Salió de la habitación en un instante y se dirigió a la puerta principal. Estaba de suerte. Salvatore no la había cerrado con llave y pudo abrirla.

Si lograba alejarse lo suficiente podría esconderse y, cuando el tiempo se calmara, incluso podría echarse a nadar. Era una magnífica nadadora y podría mantenerse a flote hasta que pasara algún barco y la recogiera, pero por el momento lo único que tenía que hacer era correr y correr, motivada por la furia y el miedo. No le dejaría ganar, no se lo permitiría.

La lluvia estaba empapándola, estaba convirtiendo la arena en un barrizal y haciéndola, avanzar cada vez más despacio. Podía oírlo tras ella e intentó correr más deprisa, pero estaba al límite de sus fuerzas. No lo lograría, pero debía hacerlo.

Era demasiado tarde. Salvatore la alcanzó, la tiró al suelo y la agarró con fuerza. Nunca había tenido oportunidad de escapar de él. Se rebeló contra él, forcejeó, pero él la sujetaba sin problemas, era demasiado fuerte, de modo que Helena dejó de resistirse y se quedó tumbada, respirando entrecortadamente. Después él se levantó, la agarró por la cintura y comenzó a caminar hacia la casa. Ella intentó liberarse, pero el intento fue en vano.

Ahora estaban en la casa; él había cerrado la puerta con llave y la llevaba al dormitorio. No le dijo nada y había, algo que resultó aterrador en su silencio cuando la tiró sobre la cama y comenzó a desabrocharle los botones.

– No. Esto no puedes hacerlo.

– Sí que puedo. De ahora en adelante lo haremos a mi manera.

Le quitó la chaqueta, la tiró al suelo y con horror Helena se dio cuenta de que pretendía desnudarla a la fuerza. Le golpeó, pero no sirvió de nada. Una a una fue quitándole las prendas hasta dejarla completamente desnuda.

Allí estaba ella, tendida y mirándolo con odio. Los recuerdos de la pasión que habían compartido asaltaron su mente y quiso llorar, angustiada ante el hecho de que algo que parecía amor estuviera acabando de ese modo. Cuando todo pasara, sentiría que no le quedaba nada en el mundo.

Él se quedó allí, de pie por un momento, mirando su desnudez. Después entró en el baño y salió con una gran toalla que le echó por encima.

– Sécate. Y hazlo deprisa antes de que agarres una neumonía. No quiero que mueras por mi culpa.

Y con esas palabras salió del dormitorio.

Capítulo 12

UNA LUZ cegadora penetró en la oscuridad y la despertó. Ella abrió los ojos para ver el sol entrando en el dormitorio y a Salvatore a su lado.

– Te he traído té -le dijo antes de marcharse.

El té, al igual que las horas de sueño, le había sentado bien.

Se miró, llevaba una combinación que había sacado de la maleta que se había llevado y que sólo contenía ropa interior. La noche anterior se había secado a toda?cica, ce había puesto lo primero que había encontrado y se, había metido bajo el edredón. Miró a su alrededor en busca de la ropa que Salvatore le había quitado, pero había desaparecido.

Él abrió la puerta lentamente.

– ¿Quieres más té?

– Lo que quiero es mi ropa.

– Aún está mojada. La he tendido para que se seque. -Necesito algo para ponerme encima -dijo con tono firme.

– Bien -se desabrochó la camisa y se la dio-. Me temo que esto es lo único que tengo ahora.

Le sirvió para cubrirla del todo, pero al sentir su prenda sobre su cuerpo y verlo con el torso desnudo lamentó haber aceptado la camisa.

Salvatore se retiró al instante y volvió con más té y el desayuno.

·¿Huevos cocidos? -preguntó ella.

·Creía que en Inglaterra los comíais. Y no me mires así, con tanta desconfianza.

– ¿Cómo no voy a hacerlo después de lo que has hecho?

·Es cierto, pero no será por mucho más tiempo. Quiero que me escuches y después te devolveré tu teléfono, podrás pedir ayuda, acusarme de secuestro y puede que esta noche ya esté en la cárcel. Lo estarás deseando, pero primero escúchame.

·¡Como si alguien fuera a arrestarte a ti en Venecia! -dijo enfadada.

– ¿Y qué me dices de la gente que te estuviera espe-. rando en el aeropuerto? Cruza los dedos y pronto me verás encerrado.

A Helena le pareció oír un tono de resignación, de derrota en su voz, pero prefirió no pensarlo. No volvería a bajar la guardia ante él. Nunca.

– Estoy deseando verte encerrado.

