Ella cerró los ojos y soltó un suspiro extasiado que no hizo nada para aliviar el estrangulamiento que sentía él en los pantalones.
– Donuts y brownies -murmuró ella con tono sexy-. Mis favoritos. En especial cuando, están recién salidos del horno. ¿Alguna otra debilidad?
– Sí, los ojos castaños claros, grandes, con apestañas largas y hoyuelos en las mejillas. ¿Y tú?
– Yo siempre he tenido algo por los ojos azule, el pelo oscuro… y los amantes de los donuts.
– Creo que eso me convierte en el tipo más afortunado del planeta.
Y pensó que le encantaría que le preguntara qué quería en la vida, porque no le costaría resumirlo en una única palabra-: «Tú». Pero ella no lo preguntó. De hecho; permaneció en silencio, con la mirada clavada en sus ojos mientras despacio le acariciaba la extensión del dedo corazón. La caricia seductora, combinada con esos ojos hermosos que lo estudiaban, lo hipnotizó.
– Aunque tampoco puedo descartar los brownies caseros con doble ración de helado y chocolate.
– ¿Doble ración de helado y chocolate? ¿Están tan buenos como suenan?
– Es como un orgasmo de brownies.
Sintió como si acabara de encender un soplete y lo hubiera achicharrado con él.
– Suena… delicioso.
– Como nada que hayas probado antes.
– Me gusta probar cosas nuevas -por su mente centelleó una imagen de él lamiéndole el cuerpo-. ¿Existe la posibilidad de que compartas la receta?
– Bueno, supongo que podría dártela -sonrió-. Pero luego tendría que matarte.
– Te das cuenta de que me estás abocando a un futuro lamentable, lleno de brownies comprados en los supermercados.
– ¿Sabes cocinar?
– No, a menos que cuentes preparar una tostada hasta dejarla negra. Pero mi hermana, sí. Probablemente, si me pusiera de rodillas y me ofreciera a lavarle el coche uno o dos años, me haría los brownies.
– ¿No tienes novia o esposa a la que le guste cocinar?
Quería saber si estaba libre.
– Jamás he tenido esposa, y no hay ninguna novia en la actualidad. ¿Y tú?
– Ni esposa ni novia -se burló ella-. Tampoco marido o novio.
Jackson soltó el aire que no se había dado cuenta de que había contenido. Si estaba libre, sólo podía llegar a la conclusión de que la población masculina de Atlanta necesitaba gafas.
Antes de que pudiera contestar, ella devolvió su atención a la palma de la mano.
– Y ahora esta… -pasó la yema por la línea superior de la palma-… esta es la Línea del Corazón. La posición y extensión de esta línea, combinada con tu pleno Monte de Venus, indica que tienes una naturaleza apasionada y sensual -lo miró a los ojos-. Que eres un amante generoso, atento y afectuoso.
Lo recorrió otra descarga de calor. Quizá hubiera estado así de excitado en algún momento de su pasado, pero maldita sea si podía recordar cuándo.
– Una declaración muy provocativa -murmuró. Invirtió la situación, le tomó la mano y pasó las yemas de los dedos sobre la palma de ella, acariciándola del mismo modo-. Parece que también tu Monte de Venus es pleno -musitó, apretando con gentileza la piel-, y tu Línea del Corazón es casi idéntica a la mía -la miró a los ojos-. Plantea la pregunta interesante de qué podría pasar si dos naturalezas tan apasionadas y sensuales se unieran.
Los ojos de ella se oscurecieron.
– Una pregunta interesante, desde luego -convino con suavidad. Luego, con sonrisa picara, se soltó la mano-. Pero ésta es tu lectura.
Él se reclinó en la silla y extendió los dedos sobre la tela de la mesa.
– Entonces, por favor, dime más, Madame Omnividente. Soy todo tuyo.
Apartó los ojos de los suyos y volvió a estudiarle la palma.
– Ohhh. Muy interesante.
– ¿Voy a ganar la lotería?
– No estoy segura acerca de la lotería, pero parece que muy pronto vas a ser muy afortunado.
– ¿Cuánto de afortunado?
– Te veo con una mujer. Te sientes muy atraído por ella.
Él sonrió.
– Esto se te da muy bien.
– Y también ella se siente muy atraída por ti.
– Las cosas no dejan de mejorar.
– Ella lleva puesto un vestido rojo. Estáis sentados cerca en un rincón íntimo, compartiendo una botella de vino.
– ¿Tinto o blanco?
– Ella prefiere blanco. Te está diciendo que quiere hacer realidad todos tus sueños más sensuales. Y tú le dices que le quieres devolver el favor.
