Sacudió la cabeza para ahuyentar el pasado, como hacía siempre que los recuerdos amenazaban con aflorar. El presente era lo único que importaba y, en el presente, su trabajo la definía. Cuando no estaba ocupada haciendo alguno de los muchos trabajos que le solicitaban sus clientes, estaba resolviendo crisis entre los empleados y los clientes de su pequeña empresa, llamada, muy a propósito, Trabajos Esporádicos.

– ¿Cuál es el problema exactamente? -preguntó Lacey a Amanda Goodwin, una clienta que utilizaba semanalmente sus servicios y era una valiosa fuente de referencias.

Amanda señaló a Serena con sus uñas bien cuidadas.

– No entiende el inglés -dijo-. Limpia de maravilla, pero no habla inglés. Tenía que explicarle una cosa, así que le hablé en español. Y se echó a llorar y te llamó.

Lacey asintió con la cabeza. A Serena se le saltaban las lágrimas fácilmente, cosa que podía causarle problemas en el trabajo.

– ¿Qué le dijiste exactamente? En español, si no te importa -mientras hablaba, Lacey puso una mano sobre los hombros de Serena para reconfortarla.

Lacey había aprendido a hablar español con bastante fluidez durante sus primeros tiempos en Nueva York. Descubrió entonces que el español que había estudiado en el instituto le era útil y le permitía captar el idioma fácilmente, cosa que la ayudó mucho, porque necesitaba un trabajo y la única persona que la contrató fue una mujer llamada Marina que dirigía un servicio de tintorería compuesto principalmente por chicas inmigrantes. Lo que no sabía, Marina se lo enseñó dándole clases por las noches para que no sólo hablara español, sino que pudiera sacarse el título de bachillerato.

Tras llegar a Nueva York, Lilly había adoptado el nombre de Lacey Kincaid y lo había usado religiosamente por miedo a que su tío la encontrara. Más tarde, cuando se convirtió en una mujer adulta y quiso fundar una empresa, comprendió que debía proceder conforme a la ley. Aunque seguía haciéndose llamar Lacey Kincaid, en sus documentos legales figuraba como Lilly Dumont. Pocas personas le hacían preguntas, y a menos aún les importaba, y pasado tanto tiempo a su tío no se le ocurriría buscarla.

Miró a su clienta y le pidió en silencio que le explicara qué había salido mal.

– Quería decirle que no diera de comer al perro -la otra señaló a su pomeranio, el perro que, semejante a una mopa, yacía a sus pies-. Así que le dije: «Por favor, no comas al perro» -Amanda cruzó los brazos sobre el pecho, visiblemente complacida con su capacidad para comunicarse con sus asistentas.

Lacey rompió a reír al mismo tiempo que Serena empezaba a lamentarse en un torrente de español atropellado que ni siquiera Lacey entendió. Lacey captó, sin embargo, un par de palabras que indicaban claramente lo disgustada y ofendida que estaba Serena.

– ¿Lo ves? ¿Qué pasa? ¿Por qué se pone así? -preguntó Amanda.

Lacey se pellizcó el puente de la nariz antes de mirarla a los ojos.

– Porque le dijiste «por favor, no te comas al perro», en vez de «por favor, no le des comida al perro», que es lo correcto -dijo, recordando sus lecciones de español-. Serena se ha ofendido porque pensaras que podía hacer tal cosa -Lacey sofocó otra carcajada.

Entre tanto, Amanda, que tenía muy buen carácter y trataba siempre bien a sus asistentas, se sonrojó, avergonzada.

– Le pedí ayuda a mi hija. Da español en el colegio -explicó.

Al menos estaba tan avergonzada por su error que no se quejó de la reacción exagerada de Serena, cosa de la que Lacey tendría que ocuparse más tarde. De momento, Lacey le aclaró el malentendido a la joven en español y a continuación se volvió hacia su clienta.

– No te preocupes. Sólo ha sido un malentendido.

– Siento que hayas tenido que venir hasta aquí -dijo Amanda.

– Yo no. Ojalá todos mis problemas se resolvieran tan fácilmente.

Tras asegurarse de que a ninguna de las dos le importaba que se marchase, Lacey se dirigió a su casa.

Digger, su perra, salió a recibirla a la puerta meneando la cola cortada como una loca. No había nada que gustara más a Lacey que volver a casa y encontrarse a su perra dando brincos de alegría.

– Hola, hola -dijo mientras le acariciaba la cabeza.

