Ty se metió las manos en los bolsillos y paseó la mirada por el cuarto de estar de Lilly, en un intento por descubrir cómo vivía y en quién se había convertido. Había subido tres tramos de oscuras escaleras para llegar a su puerta, pero al menos el barrio parecía bastante seguro y aquel chucho tan feo le servía de protección. El apartamento no era pequeño, era minúsculo. Pero, a pesar de su tamaño, ella le había añadido suficientes toques de calidez como para que pareciera un hogar, no una celda diminuta. Las paredes estaban cubiertas de sencillos carteles enmarcados, con ilustraciones de flores, y la habitación estaba llena de plantas. Unos cojines de colores animaban el sofá y una alfombra a juego se desplegaba bajo la mesa.
Se notaba la falta de fotografías de amigos y familiares y, no por primera vez, Ty se dio cuenta de que Lilly no sólo los había dejado a ellos, a Hunter y a él, atrás. Había abandonado una vida y unos recuerdos tangibles. Había renunciado al dinero y a las cosas materiales. No podía haber vivido bien, ni las cosas podían haberle sido fáciles. Razón de más para que regresara e impidiera que su tío se apoderara de lo que le pertenecía por derecho.
– Perdona que te haya hecho esperar -su voz lo distrajo, y se volvió hacía aquel sonido ligero.
Ella volvió a reunirse con él, vestida con unos vaqueros y una camiseta sencilla de color rosa. Ambas cosas se le ceñían al cuerpo y mostraban unas curvas que Ty no pudo por menos de admirar. El pelo castaño le caía sobre los hombros en ondas húmedas y enmarcaba su tez de porcelana, y sus ojos marrón chocolate seguían siendo tan profundos y sensibles como él recordaba.
– No importa -le aseguró Ty-. No sabías que iba a venir. Ella extendió la mano hacia el sofá. -¿Por qué no nos sentamos y me cuentas qué pasa? Porque sé que no pasabas por el barrio por casualidad.
Ty se sentó a su lado y se inclinó hacia delante, apoyado en los codos. A pesar de que, durante las tres horas de camino hasta allí, había tenido tiempo para ensayar su discurso, las palabras no le salían con facilidad.
– Ojalá hubiera pasado por aquí por casualidad, porque odio lo que tengo que decirte.
– ¿Qué es? -preguntó ella sin perder la calma.
– Tu tío va a casarse -dijo Ty.
Ella se estremeció al oírlo y la repulsión que sentía al oír hablar de aquel hombre se hizo evidente en su rostro expresivo.
Sin poder evitarlo, Ty alargó el brazo y le puso la mano sobre la rodilla. Quería reconfortarla, pero aquel primer contacto fue eléctrico y la pierna de ella se estremeció bajo su mano. Ty comprendió que su roce la perturbaba.
En cuanto a él, su cuerpo se estremeció y el deseo se aposentó en su vientre. «Maldita sea», pensó. Los sentimientos de antaño eran tan vividos como siempre, más fuertes aún porque él era más mayor y más sabio y comprendía que sus reacciones físicas eran sólo la punta del iceberg. Bajo la superficie, sus sentimientos por ella seguían siendo muy hondos, y tuvo que recordarse que Lilly sólo estaba de paso en su vida. Había pasado por ella una vez antes, al igual que otras personas a las que Ty había querido y había perdido.
Después de la marcha de su padre, Ty se había replegado sobre sí mismo hasta la llegada de Hunter y Lilly. Se había abierto para ellos y, al final, Lilly lo había abandonado. Aunque no le había quedado más remedio que irse, había tenido la posibilidad de regresar tras cumplir veintiún años y alcanzar la mayoría de edad. Incluso si ahora volvía con él a Hawken's Cove, sólo sería para reclamar su herencia, no su antigua vida.
Consciente de ello, Ty no estaba dispuesto a exponerse ante ella de tal modo que acabara de nuevo sufriendo y con el corazón roto. Apartó lentamente la mano.
– ¿Qué tiene que ver conmigo el que mi tío vaya a casarse? -preguntó por fin Lilly, que lo miraba con los ojos entornados.
– Su boda es lo de menos, en realidad. También ha decidido hacerte declarar legalmente muerta para apropiarse de tu herencia.
Ella abrió los ojos de par en par y sus mejillas se decoloraron, dejándola pálida. Dejó escapar un gruñido, cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared.
– Ese hombre es un cerdo -dijo.
– Sí, eso lo define bastante bien -Ty se echó a reír.
