– ¿Qué excusa tienes esta vez? ¿Tienes que bañar a tu perro? -le preguntó.

Ella sonrió.

– Nada tan emocionante. El prometido de mi madre quiere que me ocupe de un asunto legal. Lo cual me recuerda una cosa -miró su reloj-. Si no me doy prisa, voy a llegar tarde. Tal vez en otra ocasión -dijo, y se apresuró hacia la puerta, dejando a su paso una estela de perfume embriagador.

Hunter dejó escapar un gruñido; sabía que iba a pasarse la noche dando vueltas en la cama, y no sólo a causa de su olor sensual. Molly nunca había empleado con él las palabras «tal vez en otra ocasión». En el pasado, un no había sido siempre un no definitivo, hasta que él volvía a invitarla a salir. El corazón de Hunter latía más aprisa ante la posibilidad de que Molly pudiera mostrarse más accesible.

Se volvió hacia la secretaria del juzgado, que, sentada tras su mesa, había escuchado atentamente la conversación.

– Entonces, ¿la madre de Molly va a casarse con alguien del pueblo? -preguntó, a sabiendas de que Anna Marie conocía todas las respuestas.

Anna Marie Costanza era la secretaria del juzgado desde hacía más tiempo del que cualquiera que ejerciera el Derecho era capaz de recordar. Procedía de una familia que ostentaba cargos importantes en el pueblo. Uno de sus hermanos era el alcalde, otro el interventor municipal y un tercero formaba parte del prestigioso bufete de abogados de Albany Dunne & Dunne. Todos ellos estaban en contacto y podían procurar consejo y respuesta a la mayoría de las preguntas que cualquiera quisiera ver contestadas.

En cuanto a Anna Marie, ella constituía la principal fuente de habladurías del juzgado, pero era también muy estricta en el cumplimiento de sus funciones. Sus hermanos y ella eran propietarios de una de las casas de huéspedes más antiguas del pueblo. Anna Marie vivía en ella, actuaba como superintendente a cargo de todo y, por suerte para Hunter, Molly había alquilado una de sus habitaciones. Entre su trabajo de día y su ocupación como casera, Hunter estaba seguro de que Anna Marie conocía hasta el último detalle disponible acerca de los vecinos del pueblo. Y, sobre todo, de Molly.

– Sí, señor. Su madre va a casarse con un vecino que vive desde hace mucho tiempo en nuestro bello pueblo -Anna Marie se inclinó hacia delante-. ¿No quieres saber quién es el afortunado? -preguntó, visiblemente ansiosa por darle aquella información.

– A eso iba -respondió Hunter, riendo.

– Su prometido es Marc Dumont. Me enteré cuando la madre de Molly vino a pedir una licencia matrimonial -Anna Marie lo miró a los ojos y asintió lentamente para darle tiempo a que asimilara las implicaciones de la noticia.

Al hacerlo, la sonrisa de Hunter se desvaneció. El recuerdo de un tiempo en que era joven y no tan engreído como le gustaba aparentar lo golpeó con fuerza. Apretó los puños y la antigua ira que se esforzaba por controlar afloró a la superficie. Luchó por sofocarla.

No era culpa de Anna Marie el recordar sus lazos con Dumont. No había ningún vecino del pueblo que no conociera la historia de la desaparición de Lilly, presumiblemente al precipitarse por un barranco y hundirse en la laguna de más abajo. Su cuerpo nunca había sido hallado.

Tampoco había nadie que no supiera que Marc Dumont culpaba a los mejores amigos de Lilly, Hunter y Ty, de la «muerte» de su sobrina. Había intentado sin éxito mantener los cargos por el robo del coche. Pero, en cambio, había convencido a la administración para que separara a los amigos y apartara a Hunter del hogar de acogida de Flo Benson.

Hunter había pasado el año anterior a su decimoctavo cumpleaños en un albergue juvenil estatal para adolescentes problemáticos. Su ira y su resentimiento habían vuelto a aflorar y su actitud le había llevado a meterse en tantas peleas que estuvo a punto de acabar en prisión. Pero, al final, se había visto obligado a asistir a un programa especial de disuasión en una cárcel de verdad, y la realidad le había dado la vuelta en un abrir y cerrar de ojos, como pretendía el programa. Cosa que había logrado usando a Lilly como motivación.

Oía la voz de Lilly diciéndole que no quería que acabara en prisión. Pero todavía culpaba a Dumont por aquella temporada en el albergue, del mismo modo que atribuía su cambio de vida a la influencia de Lilly, Ty y Flo.

El oír el nombre de Dumont todavía lo sacaba de quicio.

