La luz era suave y el aroma procedente de la cocina, delicioso. Pascale había preparado una crema de setas y conejo en salsa a la mostaza como plato principal. Y John había abierto varias botellas de Haut-Brion.

– Huele de maravilla -dijo Anne, calentándose las manos ante el fuego que John había encendido, mientras Pascale pasaba una bandeja con unos canapés de aperitivo.

– No creas todo lo que hueles -le advirtió John, sirviéndoles una copa de champán-. La cena la ha hecho ya sabéis quién -añadió con un gesto de advertencia.

– Toi alors! -le respondió Pascale con una mirada furiosa, antes de desaparecer en la cocina para ver cómo iba la cena.

Cuando volvió para sentarse con ellos en uno de los sofás de terciopelo rojo de la sala, les dijo que tenía buenas noticias para todos. Encima de la chimenea había un cuadro magnífico y velas encendidas por todas partes. En una de las paredes había docenas de fotografías de Pascale con el New York Ballet. La habitación reflejaba las personalidades de los dos, los lugares donde habían estado y su forma de vida. El ambiente de la sala era claramente francés. Incluso había un paquete de Gauloise abierto encima de la mesa. A Pascale le apetecían, de vez en cuando, mientras John fumaba sus puros.

– Venga, cuéntanos, ¿en qué has andado metida? -preguntó Diana, recostándose en el sofá, con su traje pantalón negro de corte impecable, y bebiendo champán.

Había estado trabajando mucho todo el día, organizando otra comida para recaudar fondos en Sloan-Kettering. Eric había estado en pie tres noches seguidas trayendo niños al mundo. Todos parecían más callados de lo usual y algo cansados.

– ¡He encontrado una casa! -dijo Pascale, con una enorme sonrisa, mientras se dirigía hacia un magnífico escritorio antiguo que John y ella habían encontrado en Londres años atrás. Volvió con un grueso sobre de papel Manila y entregó un montón de fotografías a sus amigos-. Voila! Es exactamente lo que queríamos.

Por una vez, John se reservó los comentarios; ya había visto las fotos y, aunque no le gustaba el precio, tenía que admitir que la casa sí que le gustaba. Era una vieja villa, llena de carácter, elegante, bien conservada, con hermosos jardines y deliciosos terrenos. Estaba justo al lado del mar y contaba con un pequeño muelle, con un bonito velero incluido, que sería estupendo para Eric, Robert y Anne, los más marineros del grupo. Las fotografías del interior mostraban una amplia sala llena de muebles rústicos franceses, cinco dormitorios enormes y bien decorados y un comedor lo bastante grande para dar cabida a dos docenas de personas. La cocina estaba impecable, aunque un poco anticuada, pero era acogedora y tenía mucho encanto. Y lo mejor de todo, había una sirvienta y un jardinero, que estaba dispuesto a hacer de chófer. Todos estuvieron de acuerdo en que Pascale tenía razón, parecía la casa perfecta. En realidad se llamaba Coup de Foudre, que significa «flechazo» o «rayo». Estaba disponible para todo el mes de agosto y, lógicamente, debido a lo deseable de la casa, los propietarios querían saber inmediatamente si iban a alquilarla.

– Vaya, tiene un aspecto espléndido, Pascale -dijo Diana encantada, contemplando de nuevo las fotos-. Incluso hay dos habitaciones para huéspedes; si queremos invitar a algún amigo o a alguno de nuestros hijos. Y adoro la idea de la sirvienta. No me importa cocinar, pero detesto tener que limpiar después.

– Exacto -dijo Pascale, entusiasmada al ver que les gustaba-. Es un poco cara -admitió vacilando-, pero dividida entre tres, no está tan mal.

John puso los ojos en blanco al oír la cifra, pero incluso él tenía que admitir que no era un precio desmesurado. Iba a utilizar los puntos de bonificación que tenía para cubrir la tarifa del avión y si las chicas cocinaban la mayoría de veces y no salían cada noche a cenar a restaurantes de moda, casi le parecía razonable.

– ¿Crees que estará tan bien como en las fotos? -preguntó Robert prudentemente, sirviéndose otro de los canapés de Pascale.

Sus habilidades culinarias eran mucho mejores de lo que John admitía. Ya habían devorado la mayoría de los pequeños y bonitos canapés y el aroma que llegaba desde la cocina era delicioso.

– ¿Por qué tendrían que mentirnos? -preguntó Pascale, con aire sorprendido. John le había planteado lo mismo-. La he buscado a través de un agente muy acreditado, pero puedo pedirle a mi madre que vaya a verla, si queréis.

