– Te admiro, ¿sabes?

Las palabras de Ty la pillaron por sorpresa, pero al mismo tiempo la reconfortaron. Aun así, no buscaba su lástima, ni su admiración.

– Sólo hice lo que tuve que hacer para sobrevivir. ¿Y tú? -le preguntó.

Quería saber por qué había dejado la universidad, cuando ésta había sido durante mucho tiempo su meta. ¿Y qué explicaba la diferencia en su tono de voz cuando le había hablado de su madre? Había sido un matiz muy sutil, pero ella lo había notado de todos modos. Se preguntaba cuál era la causa.

– ¿Ty? ¿Qué fue de Hunter y de ti cuando me marché? -preguntó, llena de curiosidad por saber qué había ocurrido durante esos años.

– Esa historia vamos a dejarla para otro día -él bajó la mirada y de pronto, al darse cuenta de que seguía agarrándola de la mano, sus ojos se agrandaron.

Lacey deseó que la tomara en brazos y le diera un largo beso. Un beso como aquéllos con los que soñaba cuando dormía en su casa, a unos pocos metros de su habitación. Y como los que, más adelante, la habían reconfortado de noche, cuando pensaba que se volvería loca de miedo y soledad.

Aquélla no era la primera noche que veía anhelo y deseo en lo más profundo de los ojos de Ty, ni era la primera vez que dejaba que el presente se disipara. Al igual que antes, cuando estaban juntos, poco más importaba.

– Es tarde y deberíamos dormir un poco -Ty se levantó y apartó la mano de la de ella.

Lacey agradeció que conservara el sentido común, pero al mismo tiempo sintió que la desilusión le constreñía la garganta. Obviamente, ella no tenía ningún sentido común.

– Veo que todavía te gusta mandar.

Él se encogió de hombros sin disculparse por su carácter autoritario.

– Tienes que tomar decisiones importantes y estoy seguro de que dormir te ayudará -dijo con voz más suave.

– Ya me he decidido -ella asintió con la cabeza firmemente, consciente de que no tenía elección.

Ty levantó una ceja.

– ¿Vas a volver a casa?

Lacey tragó saliva y asintió.

– Pero no puedo recoger mis cosas e irme sin arreglar antes algunas cosas.

– ¿Por la empresa?

– Sobre todo. Tengo que encontrar a alguien que se ocupe de todo hasta que vuelva -mentalmente, ya había empezado a hacer una lista de gente a la que llamar y cosas que hacer-. Y también tengo vecinos que podrían preocuparse. Amigos y… -«a Alex», pensó, a sabiendas de que él se volvería loco de preocupación si desaparecía de repente.

Sabía también que ella misma odiaría marcharse sin darle alguna explicación. Habían pasado la etapa en la que simplemente salían juntos de vez en cuando. La habían superado con creces. Alex no era el primer hombre con el que tenía una relación íntima, pero sí el primero que realmente le importaba. Sí, era consciente de que en su relación faltaba algo y, al hallarse junto a Ty, se daba cuenta de que la chispa de la atracción sexual era parte del problema. O, al menos, parte de su problema, pensó. Porque Alex, obviamente, no tenía tales preocupaciones.

Alex tampoco sabía que ella tenía un pasado que algún día podía pasarle factura, perturbar su vida y avivar emociones irresistibles que no sentía cuando estaba con él, se dijo mientras miraba a Ty con expresión culpable.

– ¿Y qué más? -preguntó Ty, retomando el hilo de lo que ella no había dicho.

Lacey movió la cabeza de un lado a otro.

– Nada. Pero hay gente que me echaría de menos y se preocuparía.

Él dejó escapar un gruñido lento y paciente.

– No voy a sacarte de aquí a rastras. Tómate el tiempo que necesites para organizarlo todo. Luego, si te olvidas de alguien, siempre puedes llamar por el camino -hizo una pausa y entornó los ojos-.A menos que haya alguien importante de quien no me hayas hablado.

– ¿Como quién? -preguntó ella para ganar tiempo, consciente de que la conversación que se avecinaba sería difícil.

Ty se masajeó la frente con los dedos.

– Un novio o alguien a quien tengas que darle cuentas -contestó con cierta crispación.

Ella respiró hondo.

– La verdad es que sí hay alguien -al instante la embargó la mala conciencia.

– Entiendo -dijo él, envarado.

Lacey llevaba diez años viviendo por su cuenta y no tenía razones para sentir que había traicionado a Ty por verse con otro hombre. Sin embargo, al mirarlo a los ojos, se sentía culpable. Terriblemente culpable.

