¡Maldita fuera! En cuanto saliera de la casa se activaría la alarma y Tanner correría a buscarla.

Estaba aterrada. Miró a su alrededor buscando el artilugio electrónico que Tanner había utilizado para ponerle el brazalete, pero ni siquiera podía recordar cómo era. Vio el armario de las medicinas. Las drogas, pensó, recordando lo que Tanner había hecho con ella. También podrían servirle para dormirlo a él… ¿Pero cómo iba a conseguir que se tomara una pastilla? Y justo entonces recordó la pistola que Tanner le había entregado: una pistola cargada con sedantes.

Abrió el armario y sacó las llaves de la furgoneta. Cuando las tuvo en el bolsillo, buscó entre las armas que había en la estantería hasta encontrar la única que reconocía y corrió con ella al dormitorio de Tanner. Continuaba en la cama, dormido, vulnerable. ¿Cómo podía haberle hecho algo así? ¿Cómo podía haberle mentido? Pensó en su padre enfermando lentamente y la furia y el miedo la ayudaron a apuntar a Tanner y a apretar el gatillo.

Tanner abrió los ojos un instante, pero los volvió a cerrar. Madison esperó cinco segundos antes de sacudirlo.

– Tanner -gritó-, ¿me oyes?

Pero Tanner no se movió.

Madison dejó la pistola en el suelo y corrió hacia el garaje. Y acababa de entrar cuando una voz le advirtió que había rebasado el perímetro de seguridad y si no regresaba, se activaría la alarma. Casi inmediatamente comenzó a sonar una estridente sirena. Pero Madison corrió hacia la furgoneta y salió disparada de allí.


Madison llegó en un tiempo récord al hospital. Aparcó en la parte de atrás y corrió hacia el edificio. Con el corazón latiéndole violentamente a cada paso, se preguntaba cuánto tiempo durarían los efectos del sedante. Imaginaba que por lo menos un par de horas, pero no mucho más. Y Tanner averiguaría dónde había ido inmediatamente. Al fin y al cabo, tenía acceso a su correo electrónico, lo que quería decir que también podía localizar a Alison. Debería advertir a la secretaria.

Pero antes tenía que ver a su padre, pensó mientras corría al interior del hospital. La planta de cardiología estaba en el tercer piso. Madison tomó el ascensor y siguió las flechas que indicaban la dirección del departamento.

– Soy Madison Hilliard -le dijo a la enfermera que estaba tras el mostrador-. Vengo a ver a mi padre, Blaine Adams. ¿Está bien?

La enfermera, una mujer de unos veinte años, sonrió.

– No se preocupe, señora Hilliard. Su padre se está recuperando. En cuanto le hemos dicho que venía hacia aquí, ha empezado a mejorar.

La enfermera la agarró del brazo para conducirla a través de unas dobles puertas. Había un letrero que indicaba que los familiares sólo podían quedarse diez minutos con el enfermo.

– ¿Podré quedarme algo más? -preguntó-. Hace mucho tiempo que no lo veo.

– Por supuesto. Todo el tiempo que necesite -la enfermera se detuvo y señaló hacia una zona oculta por una cortina-. Por aquí.

Madison descorrió inmediatamente la cortina y aún no había acabado de hacerlo cuando comprendió lo que estaba pasando. Pero ya era demasiado tarde.

En cuanto se corrió la cortina, apareció Christopher sentado en una silla con una pistola entre las manos.

– Hola, Madison.

Madison pensó que iba a vomitar. Miles de pensamientos poblaron su mente. Y lo último que pensó antes de inhalar un aroma dulce e intenso que le hizo perder la conciencia, fue que Christopher había ganado.

Madison recuperó la conciencia acompañada de un dolor de cabeza atroz. No quería abrir los ojos ni moverse, pero se obligó a tumbarse boca arriba y a mirar a su alrededor.

Estaba en una habitación pequeña, sobre una cama. Intentó estirar las piernas, pero sintió un terrible dolor. Apretó los dientes y movió los pies.

El dolor le hizo llorar y la asaltaron las náuseas. Lo único que le apetecía era acurrucarse y desaparecer en la inconsciencia, pero se negaba a permitírselo. Ella misma se había metido en aquel lío y tenía que encontrar la manera de salir de él.

El dolor de las piernas fue cediendo y mediante respiraciones hondas, consiguió controlar su estómago. Se sentó en la cama y miró a su alrededor. Estaba en una habitación de unos tres metros cuadrados, con una cama, un lavabo y una ventana. Parecía estar amaneciendo. No se oía nada, ni un coche, ni el ladrido ni un perro. Estuviera donde estuviera, se encontraba en medio de la nada.

