Ty miró por la ventana.
– El caso es que, más que contigo, estaba enfadado conmigo mismo -no le fue fácil hacer aquella confesión.
– ¿Y eso por qué? -preguntó su madre.
Ty no se volvió. No podía mirar cara a cara a su madre mientras se enfrentaba a asuntos que llevaban años atormentándolo. Pero, mientras ella estaba en el quirófano, Ty había pensado mucho. Con la cabeza de Lilly apoyada en su hombro, había contemplado la posibilidad de perder a su madre y se había forzado a enfrentarse a lo que de verdad le molestaba del hecho de que ella hubiera aceptado el dinero.
En realidad, le había salvado probablemente la vida a Lilly. Enfadarse con su madre por darle a Lilly un buen hogar a cambio de dinero era ridículo. Sencillamente, le había resultado más fácil enojarse con su madre que afrontar la ira que sentía hacia sí mismo.
– Es complicado -dijo-. Todo el tiempo que estuve enfadado contigo por no decirme que Lilly no era en realidad una chica de acogida, que te culpaba por no haberme dicho lo del dinero, te he estado ocultando un gran secreto -respiró hondo-. Durante años, dejé que sufrieras, aunque sabía que Lilly estaba viva en realidad -el pulso le golpeaba con fuerza las sienes mientras hablaba.
– Los dos hemos cometido errores -dijo su madre-. ¿O debería decir que los dos tomamos decisiones que nos parecieron necesarias en su momento? ¿Quién sabe? Tal vez lo fueran -añadió para facilitarle de nuevo las cosas.
Ty no estaba listo para ponérselo fácil a sí mismo, sin embargo. Al menos, aún. Con suerte llegaría a ese punto, pero primero tenía que decir todo lo que le rondaba por la cabeza.
– ¿Qué más te preocupa, Tyler? ¿Qué sigue reconcomiéndote? -preguntó su madre.
– ¿Además de haberte dejado sufrir durante diez años? -Ty se volvió, decidido a mirar cara a cara a su madre al tiempo que afrontaba sus errores.
Sus defectos.
Sus faltas.
– ¿Sabes qué es lo que hice? Mandé a Lilly sola a Nueva York. Lilly tenía diecisiete años y yo no fui tras ella. Qué demonios, ni siquiera la busqué durante cinco largos años -añadió, enojado.
Y había utilizado la ridícula promesa de no volver a hablar de aquella noche como excusa para mantenerse alejado de ella. Luego, cuando había descubierto que estaba viva y que vivía en Manhattan, no había ido en su busca. Por el contrario, la había culpado a ella por no regresar con él. Eso sí que era arrogancia. Había hecho falta que Lilly volviera, que estuvieran a punto de matarla y que a su madre le fallara el corazón para que abriera los ojos.
Había sido un cobarde, se dijo.
– ¿Cuántos años tenías cuando tramamos ese plan para fingir mi muerte?
Ty se volvió bruscamente al oír por sorpresa la voz de Lilly. Ella estaba en la puerta y lo miraba con incredulidad.
– Creo que te ha hecho una pregunta, hijo -dijo Flo con una sonrisa en los labios.
Ty se aclaró la garganta.
– Tenía dieciocho años.
– ¿Y crees que eso te hace mucho más mayor y más sabio que yo? ¿Crees que deberías haber sido más sensato? -preguntó Lilly, entrando en la habitación-. Siento interrumpir, pero me alegro de haberlo hecho.
– Yo también -Flo le indicó que se acercara-. Lilly tiene razón, ¿sabes?
Ty frunció el ceño.
– No os compinchéis contra mí -masculló.
– Bueno, ¿y quién te nombró mi guardián y salvador? -preguntó Lilly-. No me malinterpretes. Siempre te he agradecido que cuidaras de mí. ¿Quién sabe qué habría ocurrido si hubiera tenido que volver con el tío Marc, en vez de quedarme con vosotros? Pero nadie te puso al mando y, desde luego, nadie te designó como la persona que siempre tenía que solucionarlo todo. Date un respiro, Ty. Siento ser yo quien te lo diga, pero no eres perfecto -Lacey agitó las manos en el aire, irritada.
Él dejó escapar un soplido. Ella no lo sabía, pero había contestado a una pregunta importante. No los había oído hablar del hecho de que su madre hubiera aceptado dinero de su tío. Ese secreto, como los demás, aún tenía que salir a la luz. Algo más de lo que Ty se había dado cuenta mientras su madre se hallaba bajo el bisturí.
– ¿Qué quieres decir con que no soy perfecto? -preguntó Ty, concentrándose en la parte más ligera de su monólogo-. ¿Cómo puedes decir tal cosa delante de mi madre? -añadió en broma.