Él se la quedó mirando y después se marchó sin decir nada.

Se comió todo el desayuno, que estaba delicioso, salió de la cama, fue a darse una ducha y volvió a ponerse la camisa.

Al mirar en su bolso vio que no faltaba nada excepto el teléfono. Allí, guardado en su pequeño estuche, estaba el corazón de cristal que le había regalado Antonio y sintió el impulso de ponérselo. Eso le diría a Salvatore dónde residía su corazón en realidad y la hizo sentirse segura, como si Antonio estuviera protegiéndola, tal y como a menudo le había dicho que haría.

Cuando salió, Salvatore la estaba esperando en la terraza y se sentó a cierta distancia de él.

– ¿A qué estás jugando? -le preguntó ella.

– No es ningún juego. No debería sorprenderte que haya evitado que te marcharas a Inglaterra después de tu descripción gráfica de lo que ibas a hacer allí. Dijiste que…

– Que iba a ganar dinero para vencerte…

– Helena, seamos sinceros. Nuestra lucha no tiene nada que ver con el dinero o el cristal. Estamos predestinados a estar juntos. Empezamos siendo enemigos, pero eso no evitó que te deseara más que a ninguna mujer que haya conocido. No, no digas nada -levantó una mano para indicarle que se callara-. No digas nada sobre esa figura de cristal. Se diseñó mucho antes de que nos conociéramos y, si ha salido ahora, ha sido por un desafortunado accidente. Es sólo que…

Ahí se detuvo, el dolor y la confusión lo dejaron sin palabras. Nunca había sabido cómo describir sus sentimientos o tal vez se debía a que no había tenido ningún sentimiento que mereciera la pena expresar. Pero ahora lo embargaban las emociones y aun así no sabía qué decir.

«Tonto, idiota. ¡Di algo! ¡Lo que sea!».

¿Por qué no lo ayudaba Helena? Ella siempre sabía elegir y utilizar las palabras de la forma más inteligente.

·¿Es sólo qué? -preguntó ella.

– Nada. De todos modos, no me creerías.

La esperanza que había despertado brevemente dentro de ella volvió a morir.

– Tienes razón, probablemente no te creería. Dejémoslo aquí.

Se levantó para marcharse, pero él la detuvo.

·¿Vas a rendirte sin ni siquiera intentarlo? -le preguntó con dureza.

No estoy segura de que merezca la pena intentarlo. Deja que me vaya.

Pero la agarraba, aterrorizado ante la idea de que pudiera alejarse de él física y emocionalmente.

– He dicho que me sueltes.

Y él lo hizo, la soltó, despacio. Cuando Helena se apartó se oyó un pequeño estrépito y al mirar abajo vieron que su corazón de cristal se había roto en pedazos.

·¡Oh, no! -gritó Helena cayendo de rodillas. -Lo siento -dijo él con desesperación-. Ha sido un accidente, no pretendía…

Ella recogió los pedazos de cristal, se levantó y se apartó de él.

– Mira lo que has hecho -dijo llorando.

– Helena, por favor… Podemos encontrar uno exactamente igual.

En cuanto pronunció esas palabras, Salvatore supo que había cometido un gran error.

– ¿Igual? ¿Cómo te atreves? Nada podría parecerse.

·Sé que era un regalo de Antonio, pero…

·No era un regalo, era el regalo, el primero que me hizo. Lo llevé puesto cuando nos casamos y cuando estaba muriendo en mis brazos, lo tocó y me sonrió. ¿Puedes devolverme eso?

En silencio, él sacudió la cabeza. Había hecho algo terrible y no sabía cómo arreglarlo o si había algún modo de hacerlo. El dolor que estaba sintiendo Helena lo destrozaba por dentro, se sentía tan impotente que pensó que iba a volverse loco.

Estaba acostumbrado a verla como una mujer fuerte, pero verla así lo hundió por completo y el sonido de sus lágrimas despertó los fantasmas que lo habían consternado durante años.

Suéltalo -dijo agarrándole las manos, que aún tenían los pedazos de cristal rotos-. Suéltalo antes de que te hagas daño.

Logró quitárselos sin cortarla y ella no se movió, simplemente se quedó allí temblando.

– ¿Qué te pasa? -le suplicó-. Por favor, dímelo, háblame.

Helena negó con la cabeza, pero no con actitud de desafío, sino con impotencia.

– No te dejaré marchar hasta que me lo cuentes todo -le dijo Salvatore con la voz más dulce y tierna que Helena había oído nunca.

Pero no pudo responderle, se sentía sin fuerzas, indefensa.