Había una sola puerta. Nada de comida y tampoco ropa para cambiarse. En cierto modo, se parecía mucho a la habitación que le había proporcionado Tanner.

Tanner. No quería pensar en él, pero tenía que hacerlo ¿Cómo podía haber pensado que pretendía engañarla?

Todo había sido culpa de Christopher. De alguna manera, se las había arreglado para convencer a Alison de que lo ayudara. Madison habría sospechado de cualquier otra persona.

Bebió un poco de agua del lavabo y volvió a la cama. Estaba completamente sola. Y Christopher iba a matarla. Pensar en ello la aterraba, pero lo que realmente la desesperaba era que Tanner no fuera a enterarse nunca de lo mucho que lamentaba no haber confiado en él.

Intentó imaginarse qué pensaría Tanner cuando se despertara. Encontraría el ordenador y el correo electrónico. Empezaría llamando a Alison, pero, ¿y después qué? No se le ocurrió pensar que quizá no fuera a buscarla. A pesar de lo que le había hecho, iría tras ella.

Fue pasando el tiempo. Cuando el sol estuvo ya en lo alto y el calor comenzaba a resultar incómodo, se abrió la puerta y entró Christopher.

– Espero que hayas dormido bien.

Madison permaneció en la cama, apoyada contra la pared y con las piernas estiradas.

– Vas a ponerme las cosas difíciles, ¿verdad? -dijo Christopher al ver que no contestaba.

– No me apetece colaborar contigo.

– ¿Y si te amenazo con matarte?

– En cualquier caso vas a matarme.

– Probablemente, pero ¿no preferirías retrasar tu muerte?

– No, si eso significa tener que colaborar contigo.

Christopher pareció perder el buen humor.

– Podríamos haber estado muy bien juntos, pero tuviste que estropearlo todo.

– Tú no me querías. En realidad, nunca me quisiste. Lo único que querías era la empresa de mi padre.

– Y ahora la tengo. ¿Te has enterado? Estamos uniendo nuestras empresas.

– Sí, lo sé. ¿Qué quieres de mí?

– ¿Tantas ganas tienes de morir? Ten cuidado, Madison. Me bastaría con hacer una llamada de teléfono para que te encerraran.

La idea de terminar encerrada en un psiquiátrico siempre la había aterrorizado. Hizo todo lo que pudo para disimular su miedo. Christopher se acercó a la cama y se sentó a su lado.

– ¿Cómo conseguiste engañar a Keane? Debiste de contarle una historia increíble.

– Le dije que estábamos divorciados.

– Ese condenado divorcio. ¿Y eso bastó para convencerlo?

– Por lo menos para empezar a hacerlo.

– ¿Cuánto sabe Keane? -ante su pertinaz silencio, Christopher se inclinó hacia delante y la agarró del pelo-. ¿Estás protegiéndolo? -parecía incrédulo-. Zorra. ¿Te has acostado con él? ¿Y se ha aburrido contigo tanto como yo?

Se levantó, le soltó el pelo y le dio una bofetada. Fue dolorosa, pero Madison se negó a reaccionar.

– Quiero que te cambies de ropa. Y también tendrás que comer. No quiero desmayos. De hecho, no quiero nada fuera de lo normal.

Madison esperó en silencio, sabiendo que al final terminaría confesándole a qué se debía todo aquello. Pero antes de que su ex marido hubiera dicho nada, lo comprendió.

– Necesitas más dinero -dijo en un susurro.

– Una chica lista. Sí, cerca de diez millones. Vamos a hablar con tu agente de bolsa y vas a firmarme un permiso de venta de tus acciones. Así de sencillo.

Antes de que pudiera responder, sacó un pequeño artilugio del bolsillo.

– Éste es un aparato interesante -le explicó mientras le enseñaba tres botones-. Lo inventé cuando estaba en la universidad. Es un aparato a control remoto que funciona vía satélite. Ahora mismo está conectado con los frenos del coche de tu padre.

Sonrió.

– ¡Oh! ¿No te lo había dicho? Ahora mismo Blaine está conduciendo hacia San Francisco, y ya sabes cómo son las carreteras de la costa. Podría ocurrir una tragedia si se quedara sin frenos. Así que tú decides, Madison. O colaboras o tu padre es hombre muerto.

Madison ni siquiera tuvo que pensárselo.

– No me importa el dinero. Puedes quedarte con todo.

