítulo 2
La señora Nash llevaba toda la vida llamándolo Alex, pero desde que dejara el ático para mudarse a la mansión familiar de Long Island, otra de las ideas de Ryan para mejorar su imagen, había comenzado a llamarlo señor Garrison. Cada vez que lo hacía, Alex se daba la vuelta para ver si estaba hablando con su padre en vez de con él. Su progenitor llevaba tres años muerto, pero aún le ponía nervioso la mera mención de su nombre.
– Llámame Alex -le dijo.
– Señor Garrison -insistió la mujer-. Una tal señorita McKinley ha venido a verlo.
Alex bajó un momento el periódico que estaba leyendo.
– ¿Cuál de las dos?
– La señorita Emma McKinley, señor.
– ¿Estás intentando molestarme?
– ¿Qué quiere decir, señor?
– Ya te he dicho que es Alex. Por el amor de Dios, solías cambiarme los pañales y darme azotes…
– Y si me lo permite, le diré que no fue de mucha ayuda.
El se levantó y se acercó a la mujer.
– Estás despedida.
La señora Nash ni siquiera se inmutó.
– No creo.
– ¿Por qué? ¿Porque conoces todos los secretos de esta familia?
– No, porque nunca puede recordar la combinación para abrir la puerta de la bodega.
El se quedó en silencio un segundo.
– En eso tienes razón.
– Gracias, señor.
– Insubordinada -murmuró él al pasar a su lado.
– ¿Se quedará la señorita McKinley a comer?
Eso le hubiera gustado saber a él. Esperaba que aceptara su propuesta. Las vidas de los dos serían mucho más sencillas. No tenía ni idea de qué le iba a decir.
– No lo sé.
Se dirigió hacia el vestíbulo mientras sus antepasados lo contemplaban desde sus retratos en la escalera. Su padre era el último de la fila y lo miraba con el ceño fruncido. Alex se imaginaba que le resultaba muy duro estar muerto y no poder intervenir en las decisiones de su hijo.
Entró en el vestíbulo y se encontró con su último problema relacionado con los negocios. Vestida con un elegante traje y aferrada a su bolso color marfil, lo esperaba Emma. Llevaba su melena castaña suelta y recogida tras las orejas. Las gafas de sol sobre la cabeza. Tenía los ojos del color del café, rodeados por espesas pestañas. Estaba perfectamente maquillada y vestida. Parecía muy nerviosa, y él no supo descifrar si sería una buena o mala señal.
– Emma -lo saludó él, extendiendo la mano.
– Alex -respondió ella, asintiendo.
– ¿Quieres pasar? -preguntó él, señalando el pasillo.
Ella miró hacia allí con algo de temor.
– Vayamos a mi despacho, creo que allí estaremos más cómodos -explicó Alex.
– Sí, gracias -repuso ella después de dudar un segundo.
– ¿Qué tal el tráfico? -le preguntó él mientras se encaminaban a su despacho.
Se arrepintió al instante de haber iniciado una charla intrascendental. El no estaba nervioso. Siempre permanecía frío en los asuntos de negocios y aquello no era más que un acuerdo financiero.
Si ella le decía que no, intentaría hacerle cambiar de opinión o probar con el plan B. Creía que Ryan estaba exagerando con el tema de la boda. Pensaba que su futuro no podía depender de lo que quisiera hacer la señorita McKinley.
Entraron en el despacho. Alex sabía que debía sentarse en su sillón, poniéndose así en una posición de poder sobre ella, pero no lo hizo. Señaló una de las dos sillas que había al lado de la chimenea de piedra para que Emma se sentara allí.
Ella asintió e hizo lo que le decía. Cruzó las piernas y alisó su falda beige. Después levantó la vista y él apartó la mirada de sus piernas.
– No había mucho tráfico -le contestó Emma.
Alex decidió centsarse en el asunto que la traía hasta allí.
– ¿Has tomado una decisión?
– Sí -repuso ella, asintiendo.
– ¿Y?
Ella jugó con un anillo de esmeraldas en su mano antes de contestas.
– Me casaré contigo.
Hablaba como si acabaran de condenarla a muerte.
