– Nada de robar a la competencia. Llámame a la menor señal de que pasa algo raro -Ty cerró el teléfono y se volvió hacia Lilly.

– Ya lo estás haciendo otra vez. Me estás protegiendo.

Él sintió que le ardía la cara.

– Hago lo que me sale naturalmente. Mi trabajo consiste en sospechar. Sobre todo, de ese bastardo -masculló-. Y especialmente si de pronto cambia por completo y se comporta como un viejo arrepentido y no como el indeseable que todos sabemos que es.

Lilly sonrió.

– Bueno, me gusta verte en acción -le sonrió. Sus labios se curvaron en un mohín sensual. Su boca parecía suplicar un beso.

Ty dio un paso adelante. Los años se disiparon, el deseo por ella parecía de pronto tan tangible como había sido antaño. La luz de sus ojos le decía que el sentimiento era mutuo. Algo tan fuerte y duradero no podía negarse, a pesar de que, por motivos obvios para ambos, debían mantenerse alejados.

Ty, sin embargo, no lo hizo. Desde el instante en que había vuelto a poner sus ojos en Lilly, había sabido que estaba perdido. ¿Y por qué molestarse en luchar contra lo que deseaba tan ardientemente?

Dejó a un lado las consecuencias para ocuparse de ellas más tarde, bajó la cabeza y dejó que sus labios tocaran los de Lilly por primera vez. La vieja chispa saltó y ardió entre ellos. La besó, rozando sus labios adelante y atrás, con una fricción y una humedad cada vez mayores. El juego de su boca, los movimientos ávidos de la de Lilly, le tentaron a seguir adelante.

Deslizó la lengua dentro de su boca y se llenó los sentidos de ella. Lilly dejó escapar un suave ronroneo gutural y el cuerpo de Ty se tensó, lleno de ansia y de deseo. Dulce y acogedora, femenina y sensual, Lilly se apretó contra él, cumpliendo de ese modo todos los sueños que Ty había tenido. Y algunos que no había tenido.

De pronto, Digger empezó a ladrar y a saltar sobre las patas traseras, suplicando su atención. Aquél no era el mejor modo de volver en sí, pero bastó para ello.

Ty se apartó bruscamente, todavía aturdido, pero mucho más consciente de lo que sucedía a su alrededor.

– Hacía…

– Mucho tiempo que estaba pendiente -dijo ella antes de que él pudiera ordenar sus ideas.

– Sí, eso es -aunque Ty dudaba que él hubiera elegido esas palabras.

Aquello había sido probablemente un error. Y Ty no tenía que esforzarse mucho por buscar el porqué. Ella tenía a un tipo llamado Alex en Nueva York y una vida que no lo incluía a él. Sí, él había sido consciente de todo aquello, pero en el calor del momento no le había importado.

Y debería.

Lilly se rió, pero su risa sonó como un temblor.

Ty estaba convencido de que ella también se arrepentía.

– Tienes que admitir que hacía diez años que los dos teníamos curiosidad por saber cómo habría sido ese beso. Y ahora ya lo sabemos -se volvió y se puso a colocar una manta que ya estaba doblada sobre el sofá. Era evidente que intentaba no mirarlo a los ojos.

O sea que, en el fondo, estaba de acuerdo con él. Aquella idea no hizo que Ty se sintiera mejor.

– Estoy pensando en aceptar las invitaciones del tío Marc -Lilly miró hacia atrás mientras ahuecaba un cojín.

Él agrandó los ojos.

– Estarás de broma.

Ella negó con la cabeza.

– He venido aquí a enfrentarme con el pasado y a pasar página. Tengo que sopesar hasta qué punto es sincero.

– Creía que estábamos de acuerdo en que es un hipócrita -dijo Ty. Deseaba que Lilly pasara página tan poco como deseaba que se acercara a su tío o a cualquier otro pariente de los que nunca habían movido un dedo para ayudarla cuando era pequeña.

Ella levantó el cojín y lo sostuvo contra su pecho.

– Y así es. Seguimos estando de acuerdo en eso. Pero tengo que ir, por mis padres y por mí misma.

– No vas a ir sola.

Una sonrisa de alivio se extendió por el bello rostro de Lilly.

– Esperaba que dijeras eso. Entonces, ¿tenemos una cita? -sus mejillas se sonrojaron en cuanto aquellas palabras escaparon de su boca.

Ty pensó que a Alex, o como se llamara, no le gustaría aquella forma de expresarlo. Pero no hizo ningún comentario al respecto, ni se tomó en serio la palabra «cita». Lilly lo necesitaba de nuevo, nada más. A pesar de que aquel beso hubiera sido todo cuanto él había imaginado y mucho más aún.

