Anne se quitó el abrigo y sonrió a Diana. Aunque solo era seis años mayor que ella, parecía su madre. Tenía unos cálidos ojos castaños y llevaba el pelo gris plateado recogido en un moño. Era bonita, pero nunca se había interesado por su aspecto. Casi no llevaba maquillaje y tenía una piel sedosa exquisita. Prefería dedicar su tiempo al arte, el teatro, los libros difíciles de entender y la música, cuando no estaba ocupada en su bufete legal especializado en asuntos de familia. Era una ardiente defensora de los derechos de los niños y, en los últimos años, había gastado una enorme cantidad de dinero colaborando en la puesta en marcha de programas de ayuda para mujeres maltratadas. Era una labor de amor, por la cual había recibido numerosos premios. Robert y ella compartían la pasión por la ley, la difícil situación de los niños y de las víctimas del maltrato y ambos eran bien conocidos por su apoyo a las causas humanitarias. Unos años atrás, Anne había pensado seriamente en entrar en política y la animaban a hacerlo, pero había decidido no hacerlo por el bien de su esposo y sus hijos. Prefería la vida privada a la pública y no tenía ningún deseo de soportar la atención que se habría centrado en ella. Pese a sus considerables cualidades profesionales, era admirablemente modesta, hasta el punto de ser humilde y Robert estaba muy orgulloso de ella. Era uno de sus más abiertos admiradores.

Cuando Anne se sentó en la sala, Eric se acomodó a su lado en el sofá y le rodeó los hombros con el brazo.

– Bien, ¿y dónde habéis estado estas dos últimas semanas? Me parece que hace siglos que no nos veíamos.

Como cada año, Robert y Anne habían pasado las vacaciones en Vermont, con sus hijos y nietos. Tenían dos hijos casados y una única hija, que había terminado sus estudios de derecho hacía poco. Pero no importaba donde estuvieran ni qué hicieran, siempre volvían para pasar la Nochevieja con sus amigos. Solo habían faltado un año, cuando el padre de Anne murió y ella tuvo que ir a Chicago, para estar con su madre. Pero excepto esa vez, la reunión era un compromiso sagrado para los seis.

– Estuvimos en Sugarbush, cambiando pañales y buscando manoplas perdidas -explicó Anne con una sonrisa.

Tenía un rostro bondadoso y ojos risueños. Tenían cinco nietos y dos nueras, que Diana intuía que a Anne no le gustaban, aunque nunca lo diría en voz alta. Ninguna de las dos trabajaba y Anne no aprobaba que sus hijos les consintieran todos los caprichos. Pensaba que las mujeres debían trabajar. Ella siempre lo había hecho. En la intimidad de su propio hogar, Anne le había dicho repetidas veces a Robert que pensaba que sus nueras estaban muy consentidas.

– Y a ti, ¿qué tal te han ido las vacaciones? -Anne sonrió a su viejo amigo al preguntarlo. Eric era como un hermano para ella, desde hacía muchos años.

– Bien, lo pasamos muy bien con Katherine y Sam. Uno de los hijos de Kathy tiró el árbol de Navidad al suelo, o por lo menos, lo intentó, y en Nochebuena, el más pequeño se metió un cacahuete por la nariz y tuve que llevarlo a urgencias para que se lo sacaran.

– Suena casi perfecto. Uno de los hijos de Jeff se rompió el brazo en la escuela de esquí -dijo Anne, con aire de preocupación y de alivio por haber dejado a sus nietos con sus padres.

Le gustaban sus hijos y sus nietos, pero no tenía reparos en admitir que la agotaban, y Robert estaba de acuerdo. Él quería a sus hijos y nietos y le encantaba pasar tiempo con ellos, pero también disfrutaba de su tiempo solo con Anne. Durante todos aquellos años, su matrimonio había sido una historia de amor, tranquila pero sólida. Él la quería con locura.

– Hace que te preguntes cómo nuestros hijos lograron sobrevivir a la niñez -dijo Diana, dándole una copa de champán y sentándose a su lado, mientras Robert permanecía de pie, bebiendo champán y mirando con admiración a su mujer. Le había dicho lo guapa que estaba y la había besado antes de salir de casa.

– No sé por qué, pero creo que todo era más fácil cuando nuestros hijos eran pequeños -suspiró Anne con una sonrisa-. Puede que fuera porque yo estaba en el despacho en aquel entonces -añadió, sonriéndole a Robert. Pese a su familia y sus trabajos, siempre habían reservado tiempo el uno para el otro y para el amor-. Ahora todo parece más lleno de tensión o puede que, cuando hay niños alrededor, mis nervios ya no son lo que eran. Los quiero mucho, pero es tan agradable pasar una noche tranquila y civilizada, con adultos… -Miró a los Morrison con placer-. En Sugarbush, los decibelios dentro de la casa alcanzaban un nivel que estuvo a punto de volver loco a Robert.

