Se situó junto a ella, que se había detenido frente a una fotografía de boda.
– Mis padres.
Fue la novia la que despertó la atención de Helena; joven, hermosa, rebosante de felicidad y amor y sin poder apartar la mirada de su esposo. No había duda de que el hombre era el padre de Salvatore, aunque había algo que no encajaba. Sus rasgos eran similares, pero a él le faltaba la intensidad de su hijo, esa intensidad que siempre haría que Salvatore destacara en el mundo.
Al lado había más fotografías de la familia.
– Ahí está Antonio -dijo Helena-. ¿Quién es la mujer que está sentada a su lado?
– Es mi madre.
– ¿Qué? ¿Pero si…?
Impactada, siguió mirando la foto sin poder creer que esa mujer de mediana edad fuera la esplendorosa novia de la fotografía anterior. Estaba demasiado delgada y se la veía tensa. Estaba detrás de un joven Salvatore, al que agarraba posesivamente por el hombro como si él fuera lo único que tuviera.
Miró a las dos fotos, horrorizada.
– ¿Cómo sucedió? ¡Está tan cambiada!
– La gente cambia con el paso del tiempo.
·Pero no podían haber pasado tantos años desde la boda y parece como si hubiera vivido una espantosa tragedia.
·Mi madre se tomaba sus responsabilidades muy en serio, no sólo en casa, sino en las muchas causas benéficas que apoyaba.
Pero Helena no quedó convencida con la respuesta; tenía que ser algo más que el paso de los años, aunque sabía que no tenía derecho a seguir preguntando. Le echo un último vistazo a la imagen.
Pobre mujer -suspiró-. ¡Parece tan triste!
Sí -dijo él en voz baja-. Lo era. ¿Seguimos?
Fue casi una sorpresa descubrir que aún tenían comida en la mesa. Tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo y es que, en realidad, habían sucedido muchas cosas. Se habían enfrentado el uno al otro guiados por la desconfianza y la aversión, pero la atracción física que había surgido entre los dos era innegable. Inesperada y no deseada, pero innegable, y los había atrapado a ambos.
Helena se obligó a no pensar en ello porque estaba viendo que sus sentidos estaban recobrando la vida que habían perdido hacía años. Se mantuvo fría y así se sentó lanzándole a Salvatore una sonrisa que bien podría haber sido un misil.
Ahora voy a terminarme esta tarta. Es deliciosa.
¿Quieres un café?
– ¡Me encantaría!
Los dos ya se habían situado de nuevo detrás de sus barrricadas, estaban alertas, armados, preparados para lquier cosa.
– Bueno, entonces, ¿vas a hacerme esperar para la fábrica?
– Eso por lo menos, aunque lo más probable es que nunca la consigas.
·¿No estarás pensando en serio en quedártela? -le preguntó con un tono de incredulidad que la irritó.
·¿No es eso lo que he estado diciendo todo el tiempo? ¿O es que no me has escuchado?
·No me lo he tomado en serio. Estabas enfadada conmigo, tal vez con razón, pero ya te has divertido y ahora ha llegado el momento de ser realistas.
– Tienes razón, así que escúchame. No tengo la inción de vender. ¿Por qué iba a hacerlo?
Porque no sabes nada sobre el negocio -respondió él exasperado-. Ninguna mujer conoce el negocio de verdad.
·No puedo creer lo que he oído. Ya estamos en el siglo xxi
·Si estás pensando en dirigir la fábrica, adelante. Pero en poco tiempo te verás arruinada y caerás en mis manos
– Está claro que no voy a dirigirla yo. Antonio me dijo que el supervisor es excelente. Y no cuentes con que vas a obligarme a vender porque no puedes hacerlo.
·Creo que acabarás viendo que sí puedo. Tengo unos cuantos ases en la manga.
·Seguro que sí, pero yo también tengo algunos. Salvatore sonrió y alzó su copa.
·Por nuestro enfrentamiento. Esperemos que los dos lo disfrutemos por igual.
·Oh, yo tengo intención de hacerlo -dijo Helena mientras brindaba con él.
Él comenzó a reírse, sorprendiéndola con un tono que resultó verdaderamente cálido, incluso encantador. Sin embargo, Helena se apresuró a decirse que eso no sería más que otro de sus trucos.
·Esta noche hemos hecho un largo y tortuoso viaje. ¿Cuándo dos personas han aprendido tanto el uno del otro en tan poco tiempo y, a la vez, siguen sin saber nada?
