Dunne concluyó por fin.
– ¿Entiendes lo que acabo de leer?
Ella negó con la cabeza.
– Lo siento. ¿Podría repetirlo?
– El meollo de la cuestión es que debes reclamar el dinero en persona el día que cumplas veintisiete años o con posterioridad, en cualquier momento. Si murieras antes de esa fecha, el dinero se dividiría entre los hermanos de tu padre, Robert y Marc.
Lacey sacudió la cabeza.
– Eso no puede ser. Mi tío Marc siempre decía que heredaría cuando cumpliera veintiún años -de hecho, Dumont contaba con que para entonces le hubiera cedido legalmente la administración del dinero. El día que oyó aquella conversación todavía seguía grabado vivamente en su memoria.
A su lado, Ty guardaba silencio.
Paul Dunne juntó los dedos y la miró a los ojos.
– Te aseguro que ésos eran los deseos de tus padres. No me explico por qué tu tío te dijo otra cosa.
– Seguramente porque esperaba convencerla de que confiara en él hasta el punto de cederle su dinero cuando era todavía muy joven -masculló Ty, asqueado.
Lacey asintió. El razonamiento de Ty tenía perfecto sentido, pero el administrador movió la cabeza negativamente.
– Lillian, debes admitir que fuiste una adolescente difícil. Estoy seguro de que, si tu tío te dijo eso, fue sólo porque sabía que alguien con tu, digámoslo así, falta de madurez lo necesitaba más de lo que creía.
Ella se levantó del asiento.
– ¿Justifica usted que me mintiera? -por no mencionar que aquello confirmaba lo que ya pensaba de Paul Dunne. Aquel hombre era un burócrata al que ella había importado un bledo siempre, tanto de niña como ahora.
– Claro que no. Sólo estoy ofreciendo una explicación plausible. Las mentiras de tu tío eran innecesarias. Siempre y cuando las cosas sucedieran como tú las recuerdas. ¿No es posible que, con el trauma de perder a tus padres, estuvieras confusa?
Lacey dio un paso adelante al tiempo que Ty se levantaba y la enlazaba por la cintura para sujetarla.
– Creo que especular sobre el pasado es inútil. Lo que Lilly necesita ahora es que le explique qué pasos tiene que seguir para reclamar el dinero el día que cumpla veintisiete años, que es…
– El mes que viene -dijo ella, que de pronto había cobrado conciencia de las demás cláusulas del testamento de sus padres-. ¿Por qué veintisiete? ¿No es un número extraño?
Paul enderezó sus papeles.
– No es extraño que los padres y tutores pospongan la entrega del dinero a sus hijos hasta que son adultos. En este caso, se han pagado asignaciones anuales extraídas de los intereses que generaba anualmente el capital. Las asignaciones estaban destinadas al cuidado y mantenimiento de la casa y las tierras y se pagaban a tu tutor, Marc Dumont. Tu tutor también tenía el derecho a solicitar dinero a discreción del fideicomisario para tu cuidado -Lacey hizo lo posible por contener un bufido-. Pero, para responder a tu pregunta, la razón por la que no puedes reclamar el dinero hasta que cumplas veintisiete años es que tus padres querían que tuvieras tiempo para vivir de verdad. Querían que fueras a la universidad, o a Europa, y esas cosas, mientras fueras joven. Todo ello se habría sufragado con los intereses, de acuerdo con las estipulaciones del fondo fiduciario. Querían que aprendieras a vivir antes de heredar. Temían que, si no, pudieras gastarte el dinero con poca sensatez.
– Qué poco sospechaban cómo acabarían siendo las cosas -le dijo ella a Ty.
Se pasó las manos por los brazos. Sus padres habían querido que tuviera experiencias valiosas y ella había tenido más de las que hubieran podido imaginar. En vez de ir a la universidad, había acabado en Nueva York y apenas había logrado sobrevivir, gracias a su tío y presunto tutor.
Ty la atrajo hacia sí. Su fuerte presencia era lo único que la impedía desmoronarse.
– Aun así, ¿veintisiete no es un número raro? ¿No podrían haber elegido un número como veinticinco? ¿O treinta? -preguntó Ty.
– Tu madre era una mujer sentimental. Conoció a tu padre a los veintisiete años. Se casaron un veintisiete de abril -Dunne se encogió de hombros-. Y tu padre vivía para complacerla -explicó.
– Es una lógica curiosa -dijo Ty.
Oír hablar de sus padres hizo que Lilly sintiera un nudo en la garganta, y sólo fue capaz de asentir con la cabeza.