– Háblame de Antonio. Nunca hemos hablado mucho de él y tal vez deberíamos hacerlo.

Los sollozos le impedían hablar y Salvatore la abrazó.

– Sé que me equivoqué. Helena, por favor…

– Antonio y yo nunca fuimos marido y mujer en el sentido estricto de la palabra, pero yo lo amaba a mi modo. No lo entenderías. No sabes nada del amor.

– Tal vez pueda comprenderlo más de lo que crees.

– No, para ti las cosas son muy sencillas Ves algo, lo quieres y lo tienes, pero el afecto y la amabilidad nunca entran en juego.

Salvatore dejó caer la cabeza sobre ella.

·Amaba a Antonio porque era bueno y generoso y él me amaba sin buscar nada a cambio.

– Pero no lo entiendo. Podrías haber tenido al hombre que quisieras…

·Así es, podría. Cualquier hombre que hubiera querido, pero no- quería a ninguno. No los deseaba. Todos pensaban lo mismo que tú, que les pertenecía si había dinero de por medio.

¡No! Ya te he dicho que lo siento. ¿Cómo puedo hacer que me creas? Te juzgué mal, pero la primera vez que hicimos el amor supe que eras distinta a como yo pensaba.

– Cuando tenía dieciséis años conocí a un hombre llamado Miles Draker. Era fotógrafo de moda y dijo que podía convertirme en una estrella. Me enamoré totalmente de él, habría hecho cualquier cosa que me hu biera pedido. No me importaba ser famosa, sólo quería estar con él todo el tiempo. Era una vida maravillosa; hacíamos el amor por las noches y me fotografiaba durante el día mientras me decía: «Recuerda lo que hicimos anoche, imagina que está sucediendo ahora, imagina que estás intentando complacerme». Y yo lo hacía. Después, cuando me miraba en las fotos lo veía en mi cara. Creía que lo que se reflejaba en ella era amor, pero por supuesto eso no era lo que él quería. Pronto me convertí en una estrella, tal y como él me había dicho, y fui la chica más feliz del mundo. Y entonces descubrí que estaba embarazada. Estaba emocionada. ¡Menuda tonta! ¡Idiota!

– No digas eso.

·¿Por qué no? Es verdad, lo era. Estúpida, ignorante…

·¿Eso era lo que te decía él?

– Eso y muchas otras cosas. Creí que se alegraría con la noticia, pero se puso furioso. Justo cuando íbamos a triunfar, yo iba a estropearlo todo. Quería que me librara del bebé y cuando le dije que no lo haría, empezó a gritarme -comenzó a llorar otra vez y Salvatore la abrazó con más fuerza hasta que se calmó.

·Continúa. ¿Qué hizo?

– Siguió gritándome, insultándome, diciéndome que era una gran oportunidad para los dos y que estaba siendo una egoísta. Pero yo no podía hacerlo, era mi hijo, tenía que protegerlo. Intenté hacérselo entender, pero se enfadó todavía más. Recuerdo cómo me dijo: «¿No estarás pensando en que nos casemos, verdad?».

– Esperabas una prostituta -dijo ella con amargura.

– No, pero esperaba una mujer con experiencia. Y en lugar de eso… no sé… fue como hacerle el amor a una jovencita en su primera vez.

Ella estuvo a punto de volcar en él toda su rabia, pero de pronto vio algo en sus ojos que no había visto antes. Vio sinceridad, como si su vida dependiera de que ella lo creyera.

·No era mi primera vez. Pero sí mi primera vez en dieciséis años.

Él la llevó hacia sí, esperando que Helena lo rodeara con los brazos o respondiera de algún modo, pero ella se quedó quieta.

– Mírame -le susurró él-. Por favor, Helena, mírame.

Algo en su voz le hizo girar la cara, mostrando un rostro abatido y vulnerable. Al momento él la estaba besando en los labios, en las mejillas, en los párpados, y no con pasión, sino con ternura.

– No pasa nada -le susurró-. Todo irá bien. Estoy aquí.

No sabía por qué había dicho eso o por qué pensó que esas palabras la calmarían. Ella no lo quería allí, a su lado. Se lo había dejado muy claro.

– Helena… Helena…

Ella movió la mano ligeramente hacia él y Salvatore creyó haberla oído pronunciar su nombre Inmediatamente la tomó en brazos, la llevó al dormitorio y la tendió en la cama, donde se tumbó a su lado.

·Confía en mí.

La llevó hacia él, no con intenciones sexuales, sino ofreciéndole calidez, protección, y ella pareció entenderlo así porque se aferró a él como nunca antes lo había hecho.