Al ver cómo reaccionaba ella a la noticia, no supo cómo iba a acabar de explicarle la otra razón por la que había ido. Pero luego se recordó que, aunque parecía frágil y necesitada de protección, Lilly poseía una gran fortaleza de la que había sacado provecho todos esos años.
Ty se aclaró la garganta y se lanzó.
– Ya sabes que eso significa que vas a tener que volver a casa.
Ella abrió los ojos de golpe, horrorizada.
– No. Imposible.
Él esperaba que al principio se resistiera, al menos hasta que tuviera tiempo de reflexionar.
– Entonces, ¿vas a cederle tu herencia sin luchar?
Ella se encogió de hombros.
– Me ha ido bien sin ella.
Ty se levantó de su asiento y comenzó a pasearse por el pequeño pero alegre apartamento.
– No voy a discutírtelo, pero el dinero no es suyo. Tus padres te lo dejaron a ti y sigues estando vivita y coleando. Una cosa es no tocar el dinero y otra muy distinta dejar que ese canalla se apodere de él.
Ella respiró hondo. Su indecisión y su dolor resultaban evidentes.
– ¿Qué tal está tu madre?
El la miró con recelo.
– Al final tendremos que volver a hablar del tema.
– Lo sé, pero dame tiempo para que me lo piense. ¿Cómo está tu madre?
Él aceptó que necesitara tiempo y asintió con la cabeza.
– Está bien. Tiene una enfermedad cardiaca, pero con la medicación y la dieta sigue siendo la de siempre -intentó que su tono no cambiara al hablar de su madre, pero lo primero que le vino a la cabeza fue el trato que Flo Benson había hecho con Marc Dumont a cambio de dinero.
De joven, Ty no había visto la verdad ni siquiera cuando su madre empezó a comprar cosas bonitas. Había permanecido en la ignorancia cuando ella le sorprendió con un coche en su veintiún cumpleaños y le dijo que lo había comprado con sus ahorros. Para ir a la universidad, había tenido que pedir muchos menos préstamos estudiantiles de los que creía, y de nuevo su madre le había dicho que había estado ahorrando. Ahora, Ty se daba cuenta de que no había querido ver ninguna falta en ella y que, por tanto, había ignorado los indicios de que algo iba mal.
– ¿Cómo se tomó Flo mi… desaparición? -preguntó Lilly-. Para mí fue muy duro pensar en cuánto debió sufrir creyendo que me había matado estando bajo su cuidado -los ojos de Lilly se suavizaron y humedecieron al recordar aquello.
Ty la entendía muy bien. Él había sentido lo mismo.
– Se sentía culpable -reconoció-. Se culpaba a sí misma. Lamentaba no haberte cuidado mejor.
– Lo siento mucho. Yo la quería, ¿sabes?-una sonrisa curvó sus labios-. ¿Y Hunter? ¿Cómo está?
Un tema mucho más fácil, pensó Ty.
– Está bien. Se ha convertido en todo un señor. Es abogado y lleva traje, aunque te cueste creerlo.
– Así que ahora puede discutir y defenderse legalmente. Me alegro por él -Lilly sonrió, complacida y orgullosa-. ¿Y tú? ¿Fuiste a la universidad, como decíamos? -preguntó, esperanzada.
Ty y Hunter habían compartido una habitación, mientras que ella ocupaba una cama en un cuartito que había junto a la cocina y que Flo había convertido para ella en un rincón agradable. Ty recordó que, una noche que se coló en su cama, estuvieron hablando hasta que amaneció acerca del deseo de su madre de que fuera a la universidad y de sus planes para cumplir ese sueño. En aquellos tiempos, estaba tan empeñado en hacer que su madre se sintiera orgullosa de él y en devolverle todo lo que había hecho por él, que no dejaba que sus propios sueños vieran la luz del día.
Sus planes seguían estando tan entrelazados con los de su madre, que todavía no estaba seguro de cuáles eran esos sueños. Las esperanzas de Lilly se basaban en la fantasía que habían tejido siendo adolescentes. Pero la vida de Ty se cimentaba ahora en una realidad distinta.
– Fui a la universidad -dijo-. Y luego lo dejé.
La hermosa boca de Lilly se abrió de par en par.
– Ahora soy camarero.
Ella frunció el ceño. Su curiosidad y su descreimiento eran evidentes.
– ¿Y qué más eres? -preguntó.
– El de camarero es un buen trabajo, un trabajo sólido. ¿Por qué crees que me dedico a otra cosa?
Lilly se inclinó hacia él.
– Porque siempre fuiste culo de mal asiento y atender un bar sería demasiado aburrido para ti -contestó, convencida de que aún lo conocía bien.