Por fin se forzó a admitir la verdad. Así, de paso, con un poco de suerte, Alex seguiría siendo una persona real para ella.

– Se llama Alex -dijo-. Y no puedo irme sin estar en contacto con él.

Ty inclinó la cabeza bruscamente.

– Bueno, nadie te va a impedir que te pongas en contacto con las personas que te importan.

Ella tragó saliva. La impresión de que le había hecho daño la llenaba de un intenso dolor.

– Está bien. Hablaremos mañana, ¿de acuerdo?

Ty pasó a su lado sin contestar y regresó al sofá. Se tumbó y Digger a sus piernas y se acomodó allí.

– Desvergonzada -masculló Lacey al volver a su habitación y cerrar la puerta.

No se sentía cómoda con cómo habían quedado las cosas entre Ty y ella, pero últimamente tampoco se sentía cómoda con el estado en que se hallaba su vida. Era duro de admitir, en vista de cuánto se enorgullecía de cómo había sobrevivido y de lo bien que le iba. Pero odiaba sentirse inestable y su incapacidad para comprometerse con Alex no era más que un síntoma.

Unas pocas horas con Ty y ya sentía la diferencia en su modo de reaccionar ante ambos. Se estremeció, consciente en el fondo de que aquella diferencia significaba algo importante. Y consciente también de que el tiempo que pasara en Hawken's Cove definiría de qué se trataba exactamente.

Diez años antes, había dejado atrás una vida y se había montado en un autobús con destino a Nueva York sin tener ni idea de lo que la aguardaba allí. Al día siguiente, iba a volver al lugar donde todo había empezado, salvo que esta vez sabía exactamente lo que la esperaba. Se pasó la noche dando vueltas en la cama.

Lo único que le impidió cambiar de idea fue el recuerdo de sus padres. Si no volvía, no quedaría nada de su familia, ni de su legado. Nada bueno, al menos. Les debía tomar el control de lo que le pertenecía por derecho. Se debía a sí misma el dejar el pasado definitivamente atrás afrontándolo, no huyendo.

Aunque ese pasado incluyera a Ty.


Ty se despertó con el feo chucho de Lilly tumbado sobre él y el sol entrando por la persiana subida de la ventana del apartamento. No había dormido bien, pero ¿cómo iba a ser de otro modo? Entre su apestosa compañera de cama y la confesión de Lilly de que había alguien especial en su vida, no había podido pegar ojo.

No esperaba, desde luego, que Lilly se hubiera convertido en una monja. Él tampoco se había mantenido casto. Y, de todos modos, no había ido a verla buscando algún tipo de relación. Sin embargo, cuando pensaba en ella con otro tipo, todos sus instintos de protección se ponían en acción. Esos mismos instintos nunca se apoderaban de él tratándose de otras mujeres, ni siquiera de Gloria, con la que llevaba acostándose varios meses. Con Lilly, en cambio, aquellos instintos estaban siempre enloquecedoramente vivos y llenos de vigor. A pesar de que no tenía ningún derecho a sentir nada parecido.

Había ayudado a Lilly a tomar el camino de su nueva vida, pero ella había optado por no desviarse de él. Por no volver a casa en los diez años anteriores. Por mantenerse apartada de él, aislada y sola. Lo mejor para todos era que volviera a casa, que solucionara sus asuntos personales y regresara a Nueva York. Con su novio, su negocio y su vida. Tal vez, al solventar por fin el pasado de Lilly, él encontraría un modo de solventar el suyo y de seguir adelante. Porque, si algo demostraba el volver a verla, era que necesitaba dejarla atrás, esta vez para siempre.

Miró la puerta de su dormitorio, todavía cerrada. Como se había levantado primero, se duchó y se cambió antes de permitirse pensar en cómo le sonaban las tripas.

Miró al chucho que lo había seguido fielmente por todo el apartamento, llegando hasta el extremo de abrir la puerta del baño, que no se cerraba con llave, y de lamerle las piernas húmedas al salir de la ducha.

– Ojalá pudiera darte de comer, pero no sé dónde está tu comida.

– Primero tiene que dar su paseo -dijo Lilly al salir de su habitación, completamente vestida.

Ty ladeó la cabeza.

– Creía que estabas durmiendo.

– Estoy en pie desde las cinco. Me duché y me vestí antes de que te levantaras de la cama como un holgazán, a las seis y media.

Así que lo había oído deambular por allí.

– ¿Has desayunado? -le preguntó Ty.

