– Perdóneme, hermana, pero es una tontería que esté usted aquí esperando un autobús retrasado, en un clima como éste, para luego tener que recorrer Foley en mitad de la noche, sin saber cuándo llegará a casa. ¿Cree que Krystyna la dejaría hacer algo así sin tratar de ayudarla? Bueno, pues yo tampoco. Espere aquí.
Regresó adonde estaba Romaine.
– Necesito que me prestes tu auto. La hermana Regina tiene que ir a Gilman y no quiero llevarla en la camioneta. ¿Tocarías el ángelus por mí a las seis?
– Claro.
– Gracias. Si acaso necesitaras mi camioneta, tómala. Tiene las llaves puestas.
El auto de Romaine estaba al otro lado de la calle. Eddie le dio vuelta para cambiar de sentido, se aproximó a la acera y se colocó al lado de la hermana. Metió la maleta en el asiento de atrás, esperó a que ella subiera y luego cerró la puerta.
Cuando estuvo de nuevo tras el volante, comentó:
– Vi que hay una manta allá atrás. Póngasela sobre las piernas, porque la calefacción es un poco lenta.
Regina se cubrió las piernas y miró caer los copos de nieve que volaban como cabellos al viento frente a los faros del auto.
– ¿A qué distancia está Gilman de Foley? -preguntó Eddie.
– A unos cuantos kilómetros, de este lado.
– Está bien. Cuando estemos más cerca me dirá por dónde ir.
Después de aquello él condujo en silencio.
La hermana podía distinguir la silueta de su cabeza contra el parabrisas, la línea de su gorra, la oreja derecha y el hombro del mismo lado. Ya era bastante malo que con cada kilómetro que recorría sin chaperón rompiera la Santa Regla, pero no conforme con eso, se permitía tener pensamientos sobre él que le estaban vedados. La atracción física que le provocaba, combinada con la consideración y la soledad de Eddie, el hecho mismo de su disponibilidad, le hicieron sentir una punzada debajo de las costillas. No dejaba de pensar que en sólo seis meses podría disfrutar del sencillo placer de pasear en auto con un hombre cuando se presentara la oportunidad.
¿Qué pasaría si él supiera que iba a pedir una dispensa de sus votos? ¿Qué opinaría? ¿Cómo tomaría la noticia? Quería decirle la razón por la que iba a su casa, pero todavía era monja y lo sería por lo menos medio año más, y durante ese tiempo se esperaba que se comportara de acuerdo con las reglas de la orden.
En Long Prairie llegaron a llanuras con muchas granjas… kilómetros de oscuridad apenas iluminados por los faros del automóvil, los copos de nieve y la luz ocasional de algún granero.
– Aquí es -indicó ella después de cuarenta y cinco minutos de silencio interrumpidos sólo por sus señalamientos-. Deténgase al lado de los manzanos.
Comenzó a ladrar un perro y una luz se encendió en el patio.
Eddie se detuvo donde ella le señaló, apagó las luces y el motor y se volvió a mirarla por encima del asiento.
– Hermana, sólo dígame cuándo y volveré para recogerla.
– No será necesario. De regreso tengo que pasar por el convento de San Benito y estoy segura de que mi padre me llevará.
– Bueno… entonces está bien. Feliz Navidad.
– Feliz Navidad. Y gracias por traerme. Espero que llegue usted con bien.
Eddie bajó del automóvil y le abrió la puerta de atrás. Cuando sacaba la maleta, una voz de mujer gritó:
– Jean ¿eres tú?
– Sí, soy yo, mamá.
– ¡Oh, Dios mío! ¡Sí eres tú!
Y una voz de hombre notoriamente embargada por una repentina emoción preguntó:
– ¿Regina?
Luego salieron a toda prisa del porche trasero cubierto y corrieron hacia el camino. Eddie los vio abrazarse y no dejaba de pensar: "Se llama Jean, se llama Jean". El padre de Regina trató de quitarle la maleta de las manos a Eddie.
– Yo la llevo.
– No, señor. Ya la tengo yo. Permítame llevarla a la casa.
– Él es el señor Olczak, papá, el conserje de San José -explicó Regina-. Tuvo la amabilidad de traerme hasta aquí esta noche y con este clima.
– Señor Olczak -Frank Potlocki le estrechó la mano-. Pase usted. Berta le preparará una taza de café antes de que se vaya.
La habitación era común y corriente, pero estaba inmaculada. Tenía una cocina de hierro colado que funcionaba con leña, una mesa tan grande como una carreta para heno y un gastado piso de linóleo azul. Berta Potlocki sacó agua de un tanque para llenar una olla mientras Frank ponía maderos para avivar el fuego.
