– ¿Y ahora qué? -preguntó ella mientras esperaban el ascensor.
– Ahora quiero presentarte a alguien.
Emma miró por encima de su hombro.
– Pero ¿no va a seguirnos?
– No creo.
– Pero…
Las puertas del ascensor se abrieron.
– Creí que iba a salir detrás de nosotros y mejorar su oferta.
– No ha hecho ninguna oferta.
– Pero iba a hacerlo.
– Sí, así es.
No podía creérselo.
– ¿Hemos salido de su despacho sin saber en qué consistía su oferta?
No entendía esa manera de hacer negocios.
– Pero a lo mejor era…
– Deja de hablar y métete en el ascensor -susurró él.
Emma dudó un instante y miró a la secretaria. Sabía que no era buena idea discutir en público, pero estaba furiosa.
– A lo mejor era una buena oferta -dijo después de que entraran y se cerraran las puertas del ascensor-. A lo mejor era una oferta fantástica.
– ¿Crees que Clive Murdoch se ha hecho rico comprando hoteles a un precio por encima del mercado? Yo creo que sólo quiere aprovecharse de tu inexperiencia.
– Bueno, no es el único, ¿verdad? -repuso ella.
– Yo no estoy aprovechándome de ti, Emma -dijo él, apretando la mandíbula-. Yo te estoy sacando de la bancarrota.
– Y todo por amor al arte, claro. No creo en tu benevolencia.
– Sabes de qué se trata todo esto desde el principio. Se abrió el ascensor.
– ¿Cómo puedo saber que no te estás aprovechando de mi inexperiencia? -insistió ella-. Por otro lado, me has insultado. Llevo toda mi vida trabajando en este negocio y lo he hecho todo. Desde atender el bar a participar en la renovación de hoteles.
– ¿Esas son tus referencias? ¿Haber trabajado en el bar?
– Hasta hace poco he ocupado el puesto de vicepresidenta de operaciones. No soy ninguna aprendiz ignorante.
– ¿No? Entonces, ¿cómo es que accediste a reunirte con Murdoch en su propio despacho? -le preguntó él mientras atravesaban el vestíbulo.
Emma no entendió su pregunta.
– Porque tenía que hablar con él.
Salieron del hotel. La temperatura era bastante más alta en la calle.
– Deberías haber conseguido que fuera él a verte.
– ¿En qué hubiera cambiado eso las cosas?
– Es una ventaja táctica -repuso él con una sonrisa-. Es un típico error de novato. Menos mal que estaba allí para rescatarte.
– Ni siquiera dejaste que me hiciera una oferta.
– La oferta era lamentable, Emma. He venido en coche, está al otro lado de la calle.
– Eso no lo sabes.
Alex se detuvo al final de las escaleras y la miró.
– Sabía que tenías una reunión con él y que quería comprar. También sabía cómo hacerle callar. ¿No crees que conozco el valor que tienen los hoteles en el mercado?
– No eres nada modesto, ¿verdad? -le espetó.
Pero se arrepintió al momento, creía que tenía razón.
Ella había albergado la esperanza de que Murdoch le ofreciera una solución a su situación, para que así no tuviera que vender la mitad de la cadena a Alex ni seguir con la farsa de la boda.
Pero Murdoch no buscaba un acuerdo que beneficiara a McKinley. Sólo quería comprar y a buen precio. Pero no iba a admitir que había estado equivocada. Ya tenía bastante ventaja sobre ella como para darle más motivos.
– Como te he dicho antes, hay alguien que quiero que conozcas -le dijo Alex.
– ¿Tu abogado?
– No, no es mi abogado, sino mi ama de llaves.
Alex tenía reputación de hombre frío y cerebral, pero ella se dio cuenta de que el ama de llaves era su debilidad. Intentaba ocultarlo, pero estaba muy claro.
– A veces tiene un poco de mal humor y suele prejuzgar a las personas. Pero ha estado en mi familia desde que nací e intento seguirle la corriente -le advirtió mientras entraban en los jardines de la mansión.
– Porque te aterroriza -adivinó Emma.
Alex tardó algo más de la cuenta en contestar.
– No digas tonterías.
Emma observó los árboles y los bellos jardines. La primera vez que visitó la casa, había estado demasiado concentrada en su reunión con Alex como para fijarse en lo que había a su alrededor.
– ¿Qué le has dicho de mí?
– Que me caso contigo por tus hoteles.
– ¡Dime que no es verdad!
– La verdad es que le dije que estaba intentando sacarte de una mala situación económica. Ella adivinó lo de los hoteles.
