– No has cambiado -le había respondido ella. Y así había sido; hasta el último día había seguido siendo ese diablillo que ella tanto amaba.
Los ojos se le llenaron de lágrimas y los cerró. Cuando volvió a abrirlos, Salvatore estaba mirándola, impactado.
·¿Estás bien? -murmuró cuando salieron de la iglesia.
·Sí, es sólo que de pronto he empezado a pensar en Antonio. Crees que no lo echo de menos porque me río y bromeo, pero te equivocas. Si supieras lo equivocado que estás.
– Puede que esté empezando a entenderlo -respondió el con delicadeza.
·Solía hablarme de este lugar, de la preciosa playa y de cómo algún día pasearíamos por ella. ¿Te importaría si no vuelvo con vosotros al barco? Me gustaría quedarme aquí un rato.
– No quiero dejarte sola.
·Estaré bien. Te veré esta noche en el palazzo.
·-Está bien -Salvatore cedió, aunque no se quedó muy contento con la idea.
Helena se despidió de todos, les prometió que los vería por la noche y dejó que Lionello le besara la mano Después, se quedó allí viendo cómo se alejaban los barcos.
Aunque nunca había estado en esa playa con él, descubrió que era un lugar maravilloso para recordar a Antonio. Allí podía estar sola, pasear por la arena dorada que parecía extenderse kilómetros, escuchar las olas y llevar a su marido en el corazón.
Ojalá estuvieras aquí conmigo. Cuánto nos reiríamos de cómo me miran tus primos. Te encantaría y me animarías a coquetear con ellos, pero después disfrutarías más cuando nos vieran marcharnos juntos. Oh, caro, te echo tanto de menos.
Era curioso cómo la pasión que había encontrado con Salvatore no había logrado disminuir su anhelo por Antonio. Había más de una clase de amor.
Amor. Había amado a Antonio. En el caso de Salvatore, se resistía a contemplar esa palabra, pero ahí estaba.
No, no lo amaba. Lo suyo no era amor y no tenía nada de qué preocuparse.
Con esa idea clara, atravesó la isla hasta el embarcadero y allí subió al ferry que la devolvería a Venecia.
En el palazzo Veretti, el salón de banquetes resplandecía. Dos mesas largas ocupaban el centro de la gran sala montadas con la porcelana y el cristal más finos.
Helena se había engalanado con sobriedad para la ocasión llevaba un vestido negro largo de dos piezas con un escote discreto-que, por otro lado, no ocultaba ningún aspecto de su belleza porque eso resultaba imposible.
La sentaron entre Salvatore y su abuela, que no podía ocultar la hostilidad que sentía hacia ella a pesar de profesarle un gran afecto a la memoria de Antonio y de decir que estaba encantada de haber conocido a su viuda. Por eso Helena se alegró cuando el baile comenzó y pudo huir de su lado.
Le concedió el primer baile a Lionello, después a su hijo y luego a uno de sus nietos, un chico de diecinueve años que mostraba con mucho descaro cómo suspiraba por ella. Al joven le siguieron muchos otros, todos compitiendo por el derecho de tener en sus brazos a Helena de Troya. Franco, el hombre que había anotado las apuestas durante la subasta, pasó por delante de ella diciendo:
– Voy a sacar una fortuna con esto.
– ¡Franco, no te atrevas! -le dijo Helena.
– No puedo evitarlo.
– Bueno, pues asegúrate de que donas algo al hospital -le gritó mientras el hombre se alejaba bailando antes de que un grupo de gente lo rodeara.
Antonio parecía estar tras ella ese día. Había estado en la Isla de Lido y ahora volvía a estar allí, recordándole noches como ésa en la que había presumido ante todos de ser su esposo.
– ¿Y te hice sentirte orgulloso, verdad? -susurró ella.
·¿Cómo dices? -le preguntó su pareja de baile. Sorprendida, ella alzó la vista y se encontró en los brazos de Salvatore.
– Tu última pareja se estaba exhibiendo a tu lado. Apenas te has dado cuenta.
– Lo siento… estaba pensado en otra cosa.
·¿En otra cosa o en otra persona? -preguntó con un frío y severo tono que la hizo enfadarse.
– No me interrogues. Soy dueña de mis pensamientos, aunque no lo creas. Hoy te estás comportando de un modo muy extraño.