Él se adelantó hasta que sólo quedaron separados por unos quince centímetros.
– Es una conversación llena de posibilidades, y decididamente una declaración que me gustaría oír de labios de ella. Y contestarle del mismo modo. ¿Ese rincón íntimo podría estar situado en el bar del Marriott, donde me alojo?
– De hecho, creo que sí.
– ¿Y esa diosa del vestido rojo me dirá esas cosas hoy, alrededor de la medianoche?
– Decididamente, es una posibilidad.
La puerta de la tienda se abrió y el joven encargado de recaudar el dinero dijo:
– Se acabó el tiempo.
Ella se reclinó en su silla y despacio le soltó las manos.
– Tu tiempo se ha acabado.
Podría haberse quedado donde estaba, mirándola, tocándola, charlando con ella durante horas.
– ¿Qué te parece si le doy al encargado otro billete de cinco? ¿O uno de diez, o de veinte?
Le sonrió y lo reprendió moviendo un dedo.
– Lo justo es justo, y hay otros clientes esperando. Además, no es necesario. Tengo la premonición de que tu lectura se hará realidad.
– Bien. De lo contrario, me vería obligado a regresar para exigir que me devolvieran el importe de la entrada -le tomó la mano, se la llevó a los labios y besó la piel cálida y aterciopelada del interior de la muñeca. Tenía un delicioso olor a canela y vainilla. Y le encantó el modo en que sus ojos se oscurecieron con el gesto-. Estaré esperando en el bar del Marriott a medianoche a mi mujer del vestido rojo. Y podrá estar segura de que haré realidad todos sus sueños sensuales.
Ella inclinó la cabeza en respuesta silenciosa, con una sonrisa secreta jugando en las comisuras de sus labios.
Después de una última demora visual, él se marchó. Fugazmente, consideró volver a la fila para que le leyera otra vez la fortuna, pero tenía como, mínimo una docena de personas por delante, y el horario de cierre se acercaba.
– Me moría de ganas de hablar contigo -le dijo Riley a Gloria mientras la guiaba hacia el aparcamiento. Se había escabullido por la salida trasera de la tienda y luego casi había arrancado a su amiga del puesto de algodón de azúcar.
Gloria ni siquiera intentó contener un bostezo.
– Me asombra que tengas energía para hablar. Yo estoy cansadísima -con la cabeza indicó lo que llevaba Riley en el brazo-. ¿De dónde has sacado ese hipopótamo rosado?
– Uno de los clientes lo olvidó en la tienda -respiró hondo-: No vas a creer lo que he hecho.
– Lo creeré. Estoy tan agotada, y los pies me duelen tanto, que creeré cualquier cosa.
– No sólo me desprendí de mi manto de Señorita Aburrida y Sosa, sino que lo he incinerado para siempre.
– ¿Y eso qué significa?
– Que he conocido al hombre que encenderá mi mecha. Es el hombre más atractivo que he visto en mi vida. Le dije que quería hacer realidad todos sus sueños más sensuales, y que luego quería que me devolviera el favor.
Gloria se detuvo y la miró atónita.
– No te creo.
– Te lo juro -apenas pudo contenerse de dar vueltas-. Fue tan… liberador. Hace siglos que no me siento tan libre, tan loca, tan atrevida, tan joven. -tomó el brazo de su amiga mientras continuaban hacia el coche y terminaba de contarle el encuentro con su atractivo desconocido. Concluyó con-: No puedo explicarlo, Gloria. Le eché un vistazo con el ridículo hipopótamo bajo el brazo, y fue como si se dispararan todos los fuegos artificiales. Y el modo en que me miraba… como si fuera más deliciosa que el chocolate… -el recuerdo reavivó el calor que había sentido.
– Desde luego, suena para comérselo -movió las cejas con gesto exagerado-. Es una pena que no fuera a comprar algodón de azúcar. Bueno, ¿vas a quedar con él?
Riley respiró hondo y frunció el ceño.
– Quiero, pero me falta tanta práctica… Una cosa es coquetear con él en una feria. Otra quedar en su hotel. No sé nada de él.
– Claro que sí. Sabes que tiene una sonrisa arrebatadora, que no tiene mujer ni novia, que no le da vergüenza ir con un hipopótamo rosado y que le gustan los donuts.
– Y los brownies -añadió, Riley.
– Exacto. Entonces, ¿qué más necesitas saber?
