Pero ella lo vio y supo exactamente lo que Antonio había querido decir. Salvatore era alto, mediría más de metro ochenta, tenía el pelo negro y los ojos marrón oscuro, de un tono que parecía tragarse la luz. Helena se preguntó si iría al gimnasio. Bajo su convencional vestimenta, podía notar unos músculos duros proclamando un predominio de cuerpo, y no sólo de mente.
Su rostro tenía dos caras; una sensual, oculta bajo la superficie, y otra de rígido autocontrol. Al recordar la furia y la frustración con la que le había oído hablar antes y comparándolas con esa actitud educada de ahora, supuso que estaba haciendo un gran esfuerzo por controlarse.
Sin embargo, a pesar de estar enmascarada, la sensualidad se dejaba ver en la ligera curva de su boca, en el modo en que sus labios se rozaban. Todo su ser reflejaba una sensación de poder contenido y dispuesto a explotar en cualquier momento.
Se estaba moviendo entre el grupo y, al ver que eran ingleses, dejó de hablar en italiano y comenzó a preguntarles educadamente por qué había querido visitar una fábrica de cristal y por qué ésa en particular. Su actitud era agradable, cercana, y su sonrisa aparentemente cálida. Bajo otras circunstancias, Helena lo habría encontrado un hombre encantador.
Cuando se fijó en ella, se quedó callado brevemente, algo que siempre les sucedía a los hombres al ver su belleza. En un instante, Helena decidió cuál sería su próximo movimiento.
¿Por qué no divertirse un poco?
Y así, llevada por un perverso impulso, le dirigió una seductora sonrisa.
– ¿Le apetece una copa de vino? -le preguntó Salvatore mientras se acercaba a ella.
·Gracias.
Se la sirvió él mismo y se situó a su lado, a la vez que le preguntaba educadamente:
·¿Se está divirtiendo?
Salvatore no tenía la más mínima idea de que ella era el enemigo que estaba tan seguro de poder vencer. Y Helena, como modelo, a menudo había necesitado actuar y ahora emplearía esas tácticas de interpretación para asumir un papel de inocente entusiasmo.
– Sí, mucho. Los lugares así me fascinan. Es maravilloso poder ver cómo funcionan por dentro.
Lo miró fijamente con esos ojos grandes y azules que habían logrado hacer llorar a los hombres más duros. Él la recompensó con una media sonrisa que claramente le decía que le gustaba su físico, que no lo estaba engañando con sus tácticas, pero que no le importaba pasar el tiempo así siempre que ella no exagerara.
«¡Descarado!», pensó Helena. Estaba evaluándola como si fuera una posible inversión para ver si le merecía la pena malgastar su tiempo con ella.
Para ser la belleza que era, Helena no era engreída, pero aquello estaba resultando insultante. Después de los comentarios que había oído desde la puerta del despacho, aquello era prácticamente una declaración de guerra.
Pero ella también le había declarado la guerra, aunque Salvatore no lo supiera, y ahora había llegado el momento de tantear el terreno.
– Es una pena que las excursiones a este lugar sean tan cortas -comentó entre suspiros-. No hay tiempo para ver todo lo que quieres.
– ¿Por qué no le enseño un poco más todo esto?
– Eso sería maravilloso.
Unas miradas de envidia la siguieron, a la mujer que había capturado al hombre más atractivo de la sala en dos minutos y medio. Al salir, se oyó una voz tras ellos.
– Todas podríamos hacerlo si tuviéramos sus piernas. Helena contuvo la risa y él sonrió.
·Imagino que estás acostumbrada a esto -murmuró sin añadir nada más, no hacía falta.
La visita resultó fascinante. Él fue un guía excelente con un don para explicar las cosas simple pero detalladamente.
·¿Cómo consiguen ese precioso tono rubí? -premntó ella maravillada.
– Emplean una solución de oro como agente colorante -le respondió.
Otra de las cosas que le resultaron impactantes fue la hilera de tres hornos. El primero contenía el cristal tundido en el que se hundía un extremo de la caña. Cuando se había trabajado y enfriado un poco el cristal, volvía a calentarse en el segundo horno a través de un agujero que había en la puerta, el Agujero Sagrado. Eso se repetía una y otra vez manteniendo el cristal en a temperatura ideal para moldearlo. Cuando se había conseguido la forma perfecta, pasaba al tercer horno, donde se enfriaba lentamente.
·Me temo que puede tener demasiado calor aquí dentro -comentó Salvatore.