– Nada -repitió ella-. Es verdad, pero no seremos tan tontos como para olvidarlo¿verdad?
– No,si es posible,aunque el peligro de las ilusiones es que parecen muy reales,sobre todo las mejores,las más deseables.
Ella asintió.
– Después conspiraremos contra nosotros mismos al creer lo que deseamos creer,al convencernos de que la ilusión es la realidad y que la realidad es la ilusión. ¿Y cómo lo podemos saber?
– Es fácil. Lo sabemos cuando es demasiado tarde.
Sí -susurró ella-. Eso es verdad.
Salvatore estaba a punto de responder, pero algo que vio en ella le dejó en silencio. Ella estaba mirando a lo lejos y él tuvo la sensación de que ni siquiera lo veía, que ni sabía que estaba ahí.
– ¿Qué sucede? Dime algo, Helena.
Pero siguió callada,perdida en un mundo en el que él no podía entrar.
Capítulo 4
HELENA estaba en otro lugar inmersa en cientos de nuevas impresiones. La más desconcertante era el modo en que Salvatore y ella estaban hablando, como si sus pensamientos tuvieran una instintiva conexión. Era imposible, pero Salvatore sabía lo que estaba pensando y eso sólo le había sucedido con Antonio.
No duraría mucho. Seguían siendo enemigos, aunque por un momento Helena se adentró en un mundo en el que los enemigos se unían en una extraña alianza.
Después la niebla se disipó y salió de ese mundo.
– Es hora de marcharme -dijo ella lentamente-. ¿Puedes llamar a tu gondolero?
– Si quieres, sí, pero preferiría acompañarte al hotel.
– Está bien. Gracias.
Salvatore agarró su chal y se lo echó delicadamente sobre los hombros. Ella se preparó para sentir sus dedos contra su piel, pero eso no sucedió. Deliberadamente o no, él le echó la seda por encima sin tocarla.
Salieron del palacio por una puerta lateral que conducía directamente a un diminuto callejón.
– ¿Dónde estamos? Estoy perdida.
– No estamos lejos del hotel. Antes has venido recorriendo la larga curva del canal, pero por aquí atajaremos. ¿No te contó Antonio cómo engañan las distancias en Venecia?
Él le había puesto una mano sobre el hombro para guiarla por la oscuridad y, mientras, ella se sentía segura.
– No me lo contó todo.
– Me alegro. Me alegro mucho -y tras un instante, le preguntó-: ¿Qué te contó de mí?
– Me dijo que tuviera cuidado -respondió Helena riéndose.
·¿Y lo tendrás?
– Siempre me fié de los consejos de Antonio y siempre resultaron ser buenos.
·¿Te dijo que eres lo suficientemente fuerte como para desafiarme o eso lo has descubierto tú sola?
·Lo supe desde el primer momento.
Salvatore la giró hacia él y miró su rostro, iluminado por la luz de la luna. Su cara estaba cubierta de sombras, pero aun así Helena pudo verle los ojos y leer lo que estaban diciendo.
– Porque sabías que tus armas eran mejores -murmuró él-. Y ahora ya estoy dispuesto a admitirlo. Ni siquiera estoy intentando resistirme a ellas porque pueden conmigo.
Helena notó su mano en un lado de su cara y al instante sintió los labios de Salvatore rozar los suyos, alegrándose de que estuviera oscuro porque de pronto todo cambió, el mundo ya era un lugar distinto y nada era lo que había sido.
La boca de Salvatore se movía con delicadeza, lentamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo y mientras, ella, contenía el aliento, petrificada por lo que estaba sucediendo en su interior. Había imaginado que sucedería, se había creído preparada para enfrentarse a ello, pero nada podría haberla preparado para el modo en que su ser estaba recobrando la vida.
Fue como si no hubiera tenido vida antes, como si el mundo hubiera comenzado en ese preciso momento y fuera maravilloso, lleno de luz y de fuego. Y quería explorarlo más, quería ver qué intensidad alcanzaría el fuego y cómo de cegadora podía llegar a ser esa luz.
Llevó las manos hacia los hombros de Salvatore, tal vez con la intención de apartarlo, aunque lo que hizo en realidad fue aferrarse a él.
Los años de abstinencia le habían enseñado a verse como una mujer fría, cuyo fuego había muerto para siempre.
Hasta ese momento y con ese hombre en particular, el último por el que debería haberse sentido atraída. Eran combatientes, enemigos, pero en sus brazos estaba descubriendo que la enemistad podía resultar excitante.