Y era cierto.
– También soy investigador privado. Bueno, ¿vas a venir a casa o no?
Ella exhaló y ante los ojos de Ty pasó de ser una mujer segura de sí misma a ser una mujer exhausta.
– Necesito tiempo para pensarlo. Y, antes de que sigas presionándome, deberías saber que ahora mismo no puedo darte otra respuesta.
– Lo entiendo -dijo él en tono cargado de comprensión. Se imaginaba que Lilly necesitaba tiempo y, dado que Hawken's Cove estaba a tres horas de distancia, sabía que su indecisión podía suponerle una o dos noches en Nueva York.
Se levantó y se dirigió a la puerta.
– ¿Ty? -dijo ella, precipitándose tras él con la perra detrás.
– ¿Sí? -él se detuvo y se volvió bruscamente. Lilly se detuvo y chocó con él, apoyando las manos sobre sus hombros.
Todas las dudas con las que Ty había convivido durante diez años se resolvieron de pronto. Su olor no era tan dulce como él recordaba, era más sensual y más cálido, más seductor e irresistible. Su tez refulgía y sus mejillas se sonrojaron cuando sus miradas se encontraron.
Ella se mojó los labios, dejándolos cubiertos de una humedad tentadora.
La comprensión y el deseo se mezclaban en una amalgama confusa y, sin embargo, excitante.
– ¿Adonde vas? -preguntó ella.
Ty había preguntado en un hostal, pero debido a ciertas convenciones y Dios sabía qué más, todas las plazas estaban reservadas. Había hecho la maleta de todos modos y decidido que, caro o no, tendría que pagar una habitación de hotel porque preguntarle a Lacey si podía dormir en su sofá le parecía una insensatez.
– A mi coche. Tengo que encontrar un hotel.
– Podrías… esto… quedarte aquí -sugirió ella mientras señalaba con un amplio gesto el sofá.
Ty sabía que no debía aceptar. Pero no podía negar el deseo de pasar el poco tiempo del que dispusieran volviendo a conocerse.
– Te lo agradecería -miró el sofá con la esperanza de que fuera cómodo. Porque, tras tomar aquella decisión, él desde luego no lo estaba.
– Bien. Me gustaría que habláramos un poco más -dijo ella con voz más profunda y más gutural que antes.
O tal vez fuera la imaginación de Ty, que sobrecargaba sus sentidos. Fuera como fuese, no importaba. Se había metido en un atolladero, y seguramente en algo mucho más serio.
Lacey no podía dormir. Ty estaba tumbado en su sofá y la traidora de su perra, que solía dormir junto a ella, había preferido acostarse al lado de su invitado en la otra habitación. Lo peor de todo era que Lacey no podía reprocharle que quisiera acurrucarse contra el cuerpo cálido y duro de Ty. Ella misma sentía el impulso de hacerlo.
Lo había echado de menos terriblemente, sobre todo al principio, y volver a verlo había abierto las compuertas de unos sentimientos que hasta entonces había mantenido bajo control tras muros de contención. Sus emociones eran un tumulto. Y Ty no era la única razón.
Los recuerdos de su familia la embargaban. El perder a sus padres había dejado en su corazón un hueco que nunca había podido llenar. Su tío, desde luego, no había ayudado a aliviar el dolor. Como Cenicienta, que tras la muerte de su padre quedaba a merced de una madrastra malvada, Lacey se había visto abandonada y traicionada a una edad en la que no tenía armas para enfrentarse a ello. Ni siquiera tenía abuelos a los que recurrir, se recordó tristemente.
Sus padres la habían tenido ya mayores y todos sus abuelos habían muerto ya al nacer ella. Aunque su padre tenía dos hermanos, Marc y Robert, no estaba muy unido a ellos. Sólo Marc, su tío soltero, vivía cerca. Robert se había casado y trasladado a California hacía años, así que era lógico que sus padres la dejaran con Marc. Y, al menos, ella tenía el recuerdo de ver a su tío Marc de vez en cuando, en alguna fiesta. Por el lado materno no tenía familia: su madre era hija única.
Irónicamente, el dinero que Ty quería que reclamara había pasado de generación en generación dentro del seno de su familia materna. Lacey era su única heredera. Quizás incluso hubiera estipulaciones para que, en caso de que ella muriera, el dinero pasara a la familia de su padre. Lacey no lo sabía. Sus padres rara vez habían hablado de la herencia. Su padre estaba siempre concentrado en su trabajo en el taller de carrocería especializado en restaurar coches clásicos que regentaba.
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