Luego todos se sentaron a la mesa y Berta le preguntó a su hija:
– ¿Cuánto tiempo te vas a quedar?
– Hasta después de Navidad.
Con una mano Berta cubrió la de su hija sobre el hule de la mesa. Las lágrimas en sus ojos hablaban de cuánto tiempo había pasado sin que pudiera hacerlo.
– ¡Espera a que tu abuela sepa que estás aquí! ¡Oh, Jean! ¡Cómo te extraña!
– ¿Cómo está?
Mientras charlaban, Eddie se dio cuenta de que Regina (Jean) Potlocki había crecido en un ambiente muy parecido al suyo, en aquella enorme casa de granja llena de corrientes de aire, rodeada por gente que amaba. Una madre con el rostro rojizo de tanto guisar en una cocina de leña y un padre que incluso en pleno invierno tenía la frente blanca por encima de la línea de su sombrero y el rostro tostado por debajo. Sacaron de la alacena panecillos hechos en casa y trajeron del helado porche un tazón con mantequilla, medio kilo de mermelada de cereza silvestre y una jarra de crema espesa, directo de la centrífuga.
Desde el otro lado de la mesa, Eddie observó cómo la hermana Regina juntó las manos y musitó una rápida plegaria antes de untar el pan con una gruesa capa de recuerdos de su hogar. Cuando ella le dio una gran mordida al pan y levantó el rostro, tenía mantequilla en las comisuras de los labios y vio que Eddie la observaba con una sonrisa.
La hermana Regina se sonrojó. Sólo entonces recordó que no le estaba permitido comer con seglares, pero el pan casero y la mermelada de cereza que su madre preparaba eran demasiado deliciosos para resistirse.
En la puerta, cuando ya se marchaba, Eddie se volvió hacia la hermana Regina sin dejarle saber lo que sentía. Sus padres estaban a metro y medio de distancia.
– Si me dice qué día quiere regresar, yo puedo venir por usted y llevarla.
– ¡Oh! No gracias, señor Olczak. Mi padre me llevará.
– Puede apostar a que lo haremos, ¿no es cierto, mamá? -Frank le estrechó la mano a Eddie-. Conduzca con cuidado.
– Eso haré. Parece que ya va a dejar de nevar.
Eddie miró a la hermana Regina y lo invadió el loco deseo de abrazarla. Tuvo la clara impresión de que si lo hacía, ella le devolvería el abrazo.
– Feliz Navidad, señor Olczak -expresó ella en voz baja.
– Le deseo lo mismo, hermana -dio un paso atrás, hizo un gesto con la cabeza, abrió la puerta y se despidió-: Frank… Berta… fue un placer conocerlos.
– El placer fue nuestro -le respondieron y lo dejaron que se marchara en la nieve. Mientras volvía a casa iba preguntándose si acaso sería un pecado mortal enamorarse de una monja.
Capítulo 7
Se corrió la voz entre toda la familia de que Jean se hallaba en casa y el domingo, después de misa, la casa se encontraba llena: ahí estaba la abuela Rosella, sus hermanas y hermanos y sus respectivas familias. Al servir la comida había dieciocho personas alrededor de la mesa y, sin haberlo planeado, comida suficiente para todos.
Regina esperó a que los niños se retiraran de la mesa para anunciar la noticia a su familia. Cuando se volvieron a llenar las tazas de café y el grupo estaba tranquilo y reposado, ella decidió hablar:
– Tengo algo que quiero decirles a todos.
Con todas las miradas fijas en ella, la hermana Regina manifestó con voz suave, pero resuelta.
– He decidido que ya no quiero ser monja. Voy a solicitar una dispensa de mis votos.
Berta se llevó las manos a los labios. Su mirada se cruzó por un instante con la de Frank. Los dos la miraron con la boca abierta. Nadie sabía qué decir. Berta fue la primera en hablar.
– No hablas en serio, Regina.
– Sí, mamá, hablo en serio.
– ¿Cómo puedes hacernos esto?
"No te estoy haciendo nada, madre", pensó Regina. Entonces todos comenzaron a hablar al mismo tiempo.
– Nadie deja el convento.
– Jesús, María y José…
Se escucharon susurros al tiempo que se santiguaban.
– Es por ese hombre que te trajo a casa, ¿no es verdad?
– ¿Un hombre la trajo a casa?
– ¡Chitón! ¡Bajen la voz! ¡Los van a oír los niños!
Los comentarios siguieron sin cesar hasta que la abuela Rosella rompió en llanto.
