Logró mantener la compostura mientras Ty y ella se pasaban por unos grandes almacenes para comprar algo de ropa y algunas cosas de aseo. Y conservó la calma mientras se dirigían en coche, en silencio, hacia la casa de la madre de Ty, donde iban a quedarse hasta que el apartamento de él estuviera aireado y limpio de arriba abajo.

Pero para cuando pararon junto a la acera y aparcaron, sus nervios pendían de un hilo. Todavía impresionada por lo cerca que había estado de la muerte y por la convicción de que su tío la quería muerta, se encontraba exhausta y a punto de romper a llorar.

Así que, cuando Flo abrió la puerta y salió a recibirlos, Lacey se bajó del coche de un salto, dejando a Ty atrás, corrió por el césped y se arrojó en los brazos abiertos de la otra mujer.

Una hora después, se habían duchado (por separado) y Flo les había dado de comer, como cuando eran jóvenes, pensó Lacey

Acabó de comerse su sopa de pollo y se levantó para ayudar a recoger los platos.

– No, no -dijo Flo-. Deja que te mime. Hacía mucho tiempo que no tenía ocasión de hacerlo -la madre de Ty se puso a limpiar con la misma eficacia de siempre.

Tenía buen aspecto, pese a que la habían operado del corazón unos años antes, como Ty le había dicho mientras comían leche con galletas una noche, ya muy tarde.

Lacey miró a Ty. El le sostuvo la mirada y esbozó una sonrisa sexy.

– Ya te dije que te echaba de menos -inclinó la cabeza hacia su madre, que seguía atareada.

– Sí. Yo también os echaba de menos -contestó Lacey en voz baja, refiriéndose a Flo, pero también a Ty y a aquella casa.

Miró a su alrededor y logró fijar su atención por primera vez. Los electrodomésticos eran distintos, de acero inoxidable y aire moderno. Antes habían sido de un desagradable color amarillo, pero, a pesar de ello, ella recordaba con cariño aquella habitación.

Tenía que admitir que le gustaba su nuevo aspecto, y que ahora la cocina parecía más espaciosa y acogedora.

– La casa está muy bonita -le dijo a Flo.

Mientras se duchaba, había notado que el baño también había sido reformado. Flo no disponía de mucho dinero cuando ella vivía allí, pero o bien las circunstancias habían cambiado o bien Ty ayudaba a su madre, lo cual no la habría sorprendido. Ty era un buen hombre.

– Gracias, cariño -Flo miró a Ty y luego sonrió a Lacey.

Durante el café, charlaron de cosas sin importancia. Nadie quería sacar a relucir el temido asunto de la desaparición de Lacey años antes. Ella sabía que algún día tendría que hablar de ello, pero de momento se contentaba con estar allí.

El resto del día pareció pasar en medio de una confusa neblina y, cuando llegó la hora de acomodarse para pasar la noche, Flo insistió en que Lacey se acostara en la antigua habitación de Ty. Él no protestó y Lacey sabía que era absurdo luchar contra ambos. Jamás ganaría. Desempaquetó las pocas cosas que había comprado en la tienda y volvió a reunirse con Flo y Ty en el cuarto de estar para ver un poco la televisión. El cansancio, sin embargo, se apoderó de ella mucho antes de lo normal.

Estiró las manos por encima de la cabeza y bostezó, tapándose la boca justo a tiempo.

– Perdonad -dijo mientras sofocaba la risa-. Estoy molida.

– No me extraña, teniendo en cuenta por lo que has pasado hoy -dijo Ty.

Lacey sabía que no sólo se refería al incendio. Ninguno de los dos había mencionado a su tío. Aunque hablarían de ellos muy pronto, Lacey necesitaba tener la cabeza despejada primero para poder concentrarse y tomar decisiones.

– Me voy a acostar -dijo, y se levantó del sofá.

Ty la siguió con la mirada. Llevaban toda la noche comportándose como viejos amigos, sin tocarse, sin dejar que su madre sospechara que la noche anterior habían mantenido relaciones íntimas y que Lacey quería repetirlo. No ocultaba su relación por vergüenza o por mala conciencia, sino porque Ty parecía querer que su vida privada siguiera siendo eso, privada.

Pero ansiaba sentir sus brazos rodeándola y saber que le importaba. Que no sentía remordimientos de ninguna clase.

– Si necesitas más toallas o mantas o lo que sea, avísame -dijo Flo.

Lacey sonrió.

– Lo haré -se volvió y se dirigió al antiguo cuarto de Ty. Sus pensamientos, desordenados, formaban un torbellino.