– Hablas con la facilidad de una persona a la que nunca le ha faltado el dinero. Pero en cualquier caso, eso no debería preocuparte. Yo me ocuparé de ti -miró el reloj-. Te doy media hora para comer y cambiarte de ropa. Después iremos a la agencia y harás la transferencia.

Quince minutos después, Madison se obligaba a comer unos huevos revueltos y una tostada. Lo último que le apetecía era comer, pero estaba de acuerdo con Christopher en que no podía desmayarse. No podía culpar a nadie de sus circunstancias, salvo a sí misma, y era preferible conservar las fuerzas por si encontraba alguna oportunidad de escapar.

Mientras se tomaba el café, se puso los vaqueros y la blusa que Christopher le había llevado. Acababa de cepillarse el pelo y recogérselo en una coleta cuando volvió a aparecer su ex marido en el marco de la puerta.

– ¿Estás lista? -le preguntó.

– Sí, pero voy a necesitar una identificación.

Christopher le tendió un bolso. Madison buscó en su interior y encontró allí su cartera con el pasaporte y el carnet de conducir.

– ¿Me lo robaste cuando me secuestraste o después? -le preguntó.

Christopher se limitó a sonreír.

– Vamos -le dijo, señalando la puerta.

Christopher le hizo montarse en el asiento trasero de una limusina y después se montó él. Por la mampara que la separaba del asiento delantero, Madison no podía ver al conductor, pero ya debía de estar allí, puesto que en cuanto Christopher cerró la puerta de atrás, puso el motor en marcha.

– Sólo para que sepas que no bromeo -le dijo Christopher a Madison, y marcó un teléfono con el móvil-. ¿Blaine? ¿Cómo va ese viaje?

Escuchó un segundo y miró a Madison.

– Tengo una sorpresa para ti. Espera -le pasó el teléfono a Madison y sacó el dispositivo del bolsillo del traje.

– ¿Papá?

– ¡Madison! Cuánto me alegro de oírte. ¿Te encuentras bien?

– Sí, estoy bien, ¿y tú?

– Nunca he estado mejor. Ahora voy hacia San Francisco para dar una conferencia. Fue el propio Christopher el que me sugirió el viaje. Una idea estupenda. Esta zona es preciosa. Deberíamos ir los tres a pasar un fin de semana a Carmel.

A Madison se le llenaron los ojos de lágrimas, pero parpadeó para apartarlas. Su padre estaba bien. Siempre había estado bien. ¿Por qué no habría confiado en Tanner?

– Sí, sería estupendo -contestó.

– ¿Ya te ha hablado Christopher de la fusión? ¿No te parece una noticia maravillosa?

– Sí, magnífica -susurró.

– Christopher está a cargo de todo, como siempre. No sé que haría sin él -suspiró-. Sé que tenéis vuestras diferencias, pero me gustaría que os reconciliarais. Madison, Christopher es un buen hombre y te quiere mucho. Durante estas semanas ha estado destrozado, primero con el secuestro y después porque no querías regresar.

Contener las lágrimas se estaba convirtiendo en una tarea imposible. Si se hubiera tratado de cualquier otra persona, a Madison le habría extrañado que fuera tan fácil engañarla. Pero su padre era un hombre entregado a su trabajo. Para él, el resto del mundo no existía. Christopher le había ayudado a hacer su vida más fácil y él se lo agradecía.

– Te quiero, papá.

– Yo también te quiero, Madison.

Christopher la fulminó con la mirada y le arrebató el teléfono.

– No queremos distraerte mientras conduces, Blaine. Esas carreteras son terribles, ten mucho cuidado.

Madison sabía que Christopher sería capaz de matar a su padre sin pensárselo dos veces. Nada le importaba; él sólo quería dinero y poder.


Su agente de bolsa tenía el despacho en el quinto piso de un rascacielos. Madison subió en el ascensor en silencio, salió al elegante vestíbulo y preguntó por Jonathan Williams.

– Lo siento -le dijo la recepcionista-. El señor Williams está de vacaciones. ¿Tenía una cita?

Madison se volvió hacia Christopher.

– ¿Tenías una cita?

Éste asintió.

– Paul Nelson se está encargando de la transacción.

– Entonces nos atenderá el señor Nelson -dijo Madison.

– Por supuesto. Le diré que están aquí -esperó educadamente a que le dijeran sus nombres.

Christopher le pasó a Madison el brazo por los hombros y la estrechó contra él.

– Dígale que están aquí el señor y la señora Hilliard.

– Por supuesto.