De modo que lo llevó hacia ella, lo besó en busca de más de ese placer que había surgido de la nada. Y él, al ver su reacción, comenzó a acariciarla, discretamente al principio, y seductoramente después.
Ahora Helena lo deseaba, lo deseaba todo de él. Debía llevarlo a su cama, tenderse desnuda a su lado, ofrecerse a él y sentirlo en su interior.
El instinto le decía que Salvatore podía mostrarle nuevos mundos, llevarla hasta las estrellas y darle la satisfacción que le había sido negada durante tanto tiempo. La mujer que llevaba dentro pedía que la llevara hasta ese lugar, estaba dispuesta a cualquier cosa, a ofrecerle cualquier cosa.
«¡Ofrecerle cualquier cosa!».
Las palabras parecieron gritarle, como demonios riéndose a carcajadas de su inocencia. Con qué facilidad la había arrastrado y ella, que se había enorgullecido de estar preparada, había sucumbido sin protestar. ¡Cuánto tenía que estar disfrutando Salvatore!
Se acabó. El deseo quedó extinguido al instante y convirtió su cuerpo en hielo. Una parte de ella quería gritar, pero la otra parte sabía que así estaba más segura.
Seguridad. Eso era lo que importaba. Lo único que importaba.
Oyó pasos a lo lejos.
– Alguien viene -dijo Salvatore apartándose-. No queremos que nos vean así.
En un momento ya habían llegado a la Plaza de San Marcos, no muy lejos del hotel. Mientras caminaban, ella iba planeando qué decir cuando llegaran allí -y cómo iba a disfrutar borrándole esa sonrisa de la cara.
Entraron en el hotel. Le dejaría acompañarla hasta el ascensor, le estrecharía la mano y se despediría de él con frialdad. Sin embargo, a pocos metros del ascensor, él dijo:
– Buenas noches, signora, y gracias por una noche encantadora.
– ¿Qué has dicho?
·He dicho buenas noches. Creo que los dos sabemos que no es el momento.
– ¿Qué quieres decir con eso?
Salvatore le respondió en voz baja.
·Quiero decir que cuando esté listo para hacerte el amor, no entraré en tu habitación dejando que todo el mundo me vea.
– ¡Cuando tú…! ¿Cómo te atreves? ¡Cerdo arrogante!te estás engañando a ti mismo si crees que te deseo.
·Yo no me estoy engañando, pero tal vez tú sí. La decisión ya ha sido tomada, es sólo cuestión de tiempo. Eso ha estado claro desde el primer momento.
– No sé…
– No finjas -la interrumpió bruscamente-. Sabes tan bien como yo lo que hay. Decidiste seducirme en el mismo momento en que te convertiste en mi enemiga, como una forma de demostrar tu poder. Y me parece bien porque yo decidí lo mismo y cuando llegue el momento estaremos igualados en poder. Hasta puede que te deje ver lo mucho que te deseo, pero seré yo quien elija cuándo y dónde. ¿Está claro?
– Debes de haber perdido la cabeza -le dijo Helena furiosa.
– No, pero he mirado dentro de la tuya y la encuentro fascinante. No nos apresuremos. Podemos pelear y pelear y complacemos el uno al otro a la vez. Estoy deseándolo.
Bueno, pues yo no.
Entró en el ascensor corriendo e intentó cerrar, pero él se apresuró a entrar con ella y pulsó el botón que cerró las puertas.
– Estás mintiendo, Helena -dijo-. O tal vez te estás engañando Sea lo que sea, disfrutaremos descubriéndolo.
– No, no lo haremos. Y ahora ten la amabilidad de ¡salir de aquí!
Él no se movió, se quedó mirándola fijamente con un dedo sobre el botón.
– Volveremos a vernos pronto -murmuró.
Sin darle tiempo para responder, Salvatore soltó el botón y salió del ascensor. Furiosa, ella subió al tercer piso y una vez en su habitación, cerró de un portazo.
En ese momento podría haberlo matado. Salvatore la había excitado deliberadamente y, cuando casi la había vuelto loca, le había mostrado que era él, y no ella, el que estaba al mando de la situación.
Y el hecho de que ella hubiera intentado hacerle lo mismo a él lo hacía peor, mucho peor. Pero lo más grave era que su excitación había vuelto después de que él la rechazara y estaba atormentándola de nuevo.
Después de quitarse la ropa, se metió en la ducha y abrió el grifo del agua fría.
– ¡No! ¡No va a suceder! ¡No lo permitiré!
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