Lilly frunció el ceño. Saltaba a la vista que no le hacía ni pizca de gracia.
– Bueno, esto ha sido agotador -dijo Flo-. Necesito descansar, pero, Ty, tienes que hacer caso a Lilly. Esa linda cabecita sabe más que tú y yo juntos -se recostó contra las almohadas. Estaba más pálida que cuando Ty había entrado en la habitación.
Lo que significaba que el secreto de su madre tendría que esperar un día más, pensó él. Con un poco de suerte, también esperaría la continuación de aquella conversación con Lilly.
Se dirigieron a la puerta. Su madre se quedó dormida casi antes de que salieran. Ty se detuvo en el set de las enfermeras y les pidió que se aseguraran de que su madre comía cuando se despertara; luego condujo a Lilly a un cuarto vacío, junto a la sala de espera.
La estrechó en sus brazos y la besó. Los labios de ella se suavizaron, le rodeó el cuello con los brazos y dejó escapar un suave gemido antes de devolverle el beso.
– Mmm -Ty metió las manos entre su pelo y la apretó contra sí.
– Mmm, sí -dijo ella mientras echaba la cabeza hacia atrás-. Por desgracia, no podemos continuar esto ahora. Tenemos que ir a hablar con Anna Marie.
– ¿Sí? -gruñó Ty.
– Sí -contestó Molly detrás de ellos, riendo-. Además, éste no es sitio para hacer manitas. Alguien podría pillaros.
– Alguien nos ha pillado -Ty cambió un poco de postura. Confiaba en que su erección se disipara rápidamente-. ¿Os he dicho ya que no creo que sea buena idea que vayáis a hablar con Anna Marie?
– Sólo estás preocupado por mí -dijo Lilly-. Pero, si conseguimos que coopere, te parecerá una idea estupenda -antes de que él pudiera poner alguna pega más, Lilly se inclinó y le dio un beso en la mejilla-. Ahora, vamos a hablar con tu vecina -le dijo a Molly.
Ty sabía cuándo tenía las de perder, sobre todo si se enfrentaba a dos mujeres tan decididas. No le quedaba más remedio que seguirles la corriente y mantenerlas a salvo.
Lacey sabía que no debía abrigar esperanzas de que Anna Marie Costanza les diera la clave para resolver sus problemas. Aun así, no podía evitar que una vocecilla canturreara dentro de su cabeza: «Por favor, habla con nosotras».
Los primeros quince minutos en casa de Anna Marie fueron una tortura para ella. La casa olía a naftalina y Anna Marie preparó parsimoniosamente el té para sus invitadas, a pesar de que ellas insistieron en que no querían ni esperaban que las agasajara.
– Le he mandado unas flores a tu madre, Tyler -dijo Anna Marie mientras ponía unas tazas floreadas y de aspecto delicado sobre la mesa.
– Eres muy amable. Seguro que te lo agradecerá mucho -repuso él.
Lacey notó que tenía la delicadeza de no decirle que, en el área del hospital donde estaba ingresada Flo, no estaban permitidas las flores. Seguramente el ramo acabaría en el ala infantil, lo cual sería también un bonito gesto.
Molly añadió leche y unos terrones de azúcar a su té sin apresurarse y lo removió lentamente. Miraba a Lacey, implorándole que hiciera lo mismo. Era evidente que Molly había pasado ya por aquello y que, si querían hablar con Anna Marie, tendrían que beberse el té y charlar con ella de cosas sin importancia antes de tratar cualquier asunto serio.
Lacey estaba tan nerviosa que le sorprendía el no haberse levantado de un salto de la silla, haber agarrado a Anna Marie por el cuello de volantes y haberla zarandeado hasta que hablara.
Ty se recostó en la silla y esperó. Parecía haber decidido que estaba exento de beberse el té, puesto que no había tocado su delicada tacita. Probablemente, por miedo a romperla, pensó Lacey.
– También le mandé flores a tu tío, Lacey. Molly, querida, tu madre debe de estar destrozada -dijo Anna Marie.
Molly murmuró algo ininteligible.
– ¿Unas pastas? -preguntó Anna Marie para cambiar de tema, y señaló un plato de galletas de almendra.
– Sí, gracias -Ty tomó una galleta, dio un mordisco y sonrió-. Deliciosa.
– Las he hecho yo misma -dijo Anna Marie, complacida-. Me enseñó mi madre. Como era la única chica, pasábamos mucho tiempo juntas mientras mis hermanos andaban por ahí, haciendo cosas con mi padre.
