– ¿Cómo está? -le preguntó preocupada Alejandra, confiando en que María no hubiera adivinado la verdad.

– Le dije que regresábamos a San Petersburgo.

Zoya rompió a llorar sin poderse contener y su abuela trató de reprimir sus propias lágrimas. Nicolás besó a ambas en la mejilla y tomó sus manos en las suyas, con ojos muy tristes pero con una valerosa sonrisa en los labios. Aunque Eugenia lo había oído sollozar en los aposentos de Alejandra la noche de su regreso, el zar ocultaba su dolor al resto de la familia y constantemente animaba a todos, mostrándose siempre cariñoso y tranquilo, tal como en aquellos momentos al despedirse de la condesa con un beso.

– Buen viaje, Eugenia Petrovna. Esperamos volver a veros muy pronto.

– Rezaremos por vosotros a todas horas, Nicolás -contestó la anciana, y le besó suavemente la mejilla-. Que Dios os bendiga a todos. -Después se dirigió a Alejandra mientras Zoya lloraba a su lado-: Cuídate mucho y no te canses demasiado, querida. Espero que los niños se repongan muy pronto.

– Escríbenos -le dijo Alejandra con tristeza, tal como le dijera María a Zoya unos