– Entonces, ¿puede venir a firmar los papeles el día de su cumpleaños? -preguntó Ty, que obviamente comprendía que ella era incapaz de formular la pregunta.
– Es un poco más complicado, pero básicamente sí. Cuando firme, habrá que trasladar los papeles al banco. Luego podrá disponer de su dinero -Dunne se aclaró la garganta-. Ahora, si me disculpáis, tengo otra cita para la que debo prepararme.
Lacey no estaba dispuesta a que los despidiera.
– ¿De cuánto dinero estamos hablando exactamente?
– Bueno, los tipos de interés han fluctuado con los años -Paul Dunne toqueteó su corbata-. Pero aproximadamente de dos millones y medio de dólares.
Y Lacey sabía que sólo tenía que mantenerse con vida para reclamarlos.
Salieron del despacho de Dunne y Ty la condujo a la calle. Sabía que estaba alterada por todo lo que había oído, sobre todo por haber heredado la casa de sus padres. Pero sabía también que no debía sacar a relucir ese asunto de momento. Lilly necesitaba tiempo para asimilar la noticia.
Ty se paró en la tienda que había junto al bufete y le compró una botella de agua antes de que se montaran en el coche.
– ¿Estás bien? -preguntó mientras abría la botella y se la daba.
Ella asintió con la cabeza y bebió un poco.
– Decir que esto es surrealista es poco, ¿no crees?
– Es una forma de describirlo.
Ella agarró con fuerza la botella.
– Los términos del testamento son una prueba. El tío Marc está empeñado en que no viva para cumplir los veintisiete años.
Él dejó escapar un gruñido. Odiaba tener que darle la razón. Pero no le quedaba más remedio.
– No sé quién más podría ser. Pero tu tío no va a ponerte la mano encima.
Ella sonrió por primera vez desde que habían entrado en el despacho.
– ¿Qué haría yo sin ti? -preguntó y, llevada por un impulso, se inclinó y le besó en la mejilla.
Él, desde luego, no quería averiguarlo, pero ambos sabían que Lacey sobreviviría perfectamente. Ya había demostrado que podía hacerlo.
Ty se concentró en arrancar el coche.
– Creo que deberíamos volver a casa de mi madre. Puedes salir a dar un paseo con Digger, descansar un poco esta tarde y luego venir conmigo al Night Owl. Tengo que hacer el turno de noche y tú tienes que salir a conocer gente.
– ¡Uy, una noche fuera! ¡Me muero de ganas! -Lacey se animó un poco e irguió los hombros al pensarlo-. ¿Crees que podré echarte una mano? Estoy harta de no hacer nada.
Otra señal de que su pequeño idilio pronto tocaría a su fin, pensó Ty.
– Estoy seguro de que podrás convencer al encargado de que te deje trabajar un poco.
Porque daba la casualidad de que esa noche el encargado era él, y no podía negarle nada a Lilly. Ni siquiera que regresara a Nueva York y a la vida que tanto amaba.
Marc se había tomado la mañana libre en el trabajo para ir a probarse el esmoquin de la boda, que seguía fijada para el primer día del mes siguiente. Naturalmente, no le había dicho aún a su futura esposa que el cumpleaños de Lilly unos días antes garantizaría el que no sólo no dispusiera del dinero de su herencia, sino tampoco de un lugar donde vivir. Lilly heredaría la mansión, como era lógico, y él se vería en la calle. Daba por sentado que su sobrina no permitiría que se quedara, y él jamás pediría semejante privilegio. Ciertamente, no se había ganado ningún derecho.
Ya había estado viendo alquileres de lujo más cerca de Albany. Por suerte, su salario le permitía llevar un tren de vida desahogado. No sabía, sin embargo, si Francie, para la que nada nunca parecía ser suficiente, se conformaría con eso. Marc ignoraba por qué la quería, pero así era. Con defectos y todo. Tal vez perderla sería su castigo por pecados pasados, pensó no por primera vez. También quería a Molly, la hija de Francie, y estaba seguro de que la perdería en cuanto ella asumiera la fea verdad sobre su relación pasada con Lilly.
Entró en la larga avenida que llevaba a la casa y al instante se dio cuenta de que tenía compañía. El Cadillac negro señalaba la presencia de un visitante impertinente. Un visitante al que había estado ignorando deliberadamente desde que recibiera su mensaje exigiendo una cita. Marc no tenía nada que hablar con Paul Dunne. En lo que a él concernía, aquel hombre había cavado su propia tumba al desviar fondos de la herencia de Lilly durante años.