– ¡Cielo santo, no! -dijo John, con aspecto horrorizado-. No permitamos que se meta en esto. Les dirá que soy un rico banquero estadounidense y doblarán el precio.

Parecía angustiado solo de pensarlo, y los demás se rieron de él.

– Creo que parece absolutamente perfecta -dijo Anne atinadamente. El proyecto había despertado su entusiasmo desde el principio-. Creo que tendríamos que decidirnos, para evitar que se la queden otras personas. Incluso si resulta ser un poco menos perfecta que en las fotos, ¿y qué? ¿Cómo de malo puede ser un mes en una villa en el sur de Francia? Voto porque les enviemos un fax esta noche y les digamos que sí que la queremos -dijo con decisión, dirigiendo una cálida sonrisa a Pascale-. ¡Has hecho un trabajo estupendo!

– Gracias -respondió Pascale, con una mirada extasiada.

Le encantaba la idea de un mes adicional en Francia. Siempre pasaba la mayoría de junio y todo julio con su familia en París. Pero este año también podría estar en agosto.

– Estoy de acuerdo con Anne -dijo Robert, sin vacilar-. Y me gusta la idea de las habitaciones de invitados. Sé que a nuestros hijos les encantaría ir unos cuantos días, si a vosotros no os importa.

– Apuesto a que a los nuestros también -afirmó Eric, y Diana asintió.

– No sé si el marido de Katherine podrá escaparse, pero sé que a ella le entusiasmaría ir con los niños y Samantha está loca por Francia.

– Igual que yo -dijo Anne sonriendo-. ¿Todos de acuerdo, entonces? ¿Lo hacemos?

Calcularon rápidamente cuánto le costaría a cada pareja y, aunque John se llevó la mano al pecho, fingiendo que le fallaba el corazón, cuando convirtió la cantidad a dólares, al final todos aceptaron que, para una casa tan grande y bien cuidada como aquella, era un precio justo y valía la pena.

– Trato hecho, pues -dijo Robert, con aspecto de estar encantado.

Sabía que podría organizarse para tomarse el mes libre y quería que Anne se tomara unas vacaciones. Parecía muy cansada y hasta ella misma reconocía que trabajaba demasiado. Robert le había dicho recientemente que creía que debería pensar en retirarse. La vida era demasiado corta para pasar todas las horas del día en el despacho, en el tribunal o preparando argumentos jurídicos para sus abogados. Aunque adoraba su trabajo, la sometía a mucha tensión y sus clientes le exigían mucho. Trabajaba por las noches y, a veces, incluso durante el fin de semana y, aunque su carrera era su pasión, él estaba empezando a pensar que era hora de que aflojara la marcha. Quería pasar más tiempo con ella.

– ¿Te tomarás todo el mes libre? -le preguntó a su esposa, mirándola significativamente, cuando Pascale los llamó a cenar, y Anne asintió, con una sonrisa en los ojos-. ¿Lo dices de verdad? Voy a hacer que cumplas tu palabra, ¿sabes? -dijo y, atrayéndola hacia él, la besó.

Tenía muchas ganas de que pasaran ese mes juntos, en Francia. Los dos últimos años, ella había tenido que interrumpir sus vacaciones para volver al despacho y resolver situaciones críticas de sus clientes.

– Prometo quedarme todo el tiempo -dijo ella solemnemente, y hablaba en serio. Por lo menos, en aquel momento.

– Entonces, vale cada penique que cueste -dijo Robert, feliz, mientras entraban en el comedor cogidos del brazo.

Juntos, tenían un aspecto muy distinguido y muy cálido.

– Especialmente si hay un barco -le dijo ella en broma.

Navegar con él era uno de sus mayores placeres y siempre le recordaba sus primeros veranos en Cape Cod, cuando sus hijos eran pequeños.

Los seis charlaron animadamente de la casa en Saint-Tropez toda la noche. Fue una cena alegre y amistosa. También hablaron brevemente de su trabajo y de sus hijos, pero la mayor parte del tiempo lo dedicaron a la villa y al tiempo que estaban planeando pasar en Francia.

Más tarde, mientras estaban sentados en el comedor, saboreando un Château d'Yquem, sentían la cálida sensación del placer que les esperaba. Les parecía que iba a ser un verano perfecto para todos.

– Incluso podría ir unos días antes, si me dejan, para organizarlo todo y comprar lo que necesitemos para la casa -ofreció Pascale, aunque no habría mucho que añadir; el folleto decía que la casa estaba completamente equipada con ropa de cama, toallas y todo lo necesario en la cocina.

