Tras la muerte de sus padres en un accidente de tráfico causado por una tormenta semejante a un huracán, el tío Marc había ido a vivir a la casa de la familia de Lacey y se había hecho cargo del negocio de su padre. La idea de la herencia, de las tierras, de hacerse pasar por el amo de la casa, le entusiasmaba. Su amo, recordó Lacey amargamente.
Desde el principio, su tío había intentado que se sintiera en deuda con él de todas las formas posibles. Durante los primeros tiempos se había mostrado como el tío amable y bondadoso, y ella se había creído sus mentiras. ¿Cómo no iba a creérselas si tenía dieciséis años y necesitaba desesperadamente a alguien en quien apoyarse? Enseguida había notado, sin embargo, que su tío era aficionado a la bebida, y había aprendido a mantenerse alejada de él cuando se emborrachaba. Una tarde que llegó temprano a casa del colegio, lo oyó decir por teléfono que necesitaba que Lilly le cediera los derechos de su herencia mientras todavía era menor de edad, o perdería su oportunidad de manipularla. Quería que, cuando ella cumpliera veintiún años, confiara en él lo suficiente como para firmar cualquier cosa que le pidiera sin hacer preguntas. Incluido el derecho a disponer del capital principal de su fondo fiduciario.
A pesar de que sólo tenía dieciséis años, Lacey comprendía ya el concepto de traición, y aquélla lo era, y muy grave. La ira y el odio brotaron dentro de ella, y en aquel momento decidió hacerle la vida todo lo difícil que estuviera en su mano. Se convirtió en una adolescente rebelde. Él respondió tomando medidas enérgicas y maltratándola cada vez más, con la esperanza de dominarla a base de miedo. Al comprobar que su comportamiento no cambiaba, llevó a efecto una amenaza que Lacey nunca había creído que pudiera cumplir.
La dejó en manos de una familia de acogida (temporalmente, decía), el tiempo justo para asustarla. Quería que volviera a casa tan agradecida que no sólo se atuviera a las normas, sino que fuera fácil de controlar, con fondo fiduciario y todo. Gracias a Ty y a Hunter, no había tenido esa oportunidad.
En aquella época, a Lilly no le importaban los asuntos legales, ni el dinero, porque sabía que no sería suyo hasta que cumpliera veintiún años, como le recordaba constantemente su tío Marc. Se había forjado ya entonces el principio de una vida y le tenía suficiente miedo a su tío como para mantenerse alejada de él. Imaginaba que el dinero seguía intacto y se había contentado con dejarlo así.
Se limpió las lágrimas que empezaban a correrle por la cara. Recordar a sus padres y todo lo que había perdido nunca le resultaba fácil, pero recordar el tiempo que siguió a su muerte hacía que se le revolviera el estómago y que su viejo resentimiento y su ira volvieran a aflorar. Había pasado de ser la princesa de sus padres a convertirse en un bien material para su tío, en algo que él podía arrojar de la propia casa de Lilly a su antojo.
Aquella idea consolidó su decisión. No necesitaba el dinero que le habían dejado sus padres. A fin de cuentas, hacía mucho tiempo que vivía sin lujos y ya rara vez pensaba en ellos. Pero no quería de ningún modo que aquel canalla se beneficiara de la muerte de sus padres. Su tío había hundido el negocio de su padre poco después de hacerse cargo de él, y había reclamado la propiedad de la casa donde ella había crecido. No estaba dispuesta a permitir que se apoderara de nada más.
No era vengativa por naturaleza. Estaba orgullosa de su vida en Nueva York, de lo mucho que se había esforzado para construirla y mantenerla, lo cual la había impulsado a mostrarse reticente en un principio a volver a casa con Ty. Pero la idea de que su tío disfrutara de algo más a su costa le revolvía el estómago casi tanto como pensar en él y en su pasado.
Ty tenía razón. Debía volver a casa.
Capítulo 3
Lacey se levantó y se puso sus zapatillas preferidas, unas de felpa tan suaves que parecían viejas amigas. Se dirigió a la cocina para tomar un refrigerio de media noche, caminando de puntillas para no despertar a Ty. Tuvo cuidado de no pararse a mirarlo, para no arriesgarse a avivar cálidos sentimientos por un hombre al que ya no conocía y al que quería conocer otra vez.
Se sirvió un vaso de leche, sacó las galletas Oreo de la nevera y se sentó en el rincón que, en broma, llamaba su «comedor». En realidad, era una mesita al fondo del recibidor.