– Respecto a tus hermanos… -dijo Lilly, pero Ty le puso una mano sobre el muslo a modo de advertencia. Habían decidido tomarse las cosas con calma-. Habrá sido interesante crecer con tantos chicos -añadió ella, en lugar de sacar a relucir las acusaciones que quería lanzar contra Paul, el hermano de Anna Marie.
Anna Marie se lanzó a contar anécdotas de su infancia en el pueblo.
– Y así fue como mi padre conoció a tu padre -le dijo a Lacey-. A mi padre, como al tuyo, le encantaban los coches antiguos. La verdad es que le gustaban todos los coches. El me enseñó a cuidar bien de un coche. Por eso me duran tantos años. Quiérelo y mantenlo en marcha, solía decir mi padre.
– Entonces te llevarías un buen disgusto cuando te robaron el coche -dijo Molly, introduciendo por fin el motivo de su visita.
Lacey tenía que admitir que había elegido el modo más benigno de hacerlo. Ella, en cambio, se habría lanzado en picado.
– Sí, sí, me llevé un gran disgusto -Anna Marie se levantó y llevó su taza y su platillo al fregadero.
Una huida evidente para no tener que mirarlos a los ojos, pensó Lacey, y no creía estar buscando indicios inexistentes. Anna Marie estaba nerviosa. Y, cuando se le cayó la taza al fregadero, Lacey se convenció de que había algo que la angustiaba. Pero Anna Marie no era mezquina, ni malvada.
Mientras la observaba, algo en el interior de Lilly se enterneció. Era imposible que aquella mujer amable y buena hubiera hecho daño a alguien. Al menos, conscientemente.
Aunque Molly había sacado a colación el asunto del coche robado, a Lacey se le ocurrió de pronto otro modo de apelar a la conciencia de Anna Marie.
– Tus hermanos te habrán protegido mucho. Cuando nosotros éramos pequeños, Ty y Hunter me cuidaban como supongo que habrían hecho si fueran mis verdaderos hermanos.
Anna Marie se apartó del fregadero.
– Oh, sí. Pero ¿podéis creer que yo he tenido que hacer lo mismo por ellos con el paso de los años? No os creeríais las cosas en que se han metido esos muchachos. De cuando en cuando, mis padres y yo teníamos que acudir en su auxilio -dijo con una sonrisa, al recordar.
Molly se levantó y se acercó a ella.
– Estoy segura de que todavía tienes que protegerlos, incluso ahora que son mayores.
– No, ya no me necesitan. Me siguen la corriente y escuchan mis historias del trabajo, pero se defienden bien solos. Y, además, tienen a sus esposas para que cuiden de ellos.
– Pero la sangre es más espesa que el agua, como solía decir uno de mis padrastros. Seguro que si, pongamos por caso, Paul necesitara un favor, acudiría a ti antes que a nadie -Molly le rodeó los hombros con el brazo con ademán tranquilizador-.Ven a sentarte -dijo, y la condujo a una silla, junto a la mesa-. ¿Te ha dicho la policía que la persona que conducía tu coche también disparó a Marc Dumont? -preguntó con suavidad.
Anna Marie se retorció las manos artríticas sobre el regazo y no levantó la mirada.
– Vinieron aquí y me hicieron toda clase de preguntas sobre el coche. Les dije que me lo habían robado -le tembló la voz-. No me dijeron por qué preguntaban hasta después de que les conté que me lo habían robado.
Molly se arrodilló a su lado.
– Pero, para entonces, ya les habías mentido para encubrir a tu hermano Paul, ¿verdad? ¿Porque fue él quien te pidió el coche prestado, como hace a veces? ¿Para quererlo y mantenerlo en marcha, como decía tu padre?
Ty y Lacey guardaron silencio y dejaron que fuera Molly, que ya tenía una relación con Anna Marie, quien la sonsacara.
Anna Marie asintió con la cabeza.
– Paul nunca tuvo las cosas fáciles. Era el mayor y la carga de las expectativas de nuestros padres siempre cayó sobre él. Necesitaba una vía de escape y, como vivimos tan cerca de Saratoga, la encontró en los caballos. Durante la temporada de carreras, iba al hipódromo a apostar. Y pronto no le bastó con los caballos.
– ¿Paul tiene problemas con el juego? -preguntó Ty.
– No sé si es un problema, pero a veces, los días que se lleva mi coche, va al hipódromo o a un sitio de apuestas del pueblo de al lado -Anna Marie suspiró-. Antes tenía que suplicarle que se llevara mi coche. Últimamente, me lo pide él. Yo creía que quería ir al hipódromo. Y, cuando me pidió que dijera que me lo habían robado, pensé que quizás alguien hubiera visto el coche en el hipódromo. Si lo habían robado, nadie lo relacionaría conmigo o con él.
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