– Bueno, al menos no tengo que mentirle.
– No tienes por qué mentir a nadie.
Esa era la tontería más grande que había oído en todo el día.
– Sí, tengo que mentir
– No. Les podemos decir a la gente que nos casamos, que no podíamos ser más felices. Gracias al acuerdo económico creo que los dos estaremos contentos. Y les diremos también que vamos a dirigir juntos la cadena McKinley. Todo eso es verdad.
– ¿Y qué haremos cuando nos pregunten sobre nuestros sentimientos? ¿Contestar con evasivas?
Alex se rió.
– ¡Vaya! -dijo, mirando la mansión de tres plantas-. Tu casa es más grande que algunos de nuestros hoteles.
– Por eso me he comprado un piso en Manhattan.
– ¿Por qué? ¿Te perdías aquí?
El volvió a reír.
– Si me das unas cuantas vueltas aquí con los ojos cerrados, seguro que no vuelves a verme.
– Buen consejo -repuso él, aparcando frente a la escalera de entrada.
Emma hizo una mueca y él se rió. Subieron hasta la puerta.
– Tenemos que hablar de esto -le dijo ella.
– ¿De mi casa?
– De todo. De cómo vamos a conseguir que este matrimonio funcione. ¿Cuánto tiempo tenemos que pasar juntos? ¿Cómo vamos a coordinas nuestros horarios?
– Podemos coordinar nuestros horarios mientras desayunamos.
– ¿A qué hora te levantas?
– Sobre las seis.
Emma asintió.
– Muy bien. Podemos hablar por teléfono mientras desayunamos, sobre las siete.
– ¿Por teléfono?
– ¿Prefieres hacerlo por correo electrónico?
– Prefiero desayunar en la misma mesa.
– ¿De qué estás hablando?
– Del desayuno, Emma. Presta atención. Estamos hablando del desayuno.
– Pero ¿dónde? -exclamó ella, confusa.
– Aquí, por supuesto.
Emma se quedó paralizada.
– ¿Aquí?
– ¿Se te ocurre algún sitio mejor?
– Mi dúplex.
– ¿Quieres que compartamos dormitorio? -preguntó él con una mueca mientras abría la puerta.
– No tenemos por qué vivir juntos.
– Claro que sí, vamos a estar casados.
Pero ella pensaba que sólo sería así sobre papel y que, aunque tuvieran que pasar algún tiempo juntos en la misma residencia, no podía ser allí. Entró en el vestíbulo, era como una catedral.
– La gente normal no vive así, esto es casi un palacio.
– Eso es porque mi tatarabuelo Hamilton era miembro de la realeza británica, el segundo hijo de un conde.
– No me sorprende.
– Era el conde de Kessex, es una pequeña comarca al sur de Escocia. El hermano mayor heredó el titulo y Hamilton se convirtió en comandante de la marina británica. El fue el que compró este terreno y construyó la mansión.
Ella se concentró en los cuadros.
– Era éste -indicó él mientras señalaba a un hombre con uniforme militar.
Tenía una apariencia orgullosa, seria e intensa. Con veinticinco años menos, sin bigote ni uniforme, resultaba bastante parecido a Alex. Emma retrocedió y miró a uno y a otro.
Emma miró todos los retratos que colgaban de las paredes.
– Sí, sí -repuso Alex-. Ya lo sé.
– Ahora entiendo muchas cosas. Supongo que está en tus genes el intentar expandir el imperio familiar.
– ¡Me gusta esta chica! -dijo una mujer tras ellos con acento británico.
La señora era más alta que Emma y llevaba el pelo corto y rubio. Un par de gafas le colgaban del cuello con una cadena.
– No la merece -le dijo a Alex.
– Señora Nash, le presento a mi prometida, Emma McKinley.
Las palabras de Alex consiguieron que se le hiciera un nudo en el estómago. Se sentía culpable.
– ¿Está segura de que quiere hacer esto? -le preguntó la mujer.
– Bastante segura -repuso ella.
Tenía un millón de razones para no casarse con él, y sólo una para hacerlo. Pero era una razón muy importante.
– Deje que la mire bien -dijo la mujer, observándola con detenimiento-. El de Amelia -declaró.
– Emma puede elegir su propio traje de novia. Lo cierto era que no había pensado en nada. Intentaba olvidarse de que iba a haber una boda, con iglesia, flores, banquete y, sobre todo, un beso del novio. Todavía sentía escalofríos recordando el del sábado por la noche.