– ¿Te importa que me una a ti? -preguntó Ty justo cuando Lacey estaba mojando su primera galleta en la leche fría.
Sin esperar respuesta, se sentó en la otra silla que había en la mesa y Digger se acurrucó a sus pies. Iba sin camisa, vestido únicamente con los vaqueros sólo en parte abrochados y abiertos por la cintura. Un leve resplandor procedente de la cocina los envolvía en sombras, pero a pesar de la penumbra Lacey veía lo suficiente como para admirar lo ancho y sexy que se había vuelto su pecho.
Se pasó la lengua por los labios, que de pronto notaba secos.
– Espero no haberte despertado.
El negó con la cabeza.
– No podía dormir.
– Yo tampoco. Evidentemente -señaló su tentempié nocturno.
– Así que, ¿has recurrido a tu solución de siempre, la leche con galletas?
Ella dejó lentamente la galleta sobre la mesa.
– ¿Te acuerdas de eso? -Ty la había sorprendido a menudo tomando algo en plena noche en la cocina de su madre. Hasta ese punto se había sentido a gusto en el hogar de Ty, pensó.
– Me acuerdo de muchas cosas de ti -dijo él con voz ronca.
– ¿Como cuáles? -preguntó. Pero su curiosidad no era la única cosa que avivaba Ty.
– Como el que te tranquiliza comer galletas Oreo. Que te gustan frías y duras, recién salidas de la nevera, aunque vayas a mojarlas en leche hasta reblandecerlas. Y que las mojas cinco segundos en la leche para que no ablanden demasiado. Así -mientras hablaba, tomó una galleta, la mojó en la leche fría y se la tendió para que la probara.
Ella abrió la boca y mordió. La galleta se desmigajó en parte y en parte se fundió en su boca, exactamente como le gustaba. Sus labios rozaron la punta del dedo de Ty y aquel roce accidental hizo que una inesperada oleada de sensaciones físicas se apoderara de ella.
Se rió para no dar importancia a aquello y se limpió la boca con una servilleta, pero no eran ganas de reír lo que sentía. Sus pechos parecieron hincharse y una turbación que le aceleraba el pulso corría por sus venas con violencia, acompañada por un pesado palpito entre sus muslos. Logró sofocar lo que sin duda habría sonado como un gemido orgásmico. Porque, de algún modo, las galletas que comía en momentos de ansiedad se habían vuelto eróticas y compartir recuerdos con un amigo de antaño se había convertido en algo mucho más sensual.
Por la mirada enturbiada de Ty, dudaba de que ésa hubiera sido su intención. Él se cohibía, y ella echaba de menos la cercanía que habían compartido cuando eran adolescentes y no se pensaban tanto las cosas.
Entre ellos había habido algo especial, algo conforme a lo que nunca habían actuado, ya fuera porque temían romper una amistad que representaba la única estabilidad en sus jóvenes vidas, o porque ninguno de ellos sabía qué hacer con lo que sentían. Tal vez incluso entonces comprendían de manera inconsciente que el sexo no bastaba por sí solo.
Aunque Lacey tenía que reconocer que, en ese momento, la idea de practicar sexo le resultaba terriblemente atractiva. Aun así, nunca habían tenido ocasión de arañar la superficie de ese primer amor, que sentimentalmente había dejado en ambos el deseo de algo más. O así había sido en su caso, al menos. Nunca había sabido en realidad qué sentía Ty, si de verdad ella le gustaba o si sólo disfrutaba siendo su héroe.
Al menos ahora eran adultos capaces de tomar decisiones y de afrontar las consecuencias, pensó Lacey. Consecuencias que, en su caso, incluían el hecho de que Ty apareciera justo cuando ella tenía una proposición matrimonial de otro hombre a la que todavía no había contestado.
– Háblame de lo que pasó después de que «desaparecieras» -dijo Ty, y Lacey agradeció que su voz la distrajera de sus pensamientos y de sus deseos.
Por lo visto, él no pensaba llevar las cosas más allá y Lacey se descubrió sintiéndose al mismo tiempo decepcionada y aliviada.
– Mira a tu alrededor. Me ha ido bien -mejor que bien, como demostraba su negocio.