Con la perra pisándole los talones, Lacey dejó el bolso sobre la cama y apretó el botón de encendido del contestador automático. El único mensaje que había era de Alex Duncan, un empleado de banca dedicado a las inversiones al que había conocido a través de un cliente y con el que había intimado hacía poco tiempo. Alex la trataba bien, la llevaba a ver los espectáculos de Broadway y a restaurantes caros, y le compraba cosas de lujo que le recordaban al ambiente en que había vivido hasta la muerte de sus padres, aunque no a su vida desde entonces. Alex hacía aflorar en ella un anhelo de cosas que echaba en falta, como la seguridad y los mimos, el lujo y la estabilidad.

Quería cuidar de ella en el sentido más trasnochado de la palabra, procurándole un hogar y una familia. Lacey ansiaba aquellas cosas desde que había perdido a sus padres. Su madre, Rhona, estaba en casa cada tarde, cuando ella volvía del colegio, y su padre, Eric, la arropaba en la cama cada noche. Perderlos había sido traumático y había vuelto del revés todo su mundo. En su inocencia, Lacey había recurrido a su tío Marc y él la había traicionado.

Aparte de Ty y Hunter, Lacey no había dejado que nadie se acercara a ella durante años. Pero deseaba tener intimidad con otro ser humano. Necesitaba afecto y quería tener a alguien que volviera a casa cada noche. Alex era un buen hombre. Un hombre excelente, en realidad, aunque todavía no hubiera conseguido romper sus barreras. Y ella no había aceptado su proposición de matrimonio…

Aún. Echaba de menos algo que no acertaba a definir y, por más cariño que sintiera por Alex, por más que lo intentaba, no podía decir que se hubiera enamorado de él. Estaban juntos desde hacía algún tiempo, pero, aun así, Lacey añoraba un vínculo más profundo.

Alex, sin embargo, sabía que tenía un pasado difícil, aunque no conocía todos los detalles, y estaba dispuesto a darle tiempo a que se decidiera, porque la quería. Y porque estaba convencido de que el amor podía crecer con el tiempo. Lacey también quería creerlo, así que no había abandonado la idea de tener un futuro con él.

Dejó escapar un gruñido, pulsó la tecla de borrado del contestador y se desvistió rápidamente para darse una larga ducha caliente. Se había pasado la tarde haciendo la compra para una madre que estaba muy ocupada trabajando; luego había paseado a un montón de perros por la Quinta Avenida, y a continuación había ido a resolver la crisis entre Serena y Amanda. Llevaba todo el día deseando tomarse un respiro, un rato para no tener que preocuparse de su negocio ni de diseccionar sus sentimientos hacia Alex.

Media hora después, estaba envuelta en un albornoz y preparándose unos huevos revueltos en la cocina mientras disfrutaba del murmullo de la música, que había puesto baja, cuando sonó el timbre. Digger comenzó a ladrar de inmediato, obsesivamente, y corrió a la puerta.

Lacey suspiró. Sólo podía confiar en que Alex no hubiera decidido hacerle una visita para volver a hablar. Apagó el fuego y apartó la sartén del quemador.

Luego se acercó a la puerta y miró por la mirilla. Alex era rubio y llevaba trajes o camisas abotonadas. El tipo que había al otro lado de la puerta tenía el pelo largo y oscuro, una cazadora vaquera vieja colgada del hombro y le resultaba vagamente familiar.

Lacey parpadeó y concentró de nuevo la vista en él. Un momento después, lo reconoció. «Dios mío, es Ty».

Abrió la puerta del apartamento con manos temblorosas.

– ¿Ty? -preguntó estúpidamente. Lo habría reconocido en cualquier parte. Lo veía no sólo en sus recuerdos, sino también en sueños.

Él asintió con la cabeza, pero, antes de que pudiera contestar, Digger empezó a husmearle los pies y apretar el hocico contra su pierna, reclamando su atención.

– ¡Apártate, Digger! -dijo Lacey, pero el perro no hizo caso.

Lacey siempre había creído que podía juzgarse el carácter de un hombre por cómo se comportaba con los perros, así que sonrió cuando Ty se inclinó y acarició la cabeza de Digger. Estaba claro que no había cambiado. Su punto flaco seguían siendo los necesitados, como lo había sido ella, pensó Lacey. Lo cual la retrotrajo a la insidiosa pregunta que había persistido mucho después de que abandonara Hawken's Cove. ¿Sentía Ty aquel mismo loco deseo, aquel amor juvenil que había experimentado ella por él, o ella había sido sólo otro animalillo descarriado al que Ty había acogido bajo su ala y había protegido, lo mismo que a Hunter?

Lo miró y comprendió en un instante que Ty seguía teniendo la capacidad de turbarla profundamente. Sus emociones se dispararon y pasaron de la euforia por volver a verlo a un cálido cosquilleo en el corazón, y finalmente a un temblor en el vientre que no experimentaba desde hacía años.