Marc aparcó junto al coche de Dunne y salió al aire fresco del otoño.
– Has estado evitándome -dijo Dunne.
– Porque no tenemos nada de que hablar.
Dunne levantó una ceja.
– Por lo visto no vives en el mundo real, pero tengo intención de aclararte unas cuantas cosas, y voy a empezar ahora mismo.
Marc se metió las llaves en el bolsillo.
– ¿Sabes qué? No tengo tiempo para esto -dio media vuelta y echó a andar hacia la casa.
– Pues sácalo de alguna parte -Paul lo detuvo agarrándolo del brazo-. Lillian no puede vivir para ver su veintisiete cumpleaños.
Marc se volvió lentamente.
– ¿Estás loco? Malversar dinero ya es bastante grave. ¿Quieres añadir el asesinato a tu lista de hazañas?
Paul soltó una carcajada. Sus ojos parecían llenos de una determinación enloquecida.
– Claro que no. Pienso añadirlo a la tuya.
– Sí, ahora veo que has perdido la cabeza -Marc tuvo que hacer un ímprobo esfuerzo para no mostrar el temor que le causaban las palabras de Dunne. Debía mantener la calma y disuadirlo, pero primero tenía que descubrir qué estaba tramando.
Marc se quedó callado un momento a propósito, esperando la explicación de Dunne.
– La chica no puede heredar. Es así de sencillo.
– ¿Por qué? ¿Porque, en cuanto herede, descubriría que falta dinero y tú serás detenido y enviado a prisión? -nada haría más feliz a Marc.
– Porque preferiría de lejos que tú heredaras el cofre del tesoro. Tengo tantas cosas contra ti como tú contra mí. Lo que significa que sé que no me denunciarás a las autoridades -dijo Dunne con excesiva satisfacción. Se frotó las manos, no porque hiciera frío, pensó Marc, sino porque estaba seguro de llevar las de ganar.
Marc tragó saliva. Quería todas las cartas sobre la mesa. Sin sorpresas.
– ¿Qué es lo que crees saber?
Paul sonrió con expresión malvada.
– Sé que mentiste a Lillian sobre la edad a la que heredaría para poder manipularla y que te cediera el control del dinero, a ti, su querido tío. Y, como eso no funcionó, sé que tu verdadera personalidad salió a flote y que maltrataste a la pobre chiquilla. Y sé que básicamente se la vendiste a Florence Benson.
Marc se apoyó contra el maletero de su coche para no tambalearse.
Paul levantó la vista hacia el cielo despejado como si reflexionara.
Marc dudaba de que necesitara tiempo para pensar. Seguramente sólo quería prolongar la agonía.
– Ah, ¿he mencionado ya que estoy al corriente de cómo manipulaste y sobornaste a la gente del sistema de hogares de acogida para que Daniel Hunter fuera apartado de la casa de los Benson? En resumidas cuentas, lo sé todo sobre ti.
Mientras pensaba en todo lo que tenía que perder (su trabajo, su reputación y su prometida) el miedo comenzó a apoderarse de él, lentamente al principio, para estallar por fin en el interior de su cabeza.
– Muy bien -replicó-. Estamos en tablas. Tú no me denuncias a mí y yo no te denuncio a ti.
– Estupendo. Ahora, hablemos de cómo vamos a conseguir que heredes tú y no Lillian. Tienes que encargarte de ella. Y para siempre.
– Demonios, no -dijo Marc, sintiendo una náusea-. Prefiero que cuentes lo que sabes y arriesgarme con lo que puedes o no puedes probar a hacerte el trabajo sucio.
Paul irguió los hombros. Como si sintiera el miedo de Marc, se acercó a él, agobiándolo con su presencia.
– Ya he intentado hacer las cosas a mi modo, pero he llegado a la conclusión de que, cuando contratas a alguien, o se juegan algo importante o, si no, reina la incompetencia.
– ¿Hiciste que alguien intentara atropellada en el centro comercial? ¿Y que prendiera fuego al apartamento de Benson? -preguntó Marc, comprendiendo de pronto.
Paul ni confirmó ni negó sus acusaciones, pero Marc comprendió que había dado en el clavo.
– Eres repugnante -masculló.
– Soy práctico, como tú antes. La abstinencia ha embotado tu mente.
Marc sacudió la cabeza.
– Me ha hecho humano.
El administrador se encogió de hombros.
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