En el coche, los dos habían reconocido que estaban encantados de volver a casa.

– Voy a disfrutar mucho más de mis nietos cuando empiece a perder el oído -dijo Robert, depositando el vaso encuna de la mesa de centro, justo en el momento en que sonaba el timbre de la puerta.

Eran casi las ocho y media, un récord de puntualidad para los Donnally, quienes solían llegar tarde y se acusaban mutuamente por ello, insistiendo con vehemencia que era culpa del otro. Ese día no era diferente.

Eric les abrió la puerta mientras Diana seguía hablando con los Smith y, un segundo después, todos podían oír a Pascale y John.

– Siento mucho llegar tarde -decía Pascale con su marcado acento francés.

Aunque llevaba casi treinta años viviendo en Nueva York y hablaba inglés de forma impecable, nunca había conseguido librarse de su acento ni tampoco había intentado hacerlo. Seguía prefiriendo hablar en francés siempre que era posible, con gente que se encontraba, con los vendedores de las tiendas, con los camareros y varias veces a la semana con su madre, por teléfono. John clamaba que pasaban horas al teléfono. Pese a sus veinticinco años de matrimonio, John seguía negándose rotundamente a aprender francés, aunque entendía palabras clave aquí y allí y era capaz de decir «Merde» con un acento muy convincente.

– ¡John se negó en redondo a coger un taxi! -exclamaba Pascale incrédula y escandalizada mientras Eric le cogía la chaqueta con una sonrisa cómplice. Le encantaban sus historias-. ¡Me obligó a coger el autobús para venir! ¿Puedes creértelo? ¡En Nochevieja y con traje de noche!

Parecía llena de indignación mientras se apartaba un rizo de pelo negro de los ojos. Llevaba el resto del pelo recogido hacia atrás en un apretado moño, igual al que usaba cuando bailaba, solo que ahora llevaba la parte de delante menos tirante. Pese a sus cuarenta y siete años, seguía habiendo algo abrumadoramente sensual y exquisito en ella. Era pequeña, delicada y grácil y sus ojos verdes centelleaban mientras le contaba a Eric su trágica historia.

– No me negué a coger un taxi -explicó John, defendiéndose, mientras Pascale seguía quejándose de él-. ¡No encontramos ninguno!

– ¡Bah! -dijo ella, lanzando rayos por los ojos, fulminando a su marido con la mirada-. ¡Ridículo! ¡Lo que pasa es que no querías pagar un taxi!

John era famoso por su cicatería entre todos los que lo conocían. Pero con la nieve que caía sin cesar, era muy posible, por lo menos en este caso, que no hubieran conseguido encontrar taxi. Por una vez, parecía estar curiosamente tranquilo ante el ataque de su mujer mientras entraban en la sala con Eric para reunirse con los demás. Estaba de un humor excelente al saludar a sus amigos.

– Perdón por llegar tarde -dijo sosegadamente.

Estaba acostumbrado a los arrebatos incendiarios de su esposa y, por lo general, no le perturbaban. Pascale era francesa, se ofendía fácilmente y se indignaba con frecuencia. John, por regla general, era mucho más tranquilo, por lo menos al principio. Le costaba un poco más reaccionar y acalorarse. Era robusto y muy fuerte. Había jugado a hockey sobre hielo en Harvard. Él y Pascale ofrecían un interesante contraste visual; ella, tan delicada y menuda, y él fuerte, con hombros anchos y lleno de vigor. Todos llevaban años comentando lo mucho que se parecían a Katherine Hepburn y Spencer Tracy.

– Feliz Año Nuevo a todos -dijo John, con una amplia sonrisa, aceptando una copa de champán que le daba Diana.

Mientras, Pascale besaba a Eric en las dos mejillas y luego hacía lo mismo con Anne y Robert. Un segundo después, Diana la abrazaba y le decía lo encantadora que estaba. Siempre lo estaba. Tenía unos rasgos exquisitos y exóticos.

– Alors, les copains -dijo-, ¿qué tal fue la Navidad? La nuestra fue horrible -añadió sin detenerse a respirar-. A John, el traje que le regalé le pareció espantoso y él me compró una estufa, ¿os lo podéis imaginar? ¡Una estufa! ¿Y por qué no un cortacésped o un camión?

Parecía furiosa, mientras los otros se reían y su marido se apresuraba a contestarle en defensa propia.

– No te compraría ningún tipo de vehículo, Pascale. ¡Eres una conductora pésima!

