Robert había leído dos de los cuatro libros que ella acababa de mencionar y estuvo de acuerdo con ella. Le habían gustado. Hablaron animadamente de eso y de muchas otras cosas, hasta que Pascale sirvió el café. Eric y John ya habían entrado en la conversación, pero las dos mujeres se resistían. No querían que las sedujera, aunque estaba claro que los hombres estaban cayendo rápidamente bajo el influjo de su encanto. Era fácil ver por qué a Robert le gustaba estar con ella. Era natural, inteligente, tenía sentido del humor y era fácil estar con ella. Mucho más fácil en ese momento que con Diana y Pascale. Era Gwen quien charlaba de esto y de aquello con todos, preguntándoles qué habían hecho durante las vacaciones y llevando todo el peso de la conversación, aunque ni Pascale ni Diana se lo ponían fácil. Le contestaban con monosílabos y, en ocasiones, ni siquiera le contestaban, aunque ella no parecía enterarse ni que le importara.
Cuando estaban a punto de acabar el almuerzo, Agathe entró en la sala, aportando una nota cómica que relajó la tensión general. Totalmente ajena al efecto que causaba, pasó canturreando en voz baja, con una pila de toallas en los brazos y uno de los caniches haciendo cabriolas detrás de ella. Salió casi tan rápidamente como había entrado. Gwen se quedó con la mirada fija en ella, mientras el generoso trasero de Agathe se alejaba, balanceándose al ritmo de la música. Llevaba unos shorts con un estampado de piel de leopardo, unos sostenes con brillantitos y sus zapatos favoritos, de satén rojo y tacón alto.
– ¿Qué ha sido eso? -le preguntó Gwen a Robert en un susurro, después de que Agathe hubiera desaparecido-. Parece Liberace vestido de reinona. [1]
Y a pesar de que no querían hacerlo, todos se echaron a reír.
– Eso es Agathe -respondió Robert con una sonrisa, divertido por la acertada descripción que Gwen había hecho. Una de las cosas que le gustaban de ella era que le hacía reír mucho más de lo que había reído en largo tiempo-. Es el ama de llaves -añadió alegremente-. Por lo general, lleva un uniforme negro y un delantal de encaje, pero hoy se ha vestido especialmente para ti -dijo bromeando.
Sus amigos observaron la expresión de su cara. Parecía estar muy a sus anchas con ella. Él, que casi siempre era tan serio, a veces incluso melancólico, en esos momentos parecía más despreocupado de lo que nunca lo habían visto. Pascale pensó que se estaba poniendo en ridículo, mientras Diana se preguntaba si el color del pelo de Gwen era natural. Tenía un llamativo tono rojizo, pero podía ser natural y, en realidad, así era. Era una pelirroja natural, la más rara de las aves de Hollywood, con unos enormes ojos castaños y una piel perfecta y sin pecas. Había mucho por lo que odiarla, si te sentías inclinada a hacerlo.
– ¿De verdad sabe limpiar? -siguió preguntando Gwen.
Robert cabeceó sonriendo. La encontraba enormemente divertida y se sentía de un asombroso buen humor. Lo había estado durante todas las vacaciones y Pascale no podía menos de preguntarse si era porque esperaba la visita de Gwen. No había duda de que no parecía tan desconsolado como unos meses antes, pero John ya había dicho que no era justo que midieran el dolor de Robert por sus esfuerzos por ser agradable y no cargarles a ellos su dolor.
– Pascale dice que trabaja mucho -dijo Robert hablando de su criada, de los atuendos inusuales y la manada de perros que nunca dejaban de ladrar-. Ya conoces a su marido. Bebe un poco, pero es bastante agradable. Venían incluidos con la casa -dijo, a modo de explicación, y Gwen se echó a reír.
– ¿Qué planes tiene todo el mundo para esta tarde? -preguntó Diana, mirándolos con intención.
Ya había decidido que si decían que iban a dormir la «siesta», iba a quedarse de pie en el pasillo, entre sus habitaciones, haciendo cualquier cosa. Estaba dispuesta a hacer todo lo que hiciera falta a fin de proteger la virtud de Robert y, en su opinión, lo mínimo era ponerles las cosas difíciles. Sentía que se lo debía a Anne.
– No me importaría ir a Saint-Tropez un rato, si no os parece mal, a hacer unas cuantas compras.
Gwen le había dicho a Robert en una conversación anterior que le encantaba ir de tiendas y que pocas veces tenía ocasión de hacerlo.
– Te acompaño -dijo él rápidamente y los otros se quedaron mirándolo con los ojos como platos.
Era un secreto a voces que odiaba ir de compras. Igual que Anne. De repente, se había convertido en un hombre diferente.