Iba pensando en Ty, en su vida y en su futuro.


Flo Benson vio desaparecer a aquella bella joven por el pasillo y aguardó a oír que la puerta del dormitorio se cerraba para volverse hacia su hijo.

– Bueno, ¿qué vas a hacer para asegurarte de que no la pierdes otra vez? -preguntó.

Ty levantó las cejas.

– No sé de qué estás hablando. Ahora que hemos vuelto a contactar, Lilly siempre formará parte de mi vida -dijo diplomáticamente.

Flo agarró el mando a distancia del televisor y apagó su programa favorito.

– No hablo de amigos que se mantienen en contacto y lo sabes perfectamente. Estás enamorado de esa chica desde el día que vino a vivir aquí. Te estoy preguntando qué vas a hacer al respecto.

Ty se levantó de su asiento y se desperezó.

– Lo que no voy a hacer es discutir mi vida amorosa con mi madre.

– Entonces, ¿admites que la quieres?

Él puso los ojos en blanco, como hacía cuando era niño.

– No pongas palabras en mi boca -la advirtió-. Creo que yo también voy a acostarme.

Flo asintió con la cabeza.

– Como quieras. Pero una cosa te digo. Pocas personas tienen una segunda oportunidad en la vida. Te sugiero que no dejes pasar ésta.

– Lo tendré en cuenta -contestó él con sorna.

Estaba claro que sólo quería seguirle la corriente.

– ¿Cuándo podréis volver a tu apartamento? -preguntó ella.

Él se metió las manos en los bolsillos.

– Buena pregunta. Espero que en cinco o seis días, como máximo. Hay que airearlo y luego tendré que llamar a un equipo de limpieza -se encogió de hombros-. Te librarás de nosotros muy pronto.

Ella sonrió.

– No me refería a eso y tú lo sabes. Me alegra teneros aquí el tiempo que queráis quedaros. Pero supongo que el sofá empezará a resultarte incómodo después de una o dos noches -su mirada perspicaz buscó la de Ty.

– Deja de intentar sonsacarme -masculló él al tiempo que sacudía la cabeza.

Se agachó para darle un beso de buenas noches y salió por las puertas que daban al pequeño rincón donde había estado antaño la cama de Lilly. Flo la había cambiado hacía tiempo por un sofá-cama.

Con Ty y Lilly bajo el mismo techo otra vez, la vida volvía a parecerle plena. Se sentía bien. Pero sabía por experiencia que la vida nunca era perfecta mucho tiempo. Se estremeció y se fue a la cama confiando contra toda probabilidad que esta vez fuera distinto.


Hunter recogió a Molly a las siete en punto y juntos se dirigieron a la pizzería de la calle Mayor. Anna Marie no estaba sentada en el balancín del porche y Hunter confiaba en que, con un poco de suerte, no estuviera en casa para verlos marchar. Le alegró ver que Molly no sólo llevaba vaqueros y una camiseta negra de manga larga con el cuello de pico, sino también unas botas camperas rojas que alteraban asombrosamente su libido.

Le gustaba tocarla y dejó la mano apoyada sobre su espalda mientras caminaban hacia el anticuado restaurante. Pasó junto al cartel que decía Siéntense, por favor y eligió una mesa vacía al fondo. Aquélla era su primera oportunidad de estar a solas con Molly y no quería que los molestaran.

Le indicó que se sentara ella primera en el asiento corrido y luego, en lugar de tomar asiento frente a ella, se deslizó a su lado.

– Ponte cómodo -dijo ella con un brillo inquisitivo en la mirada.

– Eso pienso hacer -no sólo quería aprovechar al máximo el tiempo que pasaran juntos; quería que ella no tuviera ninguna duda respecto a sus intenciones. Había decidido apostar por Molly y no iba a hacer las cosas a medias.

– ¿Puedo traeros algo de beber? -preguntó un camarero con bolígrafo y libreta en la mano.

– ¿Molly? -Hunter la miró.

Ella arrugó la nariz mientras pensaba.

– Una cerveza sin alcohol. La que sirváis de grifo me vale -dijo.

– Para mí, una normal. También de grifo -Hunter no pudo evitar reparar en que no le había costado nada decidirse.

Por primera vez desde hacía tiempo, no se le había ocurrido pedir un martini o una de las primeras marcas de vodka que había empezado a beber a modo de pose. Una pose que venía a decir: «Aquí estoy». Con Molly, no sentía necesidad de demostrar nada, como no fuera que ella le importaba. Y sabía que eso quería decir algo importante.