Él lo sabía y estaba furioso consigo mismo por haberlo dejado ver. Durante todo el día había visto a la gente mirándola y después mirándolo a él con envidia. En otro momento habría disfrutado siendo el acompañante de la mujer más bella, pero ahora odiaba que otros hombres miraran a Helena. Sabía lo que estaban pensando, que imaginaban estar haciendo el amor con ella y, por lo que a él respectaba, estaban traspasando su propiedad privada.
– ¿Por qué estás tan serio conmigo?
– Porque no soy Antonio.
– ¿Y qué significa eso?
·Que a diferencia de él, no me hace gracia verte alardeando ante otros hombres.
– ¿Cómo te atreves?
– No te hagas la inocente. Sabes muy bien lo que has estado haciendo.
– Si lo he hecho, ha sido por él, a modo de despedida.
– Una excusa muy astuta, aunqe no es lo suficientemente buena.
– Hago lo que me place, con o sin tu permiso. No intentes ordenarme nada porque no lo toleraré.
Él la agarró con más fuerza.
·¿Que no…?
·Ha sido un día largo. Creo que me iré pronto.
· -¿Vas a hacerme un desaire delante de todo el mundo?
– No digas tonterías. Me voy ahora mismo.
·Preferiría que no lo hicieras.
– Me marcho ahora!
·¿Crees que te lo voy a permitir? -se dio cuenta demasiado tarde de que no debería haber pronunciado esas palabras.
·¿Quieres probar? Iré hacia la puerta, intenta detenerme y veremos quién de los dos sale peor parado.
– Stregai -ya la había llamado bruja antes, pero en aquella ocasión había sido a modo de cumplido. Ahora sonó como una palabra cargada de veneno.
·Buenas noches, signor Veretti. Gracias por una noche tan agradable, pero debo irme ya. Me despediré de tu familia y después me iré.
·¡No lo harás!
·¿Es que vas a insistir?
Por un momento Helena creyó que se pondría a discutir con ella allí mismo, pero él se controló a tiempo, no sin antes lanzarle una advertencia con la mirada diciéndole que eso no quedaría así. Después, con mucha educación, le ofreció a su barquero para que la llevara al hotel.
·No, gracias. Prefiero ir paseando.
– Yo te acompañaré…
·No, iré yo…
– Yo me he ofrecido primero…
Mientras los jóvenes competían por ir con ella, Salvatore la agarró por el brazo y le susurró:
·¿Vas a estar tan loca de irte con ellos?
·No te preocupes. Si alguno se me acerca demasiado, los demás lo tirarán al canal. Buenas noches. Y así se marchó, seguida por una multitud.
Tal y como había supuesto, sus admiradores se comportaron y ya en el hotel les recompensó tomándose una copa con ellos en el bar antes de retirarse a su habitación y de negarse categóricamente a que la acompañaran arriba.
Exactamente una hora después alguien llamó a su puerta. La abrió y, tal y como había esperado, allí estaba Salvatore.
·Supongo que sabías que vendría -le dijo una vez dentro.
·Me lo imaginaba.
·¿Qué demonios creías que estabas haciendo?
·-Ser una buena invitada y pasármelo bien.
– Tú lo has pasado bien y también todo el mundo viendo cómo te exponías.
– Si pretendes que me lo tome como un insulto, no lo has conseguido. Así es como me gano la vida, exponiéndome.
Eso lo enfureció del todo y ella se alegró de verlo. Tal vez estaba corriendo un riesgo al provocarlo, pero no le importaba. Se sentía poderosa, desesperada por provocarlo más y más.
·Pero claro, tienes que saber cómo hacerlo… lo meor es ser sutil.
Se quitó la falda y la tiró al suelo. Salvatore la observaba respirando entrecortadamente y le quitó la parte de arriba de un tirón. Después, se desnudó y la tendió en la cama.
·¿Y si ahora te pidiera que te fueras? -le preguntó
– ¿Es que vas a insistir? -repitió sus palabras de antes.
Delicadamente, Salvatore la despojó de su ropa interior negra y por fin se situó entre sus piernas y se adentró en ella, sin permiso, llenándola, poseyéndola.
Algo dentro de ella explotó. Ya recuperaría su independencia más tarde, ya lo desafiaría y lo retaría, pero por el momento estar con él era lo único que le importaba.
– ¿Qué dices ahora? -le preguntó él.
Lentamente, ella giró la cabeza sobre la almohada, Lo miró a los ojos y murmuró:
Lo que digo es… ¿por qué has tardado tanto en venir?
Capítulo 10
ESTABAN tumbados en la oscuridad. Ya casi estaba amaneciendo y se habían amado hasta el agotamiento. Pero ahora simplemente estaban tumbados, desnudos, descansando.