Capítulo 6

Tras ver a su sobrina por primera vez en diez años, Marc Dumont se fue a trabajar sin hacer caso de la llamada de Paul Dunne exigiéndole una reunión. No creía que tuvieran nada que discutir. Aquel tipo era un sinvergüenza. Siempre lo había sido. Seguramente no había mucha diferencia entre ellos, pero a Marc le gustaba consolarse pensando que él, al menos, estaba haciendo esfuerzos por cambiar. Paul, en cambio, no tenía moral ni intención de reformarse.

Marc pensó en su sobrina. Se había convertido en una mujer preciosa. Ese día, al verla, no había visto ya el vivo retrato de su hermano, sino la fortaleza y la belleza de Lilly. Pero, cuando se convirtió en su tutor, ver a Lilly le recordaba todos sus fracasos, que en aquel tiempo eran muchos. El más rutilante de todos era el haber perdido a la madre de Lilly por culpa de su hermano Eric.

Marc se había creído enamorado de Rhona, pero ella sólo tenía ojos para Eric, que, de todos modos, siempre había sido el chico de oro. A su hermano, todo le salía bien. Había conseguido a Rhona, fundado un floreciente negocio de coches de colección y se había casado siendo rico.

Marc no sabía nada del dinero de Rhona cuando se había enamorado de ella, pero qué gran aliciente era aquél. Naturalmente, el dinero había pasado a ser de Eric. Su hermano Robert se había limitado a seguir adelante con su vida inofensiva y feliz, mientras que Marc parecía saltar de un trabajo a otro, de una relación a otra.

Y, al mirar a Lilly, no veía a la mujer a la que había amado y perdido, sino únicamente a su hermano. A su rival. A la persona que tenía una última ocasión de derrotar.

Antaño, Marc solía culpar de sus actos a la bebida, pero ahora asumía la verdad. Había permitido que los celos dominaran su vida y había tomado ambas decisiones: beber y destruir a su sobrina para robarle su dinero, pensó sintiendo una oleada de bilis en la garganta. Pero al menos él intentaba enmendarse. Paul no tenía tal deseo.

Fuera lo que fuera lo que aquel tipo quisiera ahora de él (y sabía perfectamente que tendría que ver con el dinero de Lilly), Marc no quería tomar parte alguna en sus planes. El administrador llevaba años desviando dinero del fondo fiduciario de Lilly, como Marc había descubierto durante sus primeros meses de sobriedad. Un tiempo en que decidió tomar las riendas de su vida y ver cómo estaban las cosas.

Consciente de que podía culpar de todo ello a un Marc alcoholizado, Paul había asegurado que tenía intención de devolverle el dinero antes de que lo heredara. Una mentira descarada, a Marc no le cabía duda de ello. Cuando había amenazado con acudir a las autoridades, Paul había replicado con una advertencia: si Marc lo denunciaba, él expondría públicamente sus mentiras y el modo en que había maltratado a su sobrina. Aquello los había dejado en tablas, dado que Marc no podía permitirse un escándalo público ahora que tenía un trabajo respetable y la perspectiva de un porvenir.

Ambos tenían muchas cosas que perder, así que Marc había guardado silencio. Después de todo, en cuanto heredara el dinero, perdería de vista para siempre a aquel bastardo. Ahora, sin embargo, no habría herencia, ni posible futuro si su prometida lo dejaba plantado en cuanto se enterara de que no tenía dinero.

En cuanto a Paul Dunne, era problema de Lilly. Una vez se hiciera cargo de su herencia, sólo era cuestión de tiempo que se diera cuenta de lo que llevaba años sucediendo. Luego tendría que enfrentarse con Paul Dunne, su fideicomisario. Aquella idea proporcionaba a Marc cierto consuelo.

Él no era un santo, sólo un hombre imperfecto que se estaba recuperando de su alcoholismo. Pero no podía por menos de admitir que todo habría sido mucho más sencillo si Lilly hubiera seguido muerta.

Dios, necesitaba una copa.


La fiesta de compromiso del tío de Lacey iba a celebrarse en la casa donde ésta había pasado su infancia. Durante todos esos años, su tío había vivido en casa de sus padres, sentándose junto a la chimenea del despacho y comiendo en la amada cocina de su madre, y aquéllos eran sólo dos de los muchos sacrilegios que Lacey sabía que había cometido. Todas aquellas cosas le habían resultado mucho más fáciles de olvidar cuando estaba a tres horas de allí y a toda una vida de distancia que ahora, cuando tenía que vestirse para su regreso.