Ella negó con la cabeza. Era verdad, hacía un calor infernal, pero muy lejos de resultarle incómodo, parecía bañarla con su resplandor. Se mantuvo todo lo cerca que se atrevió de la luz roja que salía del Agujero Sagrado mientras sentía como si su ser estuviera abriéndose a ese feroz resplandor.
·Volvamos -le dijo Salvatore.
Muy a su pesar, Helena dejó que la sacara de allí. El calor estaba haciendo que la sangre le recorriera las venas con más fuerza que nunca y se sentía misteriosamente exaltada.
– ¿Se encuentra bien? -le preguntó él con las manos sobre sus hombros y mirando a su encendido rostro.
– Sí, muy bien -murmuró ella.
– Despierte -le dijo zarandeándola suavemente. -No quiero.
– Sé lo que siente. Este lugar resulta hipnótico, pero tiene que tener cuidado. Venga.
La llevó hasta el lugar donde un hombre estaba soplando un cristal por una caña y girándolo lentamente para que no se combara y perdiera su forma. Al verlo, Helena volvió a la realidad.
·Resulta increíble que siga haciéndose de este modo. Sería más fácil usar una máquina.
– Así es. Hay máquinas que pueden hacer el trabajo y, si eso es lo que buscas, está bien. Pero si lo que quieres es hacer un trabajo perfecto, una creación hermosamente esculpida por un artesano que vuelca su alma en su arte, entonces tienes que venir a Murano.
Hubo algo en la voz de Salvatore que le hizo mirarlo rápidamente.
– No hay nada parecido -añadió Salvatore-. En un mundo donde las cosas están cada vez más mecanizadas, aún queda un lugar que está luchando contra las máquinas.
Soltó una breve carcajada.
– Nosotros, los venecianos, siempre mostramos devoción por todo lo que tenga que ver con Venecia. Para el resto del mundo la mayoría de las cosas que decimos parecen estupideces.
– Yo no creo que…
– Hay algo más que podría interesarle -añadió como si no la hubiera oído-. Por aquí.
Helena lo siguió, intrigada, no por lo que fuera a enseñarle, sino por el breve brillo que había visto en sus ojos y al que él puso freno tan bruscamente.
– No todo el cristal es soplado -dijo mientras la conducía hasta la siguiente sala-. Las figuras y las joyas quieren de un arte distinto.
Una pieza llamó la atención de Helena, un colgante en forma de corazón. El cristal parecía ser azul oscuro, pero con el movimiento cambiaba de malva a verde. Lo sostuvo en la mano mientras pensaba en una pieza exactamente igual, a diferencia del color, que teía en el hotel, en su joyero. Había sido el primero regalo que le había hecho Antonio.
«De mi corazón al tuyo», le había dicho sonriendo un modo que la había conmovido.
Lo había llevado puesto en la boda y también en su funeral, para complacerlo.
·¿Le gusta? -le preguntó Salvatore.
·-Es precioso.
Se lo quitó de las manos
– Dese la vuelta.
Así lo hizo y sintió cómo él le echaba el pelo a un lado, le colocaba la cadena alrededor del cuello y la abrochaba. Sus dedos le rozaron ligeramente la piel y de pronto ella quiso alejarse, pero arrimarse a la vez y sentir sus manos sobre el resto de su cuerpo.
Y entonces ahí acabó todo, dejó de sentir el roce de los dedos y volvió a la realidad.
– Le sienta muy bien -dijo Salvatore-. Quédeselo
. -Pero, no puede dármelo a menos que… Oh, Dios tío, usted es el encargado de la fábrica -se llevó la tano a la boca en un gesto de sorpresa fingida-. He estado robándole su tiempo…
– No, no soy el encargado.
– Entonces, ¿es usted el dueño?
La pregunta pareció desconcertarlo. No respondió y ella aprovechó para presionar un poco más.
Este lugar es suyo, ¿verdad?
– Sí. Al menos pronto lo será, cuando se aclaren unas cuestiones sin importancia.
Helena se le quedó mirando. Eso sí que era arrogancia a gran escala.
– Cuestiones sin importancia -repitió ella-. Ya entiendo. Quiere decir que hay un acuerdo de venta y que en pocos días se hará con el poder. ¡Es maravilloso!
– No tan rápido. Algunas veces hay que negociar un poco.
– Oh, vamos, está tomándome el pelo. Apuesto a que es usted uno de esos hombres que ve algo, lo quiere y se empeña en conseguirlo. Pero alguien se lo está poniendo difícil, ¿no es así?