– Tendré que volver pronto y pasar el día desempeñando mi papel de anfitrión. Pero mañana por la mañana se irá el último de los invitados y entonces vendré directamente aquí. Quiero estar a solas contigo.
·Suena de maravilla, pero ¿es posible estar a solas en Venecia?
– Lo es donde voy a llevarte.
– ¿Y qué lugar es ése?
·Espera y verás -le respondió sonriendo-. Lo único que te diré es que… lleves ropa cómoda.
– Define «cómoda».
·Camiseta y pantalones.
A regañadientes, Salvatore salió de la cama y comenzó a recoger su ropa del suelo. Cuando había terminado de vestirse, se sentó en la cama y le tomó la mano.
– Lo siento si antes he dicho algo que haya podido ofenderte.
– Lo sé -Helena se sentó en la cama y apoyó la mejilla en su hombro-. A veces las cosas se nos van de las manos
– Gracias. Eres muy generosa.
– Por cierto, cuando llegues a casa, no entres de puntillas. Asegúrate de que todo el mundo sepa que has estado fuera durante horas.
– ¿Quieres decir…?
·¡Así esos jovencitos sabrán que has conseguido lo que ellos no han logrado!
·Eres una mujer muy, muy malvada -le respondió él entusiasmado antes de besarla.
– Lo sé, ¿no te parece divertido? Ahora vete. Necesito dormir mucho antes de volver a ser malvada.
Helena pasó la mayor parte del día durmiendo y descansando y a la mañana siguiente recibió un mensaje de Salvatore diciéndole que estuviera preparada a las diez en punto. Y a esa hora exactamente llegó él conduciendo una gran lancha motora blanca.
– Me dijiste que me pusiera pantalones -se defendió Helena ante su mirada de sorpresa.
·Pero no unos de cadera tan baja y tan ajustados que… bueno…
·Son los únicos que tengo.
– Ya. Bueno, sube, que yo intentaré concentrarme n conducir. No será fácil, pero lo intentaré.
Hacía un día maravilloso, lleno del encanto de los días del inicio del verano.
·¿Adónde vamos? -gritó ella por encima del ruido del motor.
·A una de las islas.
Helena sabía que había multitud de islas en la laguna, lugares tan pequeños que nadie vivía allí.
– Es diminuta -dijo al llegar, impresionada.
– Así es. Vamos hasta esos árboles, desde ahí podrás verla entera.
– Es una maravilla. ¿Es tuya? -preguntó una vez llegaron a los árboles, desde donde podía divisarse Venecia a lo lejos.
Sí. Era de mi madre. Me traía aquí cuando era pequeño y me prometió que algún día sería mía Dijo que era un lugar en el que refugiarte cuando el mundo se te hacía demasiado grande. Y tenía razón.
– No puedo imaginarme que alguna vez hayas pensado que el mundo era demasiado para ti.
·Claro, pero aquí puedes esconder tus debilidades para luego resurgir más fuerte ante la gente.
Fue como si Salvatore hubiera abierto una diminuta ventana a su interior, como si fuera un hombre distinto. Pero volvió a cerrarla otra vez diciendo:
·Deja que te enseñe la casa. Está allí, detrás de esos árboles.
Era tan pequeña y sencilla que Helena ni siquiera se había percatado de que estaba allí.
De camino a la pequeña construcción, él le tomó la mano y, al llegar, Helena comprobó que a pesar de su aislamiento, tenía todo tipo de comodidades, incluso agua corriente, electricidad y calefacción.
·Entonces aquí podrías tener un ordenador para trabajar.
– Nada de ordenadores. Tengo un teléfono móvil para que puedan contactar conmigo en caso de emergencias y una radio, pero nada más.
Encantada, pudo ver que ése lugar estaba diseñado para que una persona se evadiera del mundo.
Estando en la cocina, Salvatore sacó una bolsa que había llevado y que contenía pan fresco, patatas, un par de bistecs y ensalada.
·Espera a probar cómo cocino.
·¿Un hombre que vive en un palazzo sabe cocinar? No me lo creo.
– ¿Me estás desafiando?
·Si quieres verlo de ese modo…
Se puso manos a la obra mientras ella echaba un vistazo por la casita, que tenía dos dormitorios, un salón y una pequeña librería, todo ello con un mobiliario muy sencillo, nada que ver con el lujo que normalmente rodeaba a Salvatore.
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