– ¿Te gusta navegar? -preguntó Pascale, esperando ponerla en evidencia.
– Adoro navegar -dijo Gwen tranquilamente y luego se volvió hacia Robert-. ¿Preferirías ir a navegar? -Al decirlo, lo miraba con delicadeza.
– Podemos hacer las dos cosas -dijo él, con buen sentido-. ¿Por qué no vamos primero a Saint-Tropez?
– Iré a buscar el bolso -dijo Gwen y se dirigió a su habitación.
Robert sonrió a sus amigos. No tenía ni idea de los celos que hervían, ocultos, en el corazón de Pascale y Diana. Las dos mujeres se estaban comportando como si fueran sus propias y malvadas hermanas gemelas.
– Es una mujer agradable, ¿verdad? -dijo, feliz de compartirla con ellos.
– Sí -dijo Pascale, con los dientes apretados.
Su marido la fulminó con la mirada. Pensaba que ella y Diana habían ido demasiado lejos y que Robert y Gwen estaban siendo muy comprensivos. Y, si se lo hubieran preguntado, Eric hubiera dicho lo mismo. Por suerte, Robert no parecía darse cuenta de lo sutilmente hostiles que se habían mostrado sus dos amigas. Admiraba tanto a Gwen que le resultaba difícil imaginar que alguien pudiera sentirse menos deslumbrado que él. Sin embargo, y sin él saberlo, dos de sus mejores amigas estaban decididas a resistirse. La veían como una sirena seductora y una amenaza que había que ahuyentar a toda costa. No importaba lo que hubiera que hacer. Era por el bien de Robert, por supuesto.
Robert salió de la casa con Gwen, después de despedirse de todos y, unos minutos después, oían cómo se alejaba el Deux Chevaux. Entonces, los dos hombres miraron a sus esposas con desaprobación.
– ¿Qué os parece si vosotras dos os relajáis un poco cuando vuelvan? Gwen parece una persona agradable y es la invitada de Robert -les dijo Eric a Pascale y a su mujer y John asintió; era evidente que estaba de acuerdo con él.
– Enseguida se ha dado cuenta de qué pie cojeas, ¿no es así? -dijo Diana con amargura, aludiendo a sus recientes correrías-. No sabía que las pelirrojas fueran tu tipo. Pero bien mirado, supongo que hay muchas cosas tuyas de las que no estoy enterada.
Era un golpe bajo y a Eric no pareció gustarle, pero se mantuvo firme.
– No es de eso de lo que estamos hablando. Si yo fuera Gwen, no me molestaría en deshacer las maletas; me iría directamente al hotel más cercano, en lugar de aguantarnos tantas impertinencias. No tiene necesidad de estar aquí; es Robert quien quiere que esté. Lo está haciendo por él. Es evidente que le importa y no tiene la culpa de que él tenga cuatro amigos que le tuvieran cariño a Anne y que no pueden soportarlo. Es Robert quien decide a quién quiere en su vida y no es asunto nuestro fastidiárselo.
Lo que estaba diciendo tenía sentido, tanto si querían admitirlo como si no.
– Es actriz -dijo Pascale, furiosa-. Puede convencer a cualquiera de cualquier cosa, a ti, a John, a Robert… se dedica a eso. Él ni siquiera sabe quién es ella.
– Puede que lo sepa mejor que nosotros, Pascale. No es estúpido. Es un hombre adulto y es inteligente. Ella es una mujer muy guapa y, si está dispuesta a soportarnos, es que es muy comprensiva. En su lugar, yo no lo haría. Yo nos hubiera enviado, a todos nosotros, a la mierda y me hubiera largado a mitad del almuerzo. Vosotras dos apenas habéis dicho una palabra. Estoy seguro de que hay un montón de gente que haría lo que fuera por estar en su compañía y poder ser amable con ella. No tiene ninguna necesidad de que le pongamos las cosas difíciles. ¿Por qué no nos portamos un poco mejor cuando vuelvan de la ciudad?
Se esforzaba por convencerlas. Nunca había visto a ninguna de las dos actuar de aquella manera. John lo apoyó.
– Eric tiene razón. Si se lo hacemos pasar mal a ella, estaremos hiriendo a Robert más que a ella misma. ¿Por qué no le dejamos que decida por sí mismo?
Además, aunque no quería reconocerlo abiertamente ante Pascale, le gustaba Gwen, mucho más de lo que había esperado. Y le gustaba la forma en que trataba a su amigo, con amabilidad y respeto, humor y cortesía. Había algo increíblemente decente y sensible en ella y John se sentía tan incómodo como Eric por la forma en que su mujer se había comportado.