Ella negó con la cabeza.

– ¿Y tú?

– Todavía no.

– ¿Qué te parece si vienes conmigo a sacar a Digger y compramos algo de comer? -sugirió ella.

– Buena idea.

Lacey le puso la correa a Digger, sacó una bolsa de plástico de un cajón de la cocina y juntos bajaron las escaleras y salieron a la calle. El sol acababa de alzarse sobre los altos edificios y el aire conservaba aún parte de su relente.

A Digger no pareció importarle. Echó a correr, refrenada por la correa que sujetaba Lilly, y se detuvo sólo cuando llegó a un árbol y a un trocito de tierra.

Ty sacudió la cabeza y se rió.

– ¿Qué puedo decir? Es un animal de costumbres -dijo Lilly-. Y éste es su sitio favorito.

Después de que la perra acabara y Ty le quitara la bolsa a Lilly para recoger sus excrementos y tirarlos a la basura, dieron tranquilamente un paseo por las calles. A Lilly, que conocía a casi todas las personas con que se cruzaban, todo le resultaba familiar. La dependienta del Starbucks la conocía por su nombre, al igual que el dueño del quiosco de la esquina. Por el camino, señaló algunos edificios donde trabajaba y se detuvo a acariciar a unos perros a los que paseaba entre semana.

Ty tuvo la clara impresión de que quería que viera con sus propios ojos cómo era su vida, dónde y cómo vivía. Y, ahora que lo había visto, sabía con toda certeza lo bien que le había ido sola y lo contenta que vivía allí, en la ciudad.

Ty se detuvo en la acera.

– Bueno, ¿qué ha hecho que te decidas a volver? ¿Cuál ha sido el empujoncito final? -preguntó. Ella se paró a su lado.

– No es fácil de explicar -se mordió el labio inferior-. Tengo muchas razones para no irme contigo, pero tengo al menos las mismas para volver.

– ¿Hay alguna posibilidad de que me cuentes alguna?

Ty ladeó la cabeza y se protegió los ojos del sol con las manos. Quería meterse dentro de su cabeza y comprender qué la movía.

– Tú mismo me diste la mayoría de los argumentos. Les debo a mis padres el no dejar que mi tío les robe. Y me debo a mí misma el defender que es mío. Pero, sobre todo, creo que enfrentarme a él me permitirá tener la sensación de que algo ha acabado.

El asintió con la cabeza.

– Nunca has dado por terminada esa parte de tu vida, ¿verdad?

Ella sacudió la cabeza.

– No puedo olvidar que volví del revés la vida de mucha gente.

Algunas de esas personas, como la madre de Ty, habían ayudado a poner las cosas en marcha, pensó él. Aquel asunto era tan complejo porque, al acoger a Lilly, su madre había acabado salvándole la vida. Pero ello también les había proporcionado mucho dinero, pensó Ty.

Miró a Lilly. Ella tenía el ceño fruncido como si estuviera preocupada. Su angustia por los disgustos que había causado era evidente. Ty sintió la necesidad de asegurarle que había hecho lo correcto.

– Esas personas te querían. Hicieron lo que querían hacer. Nadie los forzó, y tienes que admitir que fue asombroso que nos saliéramos con la nuestra -sonrió al recordar la emoción aventurera de aquella época.

Ella rompió a reír.

– Es muy propio de ti el convertirlo en una travesura emocionante.

Ty sonrió amargamente, porque, hasta el momento en que ella se marchó, había sido exactamente eso.


Lacey toqueteaba con nerviosismo el colgante que había escondido bajo su camisa. Llevaba siempre la pequeña joya alrededor del cuello; sólo se la quitaba cuando se duchaba, por miedo a que se fuera por el desagüe y se perdiera para siempre. La noche anterior no la llevaba puesta porque se había dado un largo baño, pero esa mañana había vuelto a ponérsela alrededor del cuello. No podía explicar sus motivos, más allá de una cuestión de sentimentalismo, pero sabía que siempre se sentía mejor cuando lo llevaba puesto.

Ese día en particular. Mientras empezaba a hacer los preparativos para marcharse de la ciudad, era como si la pequeña joya le diera valor para resucitar a Lilly.

Y lo necesitaba más de lo que había creído. Lacey nunca había salido de Nueva York. Nunca había dejado su empresa en otras manos, a no ser que estuviera enferma, cosa que rara vez sucedía. Sus días estaban definidos por el negocio y las necesidades y el horario de cada cliente. Estaba a punto de emprender la segunda mayor aventura de su vida.