Pero, mientras hablaba, se dio cuenta de que aquélla era la segunda vez esa noche en que se descubría defendiendo su pequeño apartamento y su vida. Y ello sin motivo alguno. Ty no había subestimado quién era ni en lo que se había convertido. Ella no estaba acostumbrada a ponerse a la defensiva. Normalmente, se sentía muy orgullosa de todo lo que había conseguido.
La presencia de Ty le recordaba las cosas buenas y malas de su pasado y la obligaba a afrontar lo diferente que había resultado ser su vida a como la imaginaba de niña. Aquello no era lo que sus padres habrían querido para ella, pero, dados sus motivos y las cosas por las que había pasado, estaba segura de que ellos también habrían estado orgullosos de su hija. Otra razón por la que su empresa significaba tanto para ella. Era algo tangible que podía señalar para probar que Lilly Dumont había sobrevivido.
Ty asintió con la cabeza.
– Te ha ido muy bien, pero lo que veo ahora no me dice nada de cómo has llegado hasta aquí.
Ella respiró hondo. Prefería mantener el pasado tras ella, pero, como su cómplice que había sido antaño, Ty tenía derecho a algunas respuestas. Y tal vez hablar de ello la ayudara a liberarse de parte del dolor que aún llevaba dentro.
Miró sus manos entrelazadas y recordó aquella noche oscura con suma facilidad.
– Salí del pueblo y estuve andando cerca de media hora, hasta que me encontré con tu amigo. El que había robado el coche del tío Marc. Fuimos hasta un sitio donde nadie me reconociera. Luego tomé un autobús que iba a Nueva York.
– Como habíamos planeado.
– Exacto -sin embargo, nadie había planeado más allá de aquello-. Me quedé dormida en el autobús y, cuando llegamos, era casi de día. Tenía el poco dinero que Hunter y tú me habíais dado. Una noche dormí en un albergue juvenil y otra en una estación de autobuses.
Él dio un respingo.
Ella no hizo caso y siguió hablando.
– Lavé platos y fui tirando. Al final, conocí a alguien que limpiaba apartamentos. Trabajaba para una mujer hispana que contrataba a chicas inmigrantes: Para entonces yo ya tenía las manos tan ásperas del detergente y el agua que logré convencerla de que valía para el trabajo. Eso me salvó la vida, porque me había quedado sin sitios gratis o baratos donde dormir y cada vez me costaba más eludir a los vigilantes de las estaciones de tren y de autobús.
– Dios mío, Lilly, no tenía ni idea.
La angustia descarnada de su voz tocó un lugar muy hondo dentro de ella. No quería que Ty se sintiera responsable por algo que no era culpa suya. Él le había salvado la vida y ella nunca lo olvidaría.
Ty estiró un brazo y la agarró de la mano. Aquello llegaba con diez años de retraso y, sin embargo, era justo lo que necesitaba Lacey en ese momento.
– Nadie lo sabía -Lacey cerró los dedos sobre su mano y su calor y su fuerza le dieron ánimos para continuar-. Pero luego las cosas mejoraron. La mujer que me contrató (Marina, se llamaba), me dejó dormir en su apartamento, en el suelo, hasta que encontré un alquiler barato.
– ¿Fue muy duro?
Lacey no quería disgustarle, pero era él quien había preguntado.
– La casa tenía habitantes. Había cucarachas en las paredes -intentó no sentir náuseas al recordarlo-. Y en la puerta de al lado vivía un borracho. Le gustaba pasearse por los pasillos en plena noche. Las cerraduras de la puerta de mi apartamento no funcionaban y el conserje no hacía caso cuando le pedía que las arreglara. No podía permitirme pagar a un cerrajero, así que cada noche arrastraba una cómoda hasta la puerta para asegurarme.
– Dios -repitió él. Se pasó una mano por la cara.
Ella no sabía qué decir, así que permaneció en silencio.
Por fin. Ty preguntó:
– ¿Y cómo es tu vida ahora?
Un tema mucho más sencillo, pensó ella, y sonrió.
– Tengo una empresa. Se llama Trabajos Esporádicos y presta servicios a hombres y mujeres que trabajan y están muy ocupados -dijo con orgullo-. Tengo unos quince empleados, dependiendo del día y del humor que tengan. Paseamos perros, limpiamos apartamentos, compramos comida, todo lo que una persona muy ocupada necesite que hagamos. Con el tiempo he acumulado una clientela fiel y he podido aumentar los precios. Las cosas me van bastante bien.
Él sonrió.
– Has prosperado mucho.
En opinión de Lacey, no había tenido más remedio que seguir adelante.
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