– Estoy aquí -repuso ella desde su escondite tras una palmera.
_¿Qué estás haciendo?
– ¿Tú qué crees?
– No tengo ni idea.
– Me estoy escondiendo.
– ¿De quién?
– De Philippe.
– Seguro que sus relaciones públicas le hacen practicar.
– ¿Por qué? Si te quedas aquí la humedad va a estropear tu ordenador portátil.
– Organiza bodas y está loco. Me persigue.
Katie se acercó a su hermana y bajó la voz.
– ¿Te está persiguiendo un organizador de bodas loco?
– Sí, y no es el único. Me persiguen al menos una docena de organizadores, pero Philippe es el más persistente.
– ¿Por qué no llamas a seguridad?
– Porque se enterarían las revistas del corazón y me ridiculizarían en sus portadas.
– ¿También hay periodistas por aquí?
Emma suspiró y se apartó su pelo húmedo de la cara.
– Sí. Están por todas partes.
– A mí no me ha molestado nadie.
– Eso es porque anoche Alex Garrison no protagonizó un espectáculo bochornoso a tu costa.
Katie se sentó al lado de su hermana en la tumbona.
– Tienes que admitir que, si hubiera sido real, habría sido muy romántico.
Emma no estaba dispuesta a hacerlo. Le había parecido ostentoso y hortera. Creía que nunca se casaría con un hombre que pensara que declararse en público era romántico.
– Bueno, no era real -repuso mientras cerraba el ordenador.
– Ya lo sé -contestó Katie, suspirando.
– Así que deja de mirarme así. Alex estaba actuando.
– Es muy buen actor.
Katie no pudo evitar reír.
– ¿Mademoiselle McKinley? -preguntó alguien tras ellas con voz nasal.
No podía creerlo.
– ¡Katie! Te han seguido.
– Lo siento.
– ¡Vaya!
– Mademoiselle McKinley -repitió Philippe Gagnon, llegando a su lado-. ¡Ah! ¡Ahí está!
A Katie casi le dio la risa al ver al hombre delgado y nervioso que apareció de repente.
– ¡Hay tanto que tenemos que hacer! -anunció el hombre.
Era verdad. Lo primero que quería hacer Emma era huir a las Bahamas. Su hermana se levantó y saludó al hombre.
– Soy Katie McKinley, la hermana de la novia.
– Enchanté, mademoiselle -le dijo, besándole la mano con galantería-. Soy Philippe Gagnon. He estudiado en la Sorbona y servido banquetes como chef para presidentes y príncipes.
Katie miró a su hermana.
– ¿Has oído eso, Emma? Ha cocinado para presidentes y príncipes -repitió Katie con sorna.
– Ahora que estoy aquí, me encargaré de todo -dijo Philippe.
– No, no va a… -repuso Emma, incorporándose.
– ¡Emma! -la advirtió Katie con una mirada.
– Ya sé que es un momento muy estresante para usted, mademoiselle. Yo me encargo de hacer que desaparezcan los cocineros del vestíbulo, no tienen la categoría necesaria. Después puedo hablar con los periodistas y comentarles algún detalle, sólo para satisfacer su curiosidad y tenerlos entretenidos un tiempo.
Emma lo miró con curiosidad y se lo pensó mejor.
– ¿Puede deshacerse de toda la gente que está merodeando por el vestíbulo?
– ¡Por supuesto! -le dijo él-. Estese tranquila. Yo me encargo de todo.
Estaba dispuesta a contratarlo si podía proteger su intimidad.
La señora Nash dejó de mala gana una jarra de zumo en la mesa de la piscina, al lado de donde estaba Alex tumbado. El levantó la vista y dejó de leer el informe estratégico para la empresa McKinley.
No sabía qué había hecho para molestarla, pero sabía que pasaba algo. No podía interpretar su gesto y decidió preguntarle directamente.
– ¿Qué es lo que pasa?
– Nada. Bueno, sí, acabo de enterarme de que se casa.
– Así es -confirmó él.
No podía creerse que estuviera molesta porque no se lo había dicho personalmente. Pero no tenía tiempo para juegos. Tenía que seguir estudiando el plan estratégico antes de darse un baño en la piscina, ducharse e ir a las oficinas de Dream Lodge antes de las ocho.
Quería hablar con Murdoch antes de que él tuviera ocasión de hacer a Emma su oferta.
Finalmente, la señora Nash desembuchó.
– ¿Con una mujer que nunca he conocido? -le preguntó.
– La conoció la semana pasada.