– ¿Qué os pasa a los dos? -exclamó Diana de nuevo-. Solo porque tiene unas piernas bonitas y lleva minifalda, los dos os habéis enamorado de ella de repente. Tiene veintidós años menos que Robert y él se está poniendo en ridículo. ¿Cuánto tiempo creéis que durará? Aparecerá algún actor joven y apuesto y ella dejará plantado a Robert y, si él se enamora de ella, se le partirá el corazón.
– Puede que ya esté enamorado y puede que ella también lo esté de él. ¿Por qué no lo dejamos en paz? ¿Qué hay de malo, incluso si no dura mucho, si él lo pasa bien el tiempo que dure? Puede ser una estupenda historia para contarle a sus nietos un día, lo de la relación que tuvo con una actriz joven y guapa un verano. Cosas peores pasan, mucho peores -dijo Eric, mirando a su esposa-. No es un hombre casado, por todos los santos. No le debe ninguna explicación a nadie y mucho menos a nosotros. ¿Qué derecho tenemos a impedirle que haga lo que quiera?
– ¿Es que todos los hombres pensáis solo con una parte de vuestra anatomía? -preguntó Diana, en una clara indirecta dirigida a su marido-. Si ya lo entiendo. Es guapa. Lo admito. Pero ninguno de nosotros sabe quién demonios es y apuesto a que Robert tampoco lo sabe. Lo único que quiero es que no haga nada estúpido ni que acabe herido ni que una muñeca tonta de Hollywood se aproveche de él.
– ¿Y cómo? -dijo Eric insistiendo-. ¿Qué va a sacar ella de él? Probablemente, gana más dinero que todos nosotros juntos. Acostarse con él no va a llevarla a ningún sitio. Él no puede darle un papel en una película. Ni siquiera puede eliminar sus multas de aparcamiento, por todos los santos. Si no fuera por él, probablemente ahora estaría en un hotel de cuatro estrellas y no durmiendo en una cama que lo más probable es que se desplome en mitad de la noche, con un baño donde no puedes tirar de la cadena, una criada que le echará el humo a la cara y cuatro personas que le hacen la vida imposible, bajo pretexto de defender a un hombre que, en cualquier caso, quiere estar con ella y que quizá debería hacerlo. Decidme, ¿qué creéis que saca ella, exactamente, de todo esto?
Lo que decía tenía sentido, aunque ninguna de las dos mujeres estaba dispuesta a admitirlo, pero tenía razón y John asintió con la cabeza.
– ¿Y si se casa con ella? -preguntó Pascale, furiosa-. ¿Entonces, qué?
– ¿Por qué no nos preocupamos de eso cuando llegue el momento? -intervino John.
De repente, Eric soltó una carcajada.
– Me acuerdo de la primera vez que cenamos contigo, Pascale. Apenas hablabas inglés, llegaste una hora tarde, llevabas un vestido de satén negro, tan ajustado que no podías ni respirar, y eras una bailarina de ballet, lo cual no es, después de todo, tan diferente de ser una actriz, por lo menos, a ojos de algunas personas. Anne y Diana también desconfiaban de ti. Pero lo superaron; se enamoraron de ti… Todo el mundo te dio una oportunidad. ¿Por qué no podéis hacer lo mismo con ella?
Se hizo el silencio en la sala. Eric miraba a Pascale, hasta que, finalmente, esta apartó la mirada, meneando la cabeza con un gesto negativo. Pero él se había apuntado un tanto y ella lo sabía. Cuando John se enamoró de ella, era una bailarina de ballet, asustada, nerviosa y famélica, y podrían haberla acusado de las mismas cosas que a Gwen. Lo que lo complicaba todo ahora era lo mucho que todos habían querido a Anne. Pero Anne estaba muerta. Y Gwen era la mujer con la que Robert quería estar. Había confiado en ellos, en cierto sentido, al traerla allí y estaban traicionando su confianza siendo poco amables con ella. Pascale entendía el punto de vista de Eric, aunque no estaba dispuesta a admitirlo abiertamente.
Diana, mientras ponía los platos del almuerzo en el fregadero, no admitía nada. Seguía estando tan furiosa con Eric que no quería escuchar nada que él dijera. Para ella, Gwen era solo otra cara bonita con un par de buenas piernas, y él le iba detrás. El hecho de que John estuviera de acuerdo con él, no le importaba lo más mínimo. Estaba tan furiosa con todo el mundo que Gwen solo era otro pretexto para liberar la angustia que sentía.
Los hombres salieron al jardín a fumar sus cigarros y Pascale se quedó en la cocina, ayudando a Diana. Después de un largo silencio, la miró con una expresión inquisitiva.
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