Para su sorpresa, Salvatore sonrió.
– Tal vez un poco, pero nada a lo que no pueda hacer frente.
Resultaba maravilloso cómo la sonrisa transformaba su rostro y lo dotaba de un aire de encanto.
·¿Y qué pasa con el pobre propietario? -dijo ella, bromeando-. ¿Sabe lo que está pasando o acaso le está esperando esa maravillosa sorpresa a la vuelta de la esquina?
En esa ocasión él se rió a carcajadas.
– No soy un monstruo, por mucho que usted pueda pensarlo. Lo juro. Y el propietario es una mujer que probablemente tendrá sus propios ardides.
– Algo, a lo que por supuesto, usted sabrá enfrentarse.
– Digamos simplemente que aún no me ha vencido nadie.
– Hay una primera vez para todo.
– ¿Eso cree?
Helena se le quedó mirando, desafiándolo y provocándolo.
Conozco a los hombres como usted. Cree que puede con todo porque nunca le ha sucedido lo contrario. Usted es la clase de hombre que provoca a los demás a que le den un puñetazo sólo para tener así una nueva experiencia.
· Siempre estoy abierto a nuevas experiencias. ¿Le gustaría darme un puñetazo?
·Algún día seguro lo haré. Ahora sería un esfuerzo demasiado grande.
Él volvió a reírse; fue un sonido desconcertantemente agradable que la invadió.
– ¿Lo reservamos para el futuro? -preguntó él. -Estaré deseando que llegue.
– ¿Desafía a todos los hombres que conoce? -Sólo a los que creo que lo necesitan.
– Podría darle una respuesta obvia, pero hagamos una tregua.
·Siempre que sea armada -señaló ella.
·Mis treguas siempre son armadas.
Salvatore paró a una joven que pasaba por allí y le dijo algo en veneciano. Cuando la chica se marchó, él dijo:
– Le he pedido que nos lleve algo para tomar afuera, donde podamos sentarnos.
Era una terraza con vistas a un pequeño canal con tiendas a lo largo de la orilla. Resultaba agradable tomar café allí.
·¿Es su primera visita a Venecia?
·Sí, llevaba años pensando en venir, pero nunca lo hacía.
– ¿Ha venido sola?
·Sola.
·Me cuesta creerlo.
·Me pregunto por qué.
·Dejémonos de juegos. No hace falta que diga que a una mujer tan bella como usted nunca debe de faltarle compañía.
– Pero tal vez hace falta que usted sepa que una mujerpuede preferir estar sola. No es siempre el hombre el que elige, ¿sabe? A veces es ella la que decide y manda al hombre a paseo.
Él sonrió irónicamente.
– Touché. Supongo que me lo merezco.
– Y tanto.
– ¿Y nos ha mandado a todos a paseo?
– A algunos. Hay hombres con los que no se puede hacer otra cosa.
– Debe de haber conocido a unos cuantos.
– A bastantes. La soledad puede llegar a resultar muy atrayente.
– Y por eso viaja sola.
– Sola…, pero no me siento sola.
Eso pareció desconcertarlo. Tras un instante, dijo en voz baja:
·Pues entonces usted debe de ser la única persona que no se siente así.
– Estar con uno mismo, estar a salvo de los ataques de los demás y sentirse feliz por ello no es muy duro.
– Eso no es verdad y lo sabe -respondió el mirándola fijamente-. Si lo ha conseguido, es la única. Pero no creo que lo haya hecho. Es su manera de engañar al mundo… de engañarse a sí misma.
La pregunta la desconcertó y tuvo que respirar hondo antes de responder:
– No sé si tiene razón. Tal vez nunca lo sabré.
·Pero a mí me gustaría saberlo. Me gustaría ver qué hay detrás de esa máscara que lleva puesta.
·Si me la quitara para todo el mundo, entonces no habría razón para llevarla.
– No para todo el mundo. Sólo para mí.
De pronto, a Helena le costó respirar. Fue como si una nube hubiera cruzado el sol sumiendo al mundo en la sombra,haciendo que las cosas que hacía un momento eran sencillas resultaran complejas.
·¿Por qué debería contarle lo que no le cuento a nadie? -logró decir al final.
Sólo usted puede decidirlo.
– Es verdad. Y mi decisión es que… -vaciló. Algo en los ojos de Salvatore intentaba hacerle decir lo que él quería oír, pero tenía que resistirlo-. Mi decisión es que he guardado mis secretos hasta el momento y pienso seguir haciéndolo.
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