Eric dijo que estaba seguro de que la pareja que iba incluida con la casa probablemente lo tendría todo a punto.

– No me importa ir antes de que lleguéis todos vosotros, de verdad -insistió Pascale alegremente e incluso su marido sonrió. Habían preparado un plan muy atractivo.


Era casi medianoche cuando se separaron y los Morrison y los Smith compartieron un taxi hasta el East Side. Seguía lloviendo, pero estaban de muy buen humor. Anne se recostó en el asiento del taxi y les sonrió. Robert sospechó que era el único que se daba cuenta de lo cansada que parecía. Tenía aspecto de estar agotada.

– ¿Estás bien? -le preguntó Robert cariñosamente después de dejar a los Morrison.

Anne había estado más callada que de costumbre durante el trayecto y podía ver que estaba cansada. Otra vez se había estado exigiendo demasiado.

– Estoy perfectamente -dijo con menos energía que convicción-. Solo estaba pensando en lo agradable que será pasar un mes en Francia. No se me ocurre ninguna otra cosa que me gustara más hacer contigo que pasar las vacaciones así; leyendo, descansando, navegando, nadando. Me gustaría que no faltara tanto.

Parecía como si las vacaciones estuvieran todavía muy lejos.

– A mí también -respondió Robert.

El taxi los dejó frente a su casa en East Eighty-ninth Street y se apresuraron a entrar para refugiarse de la lluvia. Mientras la miraba quitarse el abrigo en su cómodo piso, pensó que su esposa parecía pálida.

– Me gustaría que te tomaras algún tiempo libre antes del verano. ¿Por qué no cogemos un fin de semana largo y nos vamos a algún sitio cálido unos cuantos días?

Se preocupaba por ella; siempre lo había hecho. Era lo más precioso de su vida. Más aún que sus hijos, Anne siempre había sido su máxima prioridad. Era su amor, su confidente, su aliada, su mejor amiga. Era el centro de su existencia.

En los treinta y ocho años que llevaban juntos, cuando estaba embarazada y en las escasas ocasiones en que había estado enferma, la había tratado como si fuera un precioso y frágil objeto de cristal antiguo. Por naturaleza, él era una persona muy cariñosa. Era algo que ella amaba en él; su ternura, su atención, la amabilidad de su carácter. Lo había percibido la primera vez que se vieron y los años le habían demostrado que no se había equivocado. En cierto sentido, ella era más resistente que él, más dura, más fuerte y, en algunas cosas, menos indulgente. Cuando defendía los derechos de sus clientes o a sus hijos, era temible, pero su corazón siempre había pertenecido a Robert. No se lo decía con frecuencia, pero el suyo era un vínculo que había vencido la prueba del tiempo y necesitaba de pocas palabras. Cuando eran jóvenes, solían hablar más, de sus esperanzas, de sus sueños y de cómo se sentían. Robert era el romántico, el soñador que imaginaba cómo serían los años venideros. Anne siempre era más práctica y más inmersa en su vida diaria. Con el paso de los años, parecía haber menos necesidad de hablar, menos necesidad de planear y mirar hacia adelante. Se limitaban a avanzar, cogidos de la mano, un año tras otro, satisfechos con lo que habían hecho, respetando las lecciones aprendidas. La única tragedia compartida fue la pérdida de su cuarto hijo, una niña, al nacer. Anne había quedado deshecha, pero se había recuperado rápidamente, gracias al apoyo y a las atenciones de Robert. Fue Robert quien lloró a la pequeña durante años y quien todavía hablaba de ella de vez en cuando. Anne había dejado atrás su duelo y, en lugar de lamentar lo que había perdido, estaba satisfecha con lo que tenía. Sin embargo, sabiendo lo profundamente que Robert sentía las cosas, tenía cuidado con sus emociones y era siempre amable. Él era la clase de persona a quien se quiere proteger de las cosas que hacen daño. Anne siempre parecía un poco más capaz que él para encajar los golpes que da la vida.

– ¿Qué quieres hacer mañana? -le preguntó él, cuando ella se metía en la cama, a su lado, con un camisón de franela azul.

Era una mujer atractiva, no guapa, pero sí distinguida, elegante y bien parecida. En algunos aspectos, pensaba que era, ahora, incluso más atractiva que cuando se casaron. Tenía ese aspecto que mejora con el paso del tiempo. Se conservaba bien, su compañera de toda la vida.