Frank se levantó y rodeó la mesa para llegar hasta ella.
– Madre -comenzó al tiempo que se arrodillaba-, no es el fin del mundo.
– Sí lo es… Para mí lo es -levantó su avejentado rostro-. Lo único que siempre quise fue que mi pequeña Jean fuera monja y lo que hace ahora es traicionarme.
Regina sintió que la furia estallaba en su interior, pero mantuvo la voz tranquila.
– No te estoy traicionando, abuela.
– A Dios entonces. Traicionas a Dios. Hiciste votos ante Él.
– Esos votos pueden revocarse.
Rosella levantó la voz.
– ¡Es por un hombre! ¡Es por eso! ¡Las monjas no renuncian a sus hábitos a menos que haya un hombre de por medio!
La madre de Jean intervino:
– Si se trata de un hombre, Jean, es mejor que nos lo digas ahora. De cualquier manera lo sabremos tarde o temprano.
Alguien comenzó a recitar un acto de fe y el alboroto aumentó de inmediato.
La hermana Regina Marie, de la orden de San Benito, que por lo general mantenía una apariencia de compostura que los mismísimos santos le hubieran envidiado, se puso de pie y gritó:
– ¡Silencio, todos ustedes! ¡Cállense en este mismo instante!
Todos cerraron la boca de golpe y la miraron.
La voz le temblaba cuando comenzó a hablar:
– Lamento haberles gritado, pero es algo que no se me permitió hacer durante once años… gritar. Hay un párrafo en nuestra Santa Regla al respecto -recorrió uno a uno el círculo de rostros-. ¿Pueden imaginar lo que es tener que vivir sin gritar? ¿O sin tocar a otro ser humano? ¿O sin que se les permita tener un amigo especial o hablar en la calle con las personas que conocen? ¿Saben lo que es no poder tener un reloj para ver la hora cuando lo deseen? ¿No poder comprar una botella de champú ni escribirle una carta a su abuela sin que alguien más la lea? Durante años no pude escribirles para contarles mi creciente insatisfacción. Si hubiera podido hacerlo, tal vez no habría llegado a este punto en el que siento tantos deseos de ser libre.
Todos estaban sentados con la barbilla inclinada y pensativos.
Ella continuó:
– Tomé la decisión de ser monja cuando tenía apenas once años. Piénsenlo… ¡Once! Ni siquiera había terminado de crecer, ni había ido a la feria del condado sin mamá y papá, ni sabía lo que era tener novio. ¿Cómo puede una niña de once años saber a lo que se está comprometiendo?
Miró a las personas alrededor de la mesa. Algunos rostros se habían levantado y su expresión ya no era tan dura.
– Y todos me repetían que sería una monja maravillosa. La abuela me lo decía. Mi madre me lo decía. Las monjas de la escuela me lo reiteraban. Así que me volví monja y durante mucho tiempo fui feliz. En mi comunidad religiosa existe un maravilloso sentido de pertenencia. Reina la sensación de un propósito para cada hora de cada día, de hacer el bien, y de cambiar el mundo de una manera importante. Y me encanta enseñar… Algunos de los niños han llegado a ser muy especiales para mí, al igual que sus familias. Y por supuesto -continuó-, desde un punto de vista más práctico da una seguridad tremenda vivir en un convento. Todas mis necesidades mundanas se encuentran cubiertas: alimento, ropa, abrigo, compañía, un trabajo, un lugar adonde ir si enfermo, un hogar en mi vejez. Cuando deje la orden, no me quedará nada. Tendré que empezar de nuevo… como un ser desplazado. Tal vez ahora puedan entender lo difícil que ha sido para mí tomar esta decisión.
Nadie pronunció una sola palabra, así que ella continuó, con la esperanza de que le creyeran:
– Y no es que haya extrañado las cosas mundanas, pero quiero… -su voz se volvió tierna y anhelante- lo que más anhelo es un amigo. Alguien con quién poder hablar de todo esto. Y si ese amigo fuera hombre, ¿me perdonarían? Porque sí tengo un amigo y es hombre, y sí, es la persona que me trajo a casa. Su esposa murió en septiembre pasado y en su dolor él se volvió hacia mí. ¡Oh!, no físicamente. Hablamos y rezamos juntos. Tiene dos hermosas hijas y las quiero y siento mucho pesar por ellas. Cuando su madre murió tenía deseos de abrazarlos a los tres, pero eso está prohibido para mí.
"Y el Cielo los Bendijo" отзывы
Отзывы читателей о книге "Y el Cielo los Bendijo". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Y el Cielo los Bendijo" друзьям в соцсетях.