– No es verdad. Estuvo en casa la semana pasada, pero nunca me la han presentado.
Tenía razón, debía haberlo hecho y se daba cuenta del problema. Lo corregiría en cuanto tuviera ocasión.
– Ya se la…
– Por lo visto acaba de heredar unas propiedades -lo interrumpió ella-. Propiedades hoteleras.
– Así es -repuso él, impacientándose. Estaba demasiado cansado para tener que justificar su vida personal.
– Debería avergonzarse de sí mismo, jovencito.
– ¡Eh! ¿Ya no soy el señor Garrison?
– Conquistando a esa pobre joven de esa manera…
Alex se incorporó en su asiento.
– ¡Espere un minuto!
– ¿Le mandó el ramo de flores habitual? ¿La llevó a cenar a Tradori? ¿Ha reservado ya su suite favorita en el hotel Manhattan?
– ¡Vaya!
No sabía cómo podía saber todo eso. Sobre todo lo de la suite.
– He sido completamente sincero con Emma.
– ¡Seguro que sí! La pobre mujer no sabe ni lo que hace. ¡Acaba de perder a su padre!
No tenía derecho a hablarle así, no le parecía justo.
– Sí que sabe lo que hace -repuso, poniéndose de pie.
– Alex, le quiero mucho. Es como un hijo para mí. Se parece más a él de lo que quiere admitir.
– No he hecho nada malo. No me parezco. Sé lo que estoy haciendo, señora Nash.
– Conozco sus debilidades.
– Yo también.
Y sabía que nunca engañaría a una mujer para robar sus propiedades. Podía tergiversar las cosas para conseguir mejores oportunidades en un negocio o mentir abiertamente para conseguir fusionar dos cadenas de hoteles, pero eso no quería decir que fuese un mentiroso.
No creía que tuviera que justificar sus acciones, pero algo en la mirada de esa mujer le recordó a cuando era un niño. No podía soportar decepcionarla.
En un segundo, decidió contarle la verdad.
– Emma sabe por qué me caso con ella.
– ¿Sabe que es por los hoteles? -repuso la mujer, sorprendida.
Alex asintió.
– Así es. Le he ofrecido solucionar su situación financiera y ha aceptado. Ahora, si me perdona, tengo una importante reunión de negocios.
Se quitó la camiseta y las sandalias y fue hacia la piscina. Ella lo seguía de cerca.
– ¿Un matrimonio de conveniencia, señor Garrison?
– Sí, señora Nash. Un matrimonio de conveniencia.
– Bueno, los dos sabemos adónde lleva eso.
– A un incremento de nuestros bienes capitales y de los beneficios netos.
– A la miseria y a una muerte fría y solitaria.
Alex se quedó parado y se colocó al borde de la piscina, mirando el agua cristalina.
– Yo no soy como mi padre.
– Se parece más a él de lo quiere admitir.
– No me parezco. Sé lo que estoy haciendo, señora Nash.
– Con todo respeto, señor Garrison, no tiene ni idea.
Su comentario era de todo menos respetuoso, pero se mordió los labios para no contestar. Respiro profundamente y saltó al agua.
Capítulo 5
Pasaban tres minutos de las ocho cuando Alex consiguió por fin aparcar y entrar en el vestíbulo de las oficinas de Dream Lodge. Era una sala elegante y espaciosa, con mucha clase. Clive Murdoch era el principal competidor de Alex.
Miró el directorio que había al lado de los ascensores. El despacho principal era el número treinta y ocho.
Se metió en el ascensor con su elegante traje y su maletín. Al llegar a la última planta, salió y se presentó a la recepcionista. Esperaba que pudiera ver a Murdoch a pesar de no tener una cita con él.
– Voy a ver si puede recibirlo, señor Garrison -le dijo la joven secretaria con una sonrisa.
– ¿Alex? -lo llamó una voz femenina que consiguió estremecerlo.
Se recuperó casi inmediatamente de la sorpresa y se giró para encontrarse cara a cara con Emma. Se acercó a ella.
– Emma, veo que has llegado a tiempo.
– ¿Qué estás…?
– Me preocupaba que fueras a llegar tarde, cariño -la interrumpió mientras le besaba la frente y pensaba en un plan alternativo.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó ella.
– ¿Y tú? -repuso Alex-. Y, ¿por qué no llevas el anillo?
– Tengo una cita.
– Eso he oído -mintió él.
– ¿Cómo lo sabías?
– No hay secretos en el negocio hotelero -repuso.
– Eso no es verdad.