Pero por lo menos en esta ocasión lo dijo con buen humor.

– Conduzco mucho mejor que tú -dijo ella, bebiendo un sorbo de champán- y lo sabes. Incluso tienes miedo de conducir en París.

– No tengo miedo de nada francés, salvo de tu madre.

Pascale puso los ojos en blanco y se volvió hacia Robert. A él siempre le gustaba conversar con ella. Le apasionaba el ballet clásico, igual que a Anne, y el buen teatro y, a veces, él y Pascale hablaban de ballet durante horas. También le gustaba practicar su oxidado francés con ella, algo que a ella la hacía muy feliz.

El grupo charló amigablemente hasta la hora de cenar, bebiendo champán, hablando y riendo. John admitió finalmente que estaba contento de haber cogido el autobús y de haberse ahorrado el dinero del taxi y todo el mundo le tomó el pelo por ello. En su círculo, era famoso por lo poco que le gustaba gastar dinero y a todos les encantaba pincharlo. Era el blanco de innumerables chistes y disfrutaba de todos ellos.

Eric y Anne conversaron sobre el esquí en Sugarbush y Diana intervino para decir que se moría por volver a Aspen. Pascale y Robert hablaron del inicio de la temporada de ballet. Y Diana y John comentaron el estado de la economía, del mercado de valores y de algunas de las inversiones de los Morrison. John trabajaba en un banco de inversiones y le entusiasmaba hablar de negocios con cualquiera que le siguiera la corriente. Los intereses del grupo siempre habían armonizado bien y pasaban con facilidad de temas serios a otros ligeros. Cuando Diana les dijo que la cena estaba lista y que podían pasar al comedor, Anne le estaba comentando a Eric que su hijo mayor y su esposa iban a tener otro hijo. Sería su sexto nieto.

– Por lo menos, nunca quedaré traumatizada por que alguien me llame abuela -dijo Pascale, con un tono ligero, pero todos sabían que le dolía más de lo que su comentario dejaba suponer.

Todos recordaban la media docena de años durante los cuales había ido informándoles regularmente sobre los tratamientos intensivos, los medicamentos que tomaba, las inyecciones que John tenía que ponerle varias veces al día y sobre su fracaso en quedarse embarazada. El grupo les había prestado un apoyo inquebrantable, pero todo había sido en vano. Fue una época horrible para John y Pascale y todos temieron que acabara costándoles su matrimonio, pero por fortuna, no fue así.

Para Pascale la auténtica tragedia llegó cuando John se negó de forma tajante a adoptar un niño. Para ella, fue la sentencia definitiva a que la condenaban; nunca tendría un hijo. Y, por lo menos en aquella época, eso era lo único que quería. En los últimos años afirmaba que ya no pensaba en ello, pero todavía parecía nostálgica, a veces, cuando los demás hablaban de sus hijos. Eric incluso había tratado de hablar con John, de convencerlo para que adoptaran a un niño, pero él se había mostrado intransigente al respecto. Su obstinación era absoluta y por mucho que significara para Pascale, se negaba a considerar siquiera la posibilidad de la adopción. No quería criar, mantener o tratar de querer al hijo de otros. Había dejado muy claro que no podía hacerlo, ni siquiera por ella. Los demás lo habían lamentado mucho por ellos.

Pero no hablaron de eso entonces mientras se dirigían hacia la mesa elegantemente dispuesta. Diana preparaba las mesas más bonitas del grupo y hacía los arreglos florales más estéticos. Esa noche había combinado aves del paraíso con orquídeas y había distribuido por toda la mesa campanillas de plata y bellos candelabros, también de plata, con altas velas blancas. El mantel bordado que cubría la mesa había pertenecido a su madre y era espectacular. El conjunto tenía un aspecto soberbio.

– No sé cómo lo haces -dijo Anne con admiración, captando la magia que Diana había creado.

Mientras, la propia Diana permanecía de pie con un porte tan elegante como su mesa, vestida con un traje de satén blanco que tenía el mismo color que su pelo y realzaba su juvenil figura. Se conservaba casi en tan buena forma como Pascale, aunque no del todo, porque esta pasaba seis horas al día bailando con sus alumnos. Anne no había recibido tantos dones como las otras dos mujeres; era atractiva, pero también alta y con huesos más grandes que ellas y, de vez en cuando, se quejaba de que la hacían sentir como una amazona cuando estaban a su lado. Pero en realidad, no le preocupaba; era brillante, divertida, segura de sí misma y era evidente, incluso para ella, lo mucho que Robert la amaba. Le había dicho con frecuencia, a lo largo de los años, que era la mujer más hermosa que había visto nunca y lo decía en serio.