Como salía con un hombre de negocios, tenía algunos trajes elegantes, pero no los había llevado consigo. Planeó hacer una rápida visita a un centro comercial del pueblo de al lado para comprar algo que ponerse. Hunter sugirió que fuera con Molly, la futura hijastra de su tío.

Aunque Lacey recelaba de ella por su relación con Dumont, confiaba en el juicio de su amigo. Hunter creía importante el que se conocieran y creía que se llevarían bien en cualquier circunstancia, incluso en la situación en la que se encontraban.

Lacey sabía que Hunter tenía además otros motivos. Quería que Molly la conociera y se diera cuenta de que no mentía respecto a cómo había sido su tío… y respecto a cómo seguía siendo, seguramente. Además, al igual que Ty, no quería que se quedara sola. Lo cual era ridículo, teniendo en cuenta que llevaba años estándolo.

Aun así, dado que significaba tanto para ellos y ella echaba de menos tener una amiga cercana, Lacey aceptó encontrarse con Molly en el centro comercial. Era duro de admitir, pero no tenía muchas amigas íntimas. Trabajaba, pero no en una oficina, donde habría podido conocer a gente de su edad. Sus empleadas eran en su mayoría jovencitas que no hablaban mucho inglés, y Lacey sabía que no convenía trabar amistad con personas que trabajaban para ella. Hacerse amiga de sus clientes habría sido igual de contraproducente, y, dejando aparte a Alex, Lacey pasaba mucho tiempo sola. Una parte de ella esperaba con ilusión aquella excursión para hacer compras.

Y no sólo por ella misma, sino porque había notado que, cuando hablaba de Molly, los labios de Hunter se curvaban en una sonrisa y en sus ojos aparecía una chispa que no había visto nunca antes. Hunter sentía debilidad por aquella mujer y Lacey quería saber por qué. Y quería asegurarse de que Molly no iba a romperle el corazón. Hunter había sido tan bueno con ella en el pasado y la protegía tanto que era imposible que ella no sintiera del mismo modo. Quería lo mejor para él y, pese a sus lazos con Marc Dumont, confiaba en que Molly lo fuera.

Se encontró con Molly frente al Starbucks del centro comercial. La reconoció enseguida gracias a Hunter, que le había descrito a una morena muy guapa, con debilidad por la ropa y los zapatos de colores vivos. La camiseta roja de aquella mujer podía ser un indicio, pero aun así podría haber sido cualquiera. Sus botas camperas rojas, sin embargo, la delataban.

– ¿Molly? -preguntó Lacey al acercarse a ella.

La otra se volvió.

– ¿Lacey?

Ella asintió con la cabeza.

– Encantada de conocerte. Hunter me ha hablado mucho de ti.

Molly tragó saliva.

– Por desgracia, yo no puedo decir lo mismo. La mayor parte de mi información procede de…

– De mi tío.

Molly asintió con la cabeza torpemente.

– Vámonos de compras -sugirió Lacey. Confiaba en que, si pasaban algún tiempo juntas, su incomodidad se disipara y llegaran a conocerse mejor.

Su idea funcionó. Lo que había comenzado con un torpe saludo cambió por completo durante el tiempo que pasaron yendo de compras, comiendo y charlando. Molly era cariñosa y divertida, y tenía un gran sentido del humor. Lacey disfrutó del día y finalmente se sentaron a una mesa del Starbucks a tomar un café con leche. Hablaron, si no como viejas amigas, tampoco como adversarias. No habían mencionado el pasado, cosa que a Lacey le parecía bien. Sabía que, al final, tendría que dar explicaciones, que no quería hacerlo en ese momento.

Molly rodeó con una mano su vaso tamaño grande y la miró a los ojos.

– Me encanta ir de compras -dijo mientras se relajaba en el asiento.

– Yo no suelo hacerlo mucho. Sólo para comprar lo más básico -dijo Lacey-. Trabajo tanto que no tengo tiempo para salir a comprar por diversión.

Molly sonrió.

– Tú eres muy ahorrativa y yo soy una manirrota. Creo que se debe a que cuando era pequeña no tenía gran cosa. Me encantan las cosas lujosas, y no es que pueda permitírmelas. Menos mal que existen las tarjetas de crédito -añadió, riendo.

– Amén -Lacey sonrió. No quería revelarle que ella intentaba usarlas lo menos posible y pagar sus deudas cuanto antes. Odiaba estar endeudada. Había vivido tanto tiempo al día que rara vez se permitía algún capricho. Aunque últimamente podía hacerlo de vez en cuando.