– Me he enterado de lo que ha pasado hoy en el apartamento de Ty -Molly se removió en el asiento, pendiente del hombre sentado a su lado. Apenas podía concentrarse debido al cosquilleo que notaba en la pierna, allí donde ésta rozaba su muslo.

Hunter inclinó la cabeza.

– No fue agradable. Llegué justo a tiempo.

Ella puso una mano sobre la suya.

– Lo siento. Me imagino por lo que habrás pasado pensando que tus amigos… -se estremeció, incapaz de continuar.

El camarero los interrumpió llevándoles las cervezas, que colocó sobre la vieja mesa de madera. Después les dio las cartas.

– Vuelvo dentro de un par de minutos -dijo.

– Me encantan las pizzas de este sitio -Hunter pasó las páginas de la carta hasta el final, concentrado en las palabras y no en ella-. Me comeré la que quieras, así que elige.

– Alguien no quiere hablar del incendio -Molly alargó el brazo y volvió a poner una mano sobre la suya-. Sólo quiero que sepas que me alegro de que tus amigos estén bien.

– Mi familia está bien.

Las palabras de Hunter se aposentaron en el vientre de Molly y la convencieron como ninguna otra cosa podría haberlo hecho de que no quería a Lilly. Al menos, con un amor que pudiera ser una amenaza para ella. Su estómago revoloteó, lleno de emoción y alivio.

Consciente de que él quería cambiar de tema, recogió su carta.

– ¿Qué te parece si pedimos una de champiñones? ¿Con cebolla y pepperoni, quizá? -preguntó.

– Suena delicioso -Hunter le quitó la carta de la mano y pidió.

Luego volvió a concentrarse en ella por completo. Comieron a medias una pizza grande y revivieron viejas anécdotas de la universidad. Se rieron de profesores a los que Molly había olvidado por completo y, cuando Hunter pagó la cuenta, Molly comprendió que hacía siglos que no sonreía tanto.

El la llevó a casa en coche y la acompañó hasta su puerta. Molly sentía un hormigueo en el estómago, como una adolescente en su primera cita.

– ¿Te apetece entrar? Puedo preparar una taza de café o podríamos tomar una copa de sobremesa -dijo. Cuando no hablaban del pasado de Hunter o de Marc Dumont, tenían mucho en común y no quería que la noche llegara a su fin.

Hunter puso una mano sobre el marco de la puerta y la miró a los ojos.

– Me gustaría.

– ¿Pero…?

Él dejó resbalar las puntas de los dedos por su mejilla.

– Pero no creo que debamos tentar a la suerte -una sonrisa sexy se dibujó en sus labios-. Lo hemos pasado bien. Podríamos repetirlo pronto.

Ella sonrió.

– Me gustaría -mucho, pensó.

Sacó las llaves de su bolso y levantó la mirada al mismo tiempo que él agachaba la cabeza para besarla suavemente en los labios.

La boca de Hunter era cálida y tentadora, su beso tan dulce como excitante. Molly levantó los brazos y tomó su cara entre las manos. Aquella nueva postura hizo posible que el beso se hiciera más profundo. En cuanto sus lenguas se tocaron, él dejó escapar un gemido y tomó las riendas, recorriendo el interior de su boca con energía llena de exigencia. La besó como si ella le importara, y Molly había conocido muy pocas veces esa sensación a lo largo de su vida.

Ella oyó un chirrido y un instante después la voz de Anna Marie.

– ¿No es eso lo que se dice una muestra de afecto en público poco apropiada? -preguntó Anna Marie.

Hunter dio un salto. Molly retrocedió y chocó contra la pared.

– Sólo se considera pública si se tiene audiencia. Nosotros no la teníamos -le dijo a la más mayor de las mujeres.

Anna Marie cerró la ventana de golpe.

– Tengo que mudarme sin remedio -dijo Molly, riendo.

Hunter sonrió.

– Eso es un poco drástico. ¿Qué te parece si la próxima vez me acompañas tú a casa?

Ella echó la cabeza hacia atrás y lo miró a los ojos.

– A Albany, ¿no?

– A sólo veinte minutos en coche, pero lejos de miradas curiosas -señaló con la cabeza el lado del edificio que ocupaba Anna Marie.

Molly metió la llave en la cerradura. Todavía le temblaban las manos por el impacto de su beso.

– Algún día tendré que tomarte la palabra.

– Eso espero -dijo él. Y con un breve saludo se marchó y dejó a Molly con el deseo de que, a fin de cuentas, hubiera aceptado esa taza de café.