– No estaría mal conocer su nombre -repuso con tono seco-. O si tiene un historial delictivo. Pero es evidente que no lo descubriré hasta no quedar con él. Y no puedo negar que me gustaría volver a verlo. Aunque sólo sea para ver si esa chispa inicial ha sido real o imaginada.
– Correcto. Además, deberías devolverle el hipopótamo. Apuesto a que se lo olvidó a propósito, con la esperanza de que se lo lleves al hotel.
– Se aloja en el Marriott -musitó-. Eso significa que es de fuera. Probablemente ha venido para asistir a una conferencia, lo que es un plan perfecto. Podría quedar con él en el bar del hotel, un lugar público, y charlar un rato. Conocerlo un poco. Si me doy cuenta de que no me gusta, me marcho. Pero si decido que la chispa no se debió a mi imaginación y es tan apetecible como creo que es, y quedo convencida de que se trata de una persona decente, podré abusar de él.
– Y lo próximo que sabrás es que está en un avión de regreso al lugar de donde procede, y nunca más oirás hablar de él -convino Gloria-. Habrás disfrutado de un noche estupenda, sin ataduras, de pasión desbocada con un hombre que enciende tu fuego con sólo tenerlo delante.
Una imagen del atractivo desconocido, la sonrisa sexy, la boca adorable, las manos fuertes y masculinas, apareció en su mente, y el calor hormigueó por todo su cuerpo. Miró el reloj. Las diez y cuarto. Le sobraba tiempo para ir a casa y cambiarse de ropa, y luego presentarse en el Marriott.
– ¿Y bien? -inquirió Gloria-. ¿En qué piensas?
Riley sonrió.
– En que estoy contenta de tener un vestido rojo.
Capítulo 2
Jackson bebía una cerveza -sentado a una mesa del rincón en el bar tenuemente iluminado. Por enésima vez en la última media hora, miró el reloj. Diez minutos pasada la medianoche. Y no había rastro de la mujer del vestido rojo.
Frustrado, se mesó el pelo y volvió a maldecir no haberse quedado en la tienda de quiromancia para esperar a que saliera. Cuando regresó de comprar los brownies, la tienda estaba vacía. La había buscado, pero sin suerte. Hizo lo único que podía, regresar al Marriott y rezar para que apareciera a medianoche.
No sabía por qué la había dejado escapar.
Quizá alguien en Prestige supiera quién era. Al instante se animó. ¿Acaso Marcus Thornton no había mencionado que los empleados de la oficina de Atlanta se ofrecían voluntarios para trabajar en la feria? En ese caso, quizá de ese modo pudiera rastrear a su sexy gitana. Porque la idea de no ver jamás a la mujer que había acelerado su nivel de lujuria de cero a cien en cuatro centésimas de segundo era algo inaceptable.
Miró otra vez el reloj. Las doce y catorce minutos. Lo invadió una decepción penetrante. Maldición. No parecía que fuera a…
Su línea de pensamiento se detuvo al alzar la vista y ver una visión de rojo fuego de pie en el arco que conducía desde el vestíbulo al bar. Era su gitana, con un vestido que le ceñía las curvas de un modo que hizo que se alegrara, de ser un hombre. Ella recorrió a los clientes con la vista y Jackson notó que los ojos de unos cuantos varones la seguían.
Justo en ese momento, lo vio. Durante varios segundos, simplemente se miraron, y si Jackson hubiera sido capaz, habría reído ante la repetición de la misma sensación devastadora que había experimentado al verla en la tienda.
Se puso de pie y la observó avanzar a través de la multitud, disfrutando de su andar grácil y de la forma en que la falda remolineaba a la altura de sus rodillas, resaltando unas piernas extraordinarias que terminaban en unas sandalias sexys. Se había recogido el pelo ondulado, dejando unos mechones para enmarcarle el cuello. Cuando llegó a la mesa, él le tomó la mano. La alzó a los labios y le besó las yemas de los dedos.
– Debes de ser la mujer del vestido rojo con la que estoy destinado a compartir una botella de vino. Una adivina me habló de ti.
Riley absorbió la presión de sus labios, la calidez de su aliento sobre los dedos, el calor inconfundible y la admiración en sus ojos, el hormigueo que le subió por los brazos. El corazón le dio un vuelco, igual que cuando entró en la tienda en la feria. Vestido en ese momento con unos pantalones oscuros y una impecable camisa blanca, era incluso más guapo de lo que recordaba. Hombros anchos, cintura estrecha, piernas largas. Un metro ochenta y cinco, calculó. La altura idónea. Tuvo que contener la mano para no mesarle el pelo revuelto y acariciarle la mejilla.
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