– Claro que sí -la contradijo él, frunciendo el ceño-. No puedo creer que hayas quedado con Murdoch sin decírmelo.
No podía creerse que hubiera accedido a ver a Murdoch en su propio terreno.
– Estamos hablando de la que todavía es mi empresa.
– Y yo casi formo parte de ella. ¿Dónde está tu anillo?
Ella ocultó su mano izquierda tras la espalda.
– Aún no hemos firmado nada.
– Dijiste que si delante de unas quinientas personas.
– Ya hablaremos después de eso -repuso ella con irritación.
Su tono no le molestaba, todo lo contrario, le gustaba verla así, llena de fuerza y energía.
– Muy bien, pero ahora mismo tenemos una reunión.
– Yo tengo una reunión.
– Querida, desde anoche no tendrás ninguna reunión en la que no esté yo -le dijo él con frialdad.
– Pero…
Alex consiguió que se callara con un rápido beso en sus suaves labios. La había pillado por sorpresa y aprovechó el momento.
– No te preocupes por eso, recogeremos el anillo después de comer -le dijo en voz alta para que la secretaria lo oyera.
– Te voy a matar -susurró ella.
– Más tarde -repuso él-. Después de que me regañes por mi forma de pedirte en matrimonio. ¿Nos puede recibir ya el señor Murdoch? -le preguntó a la secretaria mientras tomaba la mano de Emma entre las suyas.
Emma no podía creerse que Alex se hubiera colado en su reunión. Era increíble que la hubiera encontrado. Se sintió como una estúpida al entrar en el despacho detrás de Alex.
Murdoch la había llamado la semana anterior para contarle que había estado en tratos con su padre antes de que falleciera y para preguntarle si ella iba a ocupar el puesto de su padre en las negociaciones. Ella le había dicho que sí, que ella era ahora la que tomaba las decisiones, la cabeza de la compañía. Y ahora tenía que presentarse en su despacho acompañada por Alex.
– Clive -le saludó él, adelantándose.
– Alex -repuso Murdoch, asintiendo-. ¿Señorita McKinley? -añadió, mirando a Emma.
– Y futura señora Garrison -añadió Alex.
Emma lo fulminó con la mirada.
– Ya, ya me he enterado.
Alex apartó una silla de la mesa de conferencias para que se sentara ella. Pensó en declinar su oferta, pero él la miraba con dureza.
– Si estoy aquí, es porque concertó una cita con la que es mi prometida -explicó él.
– ¡Alex! -exclamó Emma.
– Concertamos esta reunión la semana pasada -repuso Clive.
– Bueno, las cosas han cambiado bastante desde la semana pasada.
– Señor Murdoch -comenzó ella, intentando calmar las cosas-. Estamos aquí para escucharlo.
– No, estamos aquí para dejarle clara nuestra posición -le corrigió Alex.
– Ni siquiera sabe… -intervino ella, mirando a Alex con odio.
– Los bienes de la cadena McKinley no están a la venta. Ni ahora ni nunca. Ninguno de los hoteles.
Emma no entendía por qué hablaba de vender, Murdoch no le había hablado de que quisiera comprar nada.
– Ni siquiera habéis oído mi oferta -dijo Clive sin parecer sorprendido.
Ella se quedó helada. No sabía cómo Alex se había enterado de que se trataba de una venta. Ella no había sabido nada hasta ese instante.
– No necesitamos oír su oferta -dijo Alex, alargando la mano hacia Emma-. De hecho, no hay ninguna razón para que estemos aquí.
Emma miró de un hombre a otro. Sabía que se había perdido algo de lo que pasaba. No sabía qué era lo que Clive quería comprar ni por qué Alex no quería ni considerarlo.
– ¿Puede alguien, por favor…?
– Yo soy su hombre -dijo Alex, dejando su tarjeta sobre la mesa-. Si cree que tiene alguna otra propuesta sobre los hoteles McKinley, me llama a mí.
Clive ni siquiera tocó la tarjeta.
– Si salís por esa puerta, la oferta se retira.
Alex se encogió de hombros, y ella pensó que a lo mejor estaban negociando. Se preguntó si sería así cómo se hacían normalmente las cosas.
– La oferta estaba muy por encima del precio de mercado -comentó Clive.
– Era una miseria, y los dos lo sabemos.
Emma estaba atónita, ella nunca habría tenido el coraje de hablar así. Le gustaría saber de qué estaban hablando, pero le pareció que lo mejor era seguirles la corriente. Tomó la mano de Alex y salieron del despacho.
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