– Si van a hacer esto… Y quiero decir, para que quede claro, que estoy totalmente en contra. Si van a hacerlo, tendrán que hacerlo bien, por el bien de la familia.
– Podemos hacerlo bien sin usar el vestido de Amelia -dijo Alex.
– Bueno, no podemos usar el de Cassandra, ni el de Rosalind.
– Yo estaba pensando en un Versace o un Armani -comentó Alex.
– ¿Nuevo? -preguntó horrorizada la señora Nash.
– ¿Qué les pasa a los vestidos de Cassandra y Rosalind?
– Rosalind murió muy joven, querida.
– ¡Oh! Lo siento…
– Fue en mil novecientos cuarenta y dos, Emma -le dijo Alex.
– En cuanto a Cassandra, fue muy infeliz. Y ya tienen bastantes problemas sin que haya que añadir un vestido con mal karma.
– Es una oferta muy generosa -dijo Emma-. Pero seguro que puedo encontrar algo en la Quinta…
– ¿Quieren que la gente piense que se casan por amor?
– Sí.
– Entonces, si quieren que forme parte de esta farsa, tendrán que aceptar mis consejos. Un Garrinson nunca compraría un vestido de novia en una tienda. Ahora, deje que mire el anillo.
Alex miró de manera acusatoria a Emma. Ella se sentía muy culpable.
– Bueno… Me lo he dejado en casa.
– Ya… No pasa nada, de todas formas, creo que lo más adecuado es usar el diamante Tudor.
Emma no tenía ni idea de lo que hablaba, pero parecía muy valioso.
– No quiero ninguna reliquia de familia.
– Claro que sí.
– No, de verdad…
Alex le rodeó los hombros con el brazo.
– La señora Nash tiene razón, Emma.
Ella se zafó. Odiaba su cuerpo por reaccionar como lo hacía cada vez que él la tocaba. Era de lo más fastidioso y no le encontraba ningún sentido.
No podía negar que era un hombre fuerte, sexy y atractivo. También era listo y rico. A veces le parecía que hacía aquello por el bien de ella. Le gustaba el lado tierno que tenía muy bien escondido y su sentido del humor.
– Tienes que guardar esas joyas para tu novia de verdad -insistió Emma.
– Bueno, ésa eres tú -repuso la señora Nash-. Tú eres su novia de verdad.
– No, yo no… -comenzó ella, mirando a Alex para que la apoyara.
El se encogió de hombros. Le abrumaba la idea de aceptar una joya de familia.
– Tenemos que organizarnos -le dijo ella.
Necesitaba hacer una lista y decidir con él cómo seria el acuerdo prenupcial, cómo seria la ceremonia, dónde iban a vivir y todo lo demás. Necesitaba sentir que lo tenía todo bajo control.
– Así es -repuso la señora Nash-. Y empezaremos con el diamante Tudor. Está en la caja fuerte del dormitorio Wiltshire. ¿Recuerda la combinación, Alex?
– Sí, la recuerdo -repuso él con impaciencia.
– Bueno, allí no guardamos el licor, así que no tenía por qué suponer que iba a acordarse.
– Tenía que haberla despedido hace años -le dijo a Emma.
Ella se sentía como una intrusa.
– Estoy segura de que el anillo no es para…
– Puede mirar el resto de la colección cuando abran la caja -sugirió la señora Nash-. Nada expresa tanto el compromiso como las esmeraldas.
Alex asintió y se dirigió a Emma.
– ¿Subimos?
Pero ella no estaba dispuesta a dejarse llevar. Tenían que organizarse y calmarse un poco.
– Tenemos que hablar -le dijo ella con energía.
– Podemos hacerlo en el dormitorio Wiltshire.
Capítulo 6
– Tienes que incluir esto en el acuerdo prenupcial -le dijo ella.
Había renunciado a hacerle entender que no quería nada de eso. Se sentó en la gran cama con dosel y se distrajo poniendo una gargantilla de rubíes y diamantes sobre su brazo. Las joyas destacaban mucho sobre su pálida piel. Eran una maravilla.
Katie y ella habían crecido sin problemas económicos gracias a la empresa familiar, pero siempre había sido una compañía más o menos pequeña y habían pasado momento más duros. No tenía nada que ver con la riqueza de los Garrison. Alex sacó un collar de esmeraldas que parecía muy antiguo y valioso. La caja fuerte estaba llena de cajas de piel y terciopelo. Estaba segura de que escondía una fortuna en joyas.
– ¿Para favorecerme a mí o a ti?
– ¿Puedo elegir? Porque una chica como yo podría encariñarse con alguna de estas joyas…
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