Él sabía que tampoco iba a ser fácil para él. Tendría que cargar con una esposa que se casaba a regañadientes. Mientras estuvieran casados, Alex tendría que dar su vida social y sexual por suspendida. No tenía más que mirarla e interpretar la actitud de Emma para anticipar que tampoco iba a tener relaciones conyugales con ella. Seguro que tampoco iban a ser parte del acuerdo matrimonial.
Así que iba a tener que ser célibe.
– Gracias -repuso él de mala gana.
Ella asintió y se preparó para levantarse.
– Espera.
Emma levantó una ceja.
– ¿No crees que tenemos más cosas que decidir?
– ¿De qué hay que hablar? -preguntó ella, sentándose de nuevo.
– Para empezar, ¿a quién tienes que decírselo sin remedio?
– ¿Que me caso contigo?
– No, que todo es una farsa.
– ¡Ah!
– Sí, esa parte. Mis socios lo saben.
– Mi hermana también.
– ¿Alguien más?
– Sí, mi abogado. Te llamará para hablar del acuerdo prematrimonial.
Alex no pudo evitar reírse.
– ¿Quieres un acuerdo prematrimonial?
– Por supuesto.
– ¿Has visto el valor de mi fortuna en la revista Forbes?
Alex sabía que un acuerdo de ese tipo le convenía más a él que a ella.
– Claro que no. Me importa muy poco tu fortuna. A él le costaba creerlo, pero decidió no ahondar más en el tema.
– Lo primero que tenemos que hacer es comprometernos -le dijo él.
– Creí que eso era lo que acabábamos de hacer.
Alex abrió la boca para replicar, pero ella siguió hablando.
– Dijiste «cásate o te llevaré a la bancarrota», y decidí elegir el menor de los dos males. Creo que no he oído nada tan romántico en mi vida.
No podía creer lo que oía. Estaba siendo sarcástica. Ella iba a recibir millones de dólares y, a cambio, él estaba aceptando un acuerdo de negocios poco favorable por el bien de su reputación.
– No eres demasiado agradecida, ¿verdad?
– ¿Tus víctimas del chantaje suelen ser más agradecidas que yo?
Alex sacudió incrédulo la cabeza. Emma ya no le parecía asustada y frustrada.
– ¿Qué esperabas? ¿Champán y flores? -le preguntó él.
– No. Esperaba un crédito bancario y un libro de cuentas equilibrado.
– Bueno, pues tendrás que conformarte conmigo.
– Ya me he dado cuenta -repuso ella.
Esa conversación no iba a llevarlos a ninguna parte. El se levantó, tenía demasiada energía y no sabía qué hacer con ella.
– Si queremos que esto funcione, tendremos que acordar antes algunas cosas.
– ¿Como aprender a tolerarnos mutuamente?
– No, como convencer a la prensa de que estamos enamorados.
Los labios de Emma se curvaron lentamente hasta formar una sonrisa. Era la primera vez que la veía sonreír. Ese gesto le proporcionaba un brillo dorado a sus ojos. Y se dio cuenta de que tenía un hoyuelo en la mejilla derecha. Cuando vio cómo se tocaba los dientes con la punta de la lengua, sintió una corriente eléctrica de deseo recorriendo todo su cuerpo.
Empezaba a darse cuenta de que había estado equivocado, ya no sabía cuál de las dos hermanas era más guapa.
– ¿Qué pasa? -le preguntó él segundos después.
– Acabo de darme cuenta de cuál es la diferencia entre nosotros.
Alex la miró con los ojos entrecerrados. No la entendía.
– Yo tengo los pies anclados en la realidad, y tú sueñas con lo imposible.
El no lo habría definido así, pero reconoció que podía ser verdad.
– Creo que podemos aprender a tolerarnos -le dijo ella-. Pero no creo que vayamos a poder convencer a nadie de que estamos enamorados.
Alex se acercó un poco a ella, aspirando su perfume, lo que le hizo sentir otra ola de deseo electrizante. Aquello era una locura. No podía sentirse atraído por Emma, no iba a dejar que eso sucediera.
– ¿Sabes cuál es tu mayor problema? -le preguntó él.
Ella se puso también de pie.
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