Digger, que disfrutaba de las atenciones de aquel desconocido, levantó las patas delanteras y las apoyó sobre las piernas de Ty para pedirle más.

– Ya está bien, sinvergüenza. Deja en paz a Ty -dijo Lacey mientras apartaba a la perra.

– ¿Es una perra? -preguntó Ty, sorprendido.

Lacey asintió con la cabeza.

– Ninguna mujer querría tener su cuerpo, pero es un encanto.

– Tampoco ninguna querría tener su nombre -dijo Ty, riendo.

Su voz se había hecho más grave, pensó ella, y aquel sonido áspero aceleró la sangre en sus venas.

– Me la encontré escarbando en la basura. La pobre estaba muerta de hambre. La traje a casa, le di de comer e intenté encontrar a sus dueños. Pero no hubo suerte -se encogió de hombros y acarició a Digger bajo la barbilla-. Desde entonces es la reina de la casa -Digger era suya, a pesar de su mal aliento. Soltó el collar de la perra-. ¡Anda, ve! -dijo, y la perra corrió finalmente al interior del apartamento.

Lacey se retiró para que Ty pudiera entrar y, al pasar a su lado, él la obsequió con una ráfaga de colonia cálida y sensual. El cuerpo de Lacey se tensó al sentir aquel olor desconocido y, sin embargo, deseado.

Una vez dentro, Lacey dejó que la puerta se cerrara y Ty se volvió para mirarla. La observó sin pudor, tragándosela por entero con la mirada, con curiosidad evidente. Ella se ciñó el cuello del albornoz, pero nada cambiaba el hecho de que, debajo de la bata, estaba desnuda.

Incapaz de resistirse, ella también lo miró de arriba abajo. La última vez que lo había visto, Ty era un chico muy sexy. En los diez años anteriores había madurado. Tenía los hombros más anchos, la cara más fina y una expresión sombría en los ojos castaños que parecía más profunda de lo que ella recordaba. Era muy viril y muy guapo, pensó Lacey.

Y, cuando él volvió a fijar la mirada en su cara, ella no pudo confundir el significado de la leve sonrisa que curvó sus labios.

– Tienes buen aspecto -dijo él al fin.

Lacey se sonrojó.

– Tú también estás muy bien -se mordió el interior de la mejilla y se preguntó qué hacía Ty allí.

¿Qué le tenía reservado el destino y, más que el destino, Ty?


Lacey se excusó antes de desaparecer por una puerta que llevaba a lo que Ty supuso era su habitación. Le había dicho que se pusiera cómodo, cosa que le costaría menos si ella se quitaba la bata. Aunque la tela algodonosa la cubría perfectamente, el profundo escote le hacía preguntarse exactamente qué había bajo ella, y el bajo, muy corto, dejaba al descubierto sus piernas largas y bien tonificadas.

Aquello evidenciaba con toda claridad en qué había estado pensando desde el instante en que ella había abierto la puerta para mostrarle una versión adulta de la Lilly a la que había conocido. Era la misma y era sin embargo distinta, más bella, más segura de sí misma, más difícil de dominar, pensó Ty.

Había estado loco por ella cuando era joven, intrigado por la muchacha de los grandes ojos castaños y el carácter osado. Sólo tras su marcha se dio cuenta de que la había amado. Aquél había sido un primer amor, un amor de adolescente, pero, se llamara como se llamara, perderla había sido doloroso. Se les había negado la oportunidad de descubrir cómo podría haber sido aquello, y desde entonces nadie ni nada lo había hecho sentirse ni de lejos tan vivo como Lilly. Y así seguía siendo, si la chispa que notaba dentro de sí quería decir algo.

Pero el pasado había quedado atrás y abrirle su corazón o su mente sólo podía causarles dolor. Ella tenía allí una vida de la que él no formaba parte. Podía haber vuelto y había optado por no hacerlo. Ambos habían seguido adelante.

Ty no quería que le rompiera el corazón otra vez, después de haberse forjado un estilo de vida tan cómodo. Se conformaba con practicar el sexo sin amor con mujeres que buscaban relaciones sin complicaciones y que no se quejaban cuando él se aburría, cosa que solía pasarle. Últimamente había estado viéndose con Gloria Rubin, una camarera de un bar que frecuentaba cuando no iba al Night Owl. Gloria era divorciada y le gustaba que las cosas fueran así, pero no quería llevar a ningún hombre a casa mientras su hijo estuviera bajo su techo. El tenía un apartamento vacío, lo cual significaba que su relación les convenía a ambos, aunque no fuera especial. Pero funcionaba.