– ¿Qué anda buscando ahora esa viejo sinvergüenza, que necesita la ayuda de Molly? -le pregunto a Anna Marie.

Ella frunció los labios.

– Pst, pst. Ya sabes que no puedo difundir información privilegiada.

Hunter se echó a reír al oír el tono de burlona indignación de la secretaria. Anna Marie y él compartían su amor por la información, conseguida de la manera que fuera.

– ¿El señor Dumont ha presentado oficialmente algún documento ante el juzgado? -preguntó Hunter.

Anna Marie sonrió.

– Pues no.

– Entonces, ¿qué tiene de privilegiado un chismorreo de juzgado? -Hunter sentía la repentina y urgente necesidad de saber para qué quería Dumont un abogado en aquel momento de su vida, por qué había implicado a Molly y a quién estaba utilizando aquel canalla.

– Tienes razón. Piensas tan rápido como dicen. ¿Seguro que eres demasiado joven para mí? -preguntó ella al tiempo que le daba un codazo juguetón en el brazo.

– Creo que tú eres demasiado joven para mí. Me temo que tu energía me dejaría agotado -contestó él, riendo.

Aunque no sabía la edad exacta de Anna Marie, habría apostado que rondaba los sesenta y cinco y, aunque ella no se mantenía a la moda, era muy activa.

Anna Marie dio una palmada sobre el mostrador y se echó a reír.

– Venga, dime lo que sabes -Hunter notaba por el brillo de sus ojos que estaba deseando compartir sus secretos.

– Bueno, ya que me lo pides tan amablemente… Antes oí hablar a Molly por teléfono. Marc Dumont se está preparando para reclamar la herencia de su sobrina.

– ¿Qué? -preguntó Hunter, seguro de que había entendido mal.

– Como han pasado casi diez años, piensa acudir a los tribunales para que la declaren legalmente muerta. Ya sabes, como no se encontró ningún cuerpo después de que el coche cayera a la Laguna del Muerto -dijo Anna Marie, mencionando el nombre oficioso que la gente del pueblo había dado al barranco y a la laguna tras la «muerte» de Lilly Dumont.

Hunter sintió una náusea al pensarlo. No pasaba ni un día sin que pensara en Lilly, en aquella noche fatídica y en el papel que él había desempeñado en su desaparición. Siempre la había echado de menos, su risa, su amistad. El no haber oído mencionar el nombre de Dumont durante años lo había ayudado. Marc Dumont era un tema de conversación que intentaba eludir, cosa que le había resultado fácil hasta ese día. Dumont había permanecido por debajo de su radar durante años, recluido en la vieja casa de Lilly, sin causar problemas. Pero, de pronto, en cuestión de cinco minutos, Hunter había descubierto que iba a casarse con la madre de Molly y a intentar enterrar legalmente a su sobrina para apoderarse de los millones que seguían depositados en el fondo fiduciario de su herencia.

No podía haber elegido peor momento. Justo cuando Molly parecía estar considerando la idea de salir con Hunter, Dumont volvía convertirse en un obstáculo.

El muy canalla no había cambiado. Simplemente había permanecido escondido, aguardando para reaparecer en el momento en que los tres amigos creerían haber dejado atrás su pasado. Aquel hombre había cambiado ya antes sus vidas. Y Hunter tenía la corazonada de que tampoco esta vez saldrían indemnes de la confrontación.


Tyler Benson no era muy madrugador. Prefería hacer el turno de noche en el Night Owl que tener un trabajo de nueve a cinco. Lo ayudaba el hecho de haberle alquilado el apartamento de encima del bar a su amigo Rufus, que también era el dueño del establecimiento y agradecía que Ty lo ayudara de vez en cuando. Cuando no atendía el bar por hacer un favor a su amigo, Ty llevaba su agencia de investigaciones privadas desde su apartamento, o bien desde el bar o la pequeña oficina que tenía enfrente del juzgado. La gente del pueblo podía encontrar a Ty allá donde estuviera y él valoraba la flexibilidad y la espontaneidad de la vida que había elegido. Pero, sobre todo, le gustaba saber que no se ganaba la vida a expensas de nadie.

Tenía unos ingresos lo bastante decentes como para permitirse escoger los casos en los que quería trabajar; los más fáciles se los pasaba a Derek, un joven que se había sacado la licencia de investigador privado pero que era nuevo en el pueblo y necesitaba el nombre de Ty para apuntalar su reputación. Ty había llegado a la conclusión de que era preferible tener a Derek como empleado que competir con él en una ciudad tan pequeña, así que los dos sacaban provecho de la situación. De hecho, el negocio crecía rápidamente y les hacía falta contratar a un auxiliar administrativo y a otro detective.

Ty sirvió una cerveza de grifo y se la dio al tipo al que estaba atendiendo. Miró su reloj. Eran sólo las siete de la tarde, pero, siendo octubre y estando la liga de béisbol en pleno apogeo (los Yanquis contra los Red Sox), media hora después el local estaría lleno a rebosar. En ese momento, sin embargo, el tiempo se arrastraba lentamente y Ty se tapó la boca para sofocar un bostezo.

– Dentro de cinco minutos desearás que tu vida sea tan aburrida como evidentemente te parece ahora -Hunter, el mejor amigo de Ty, se deslizó en un taburete, delante de él.

Ty sonrió.

– No sé por qué, pero dudo que oírte hablar de cómo te ha ido hoy en el juzgado vaya a ponerme a tono -se rió y echó mano de los ingredientes del refinado martini que su amigo había llegado a preferir a la cerveza de antaño.

El otro sacudió la cabeza.

– Ponme un Jack Daniels. Solo.

Ty levantó una ceja, sorprendido.

– Debe de pasar algo gordo si vas a cambiar el martini por el whisky solo. Y yo que iba a felicitarte por haber ganado el caso… Pero, si fueras a celebrarlo, no pedirías whisky.

Hunter tenía el semblante enturbiado. Saltaba a la vista que estaba muy lejos de allí y que no pensaba en su hazaña de ese día.

Ty dedujo que pronto sabría qué era lo que preocupaba a su amigo. Cuando Hunter se enfrentaba a algún problema, solía rumiarlo un tiempo antes de desahogarse.

– ¿Te acuerdas de cuando fui a vivir contigo y con tu madre en acogida? -preguntó.

Aquello pilló a Ty por sorpresa.

– Sí, me acuerdo. Pero de eso hace mucho tiempo y han cambiado muchas cosas. Para empezar, entonces estabas distinto. Eras distinto.

A los dieciséis años, Daniel Hunter había llegado al hogar de los Benson cargado de resentimiento y dispuesto a no permitir que nadie se le acercara. Había llegado a la conclusión de que, de todos modos, no había nadie en el mundo a quien le importara. Pero en ambas cosas estaba equivocado. Había pasado casi un año con Tyler y su madre, y para ambos se había convertido en parte de su familia.

Hunter asintió con la cabeza.

– He intentado ser distinto. Mejor, en cierto modo.

Ty miró a su amigo. Entendía sus razones. Había luchado denodadamente por convertirse en un abogado notable, en un miembro de la comunidad, y lo había conseguido. Esa noche, llevaba vaqueros oscuros que parecían nuevos y recién planchados, y una camiseta de rugby. Su modo de vestir era un símbolo del hombre en que se había convertido.

– Puedes vestirte como un niño bien, pero en el fondo sigues siendo un chaval de la calle -bromeó Ty. Por eso habían seguido estando tan unidos con el paso de los años-. Bueno, ¿qué pasa? ¿A qué viene acordarse ahora del pasado?

– Pasan algunas cosas. Y no es sólo que necesite recordar, sino que necesito que tú también retrocedas en el tiempo.

– Recuerdo cuando mi madre te acogió -dijo Ty.

– Éramos tan distintos que pensé que me matarías mientras dormía -dijo Hunter, y su risa irónica interrumpió los pensamientos de Ty.

– Tienes suerte de que no lo hiciera -Ty sonrió. El recuerdo de la primera noche de Hunter en casa de los Benson todavía estaba fresco en su memoria.

– El chico de la casa en la que había estado antes me dio una patada en el culo porque su madre me dejó dormir en su cuarto. Tú te limitaste a tirarme una almohada y a advertirme que no roncara -le recordó Hunter.

– Roncaste de todos modos -Ty se echó a reír.

En apariencia, no podrían haber sido más distintos: Ty con su pelo largo, oscuro y revuelto y la tez olivácea de su madre; Hunter, con su pelo rubicundo y su piel pálida. Pero se habían hecho amigos. Se parecían lo suficiente como para forjar una alianza improbable, debido a que Ty, al igual que Hunter, no entregaba fácilmente su confianza.

¿Cómo iba a hacerlo cuando su padre había marcado la tónica de una juventud llena de promesas rotas? «Iré a verte al partido. Te recogeré después del entrenamiento». Si no se entretenía antes con las apuestas y el juego, pensó Ty amargamente. En la irresponsabilidad de su padre, se podía confiar. Pero, cosa irónica, el saber que no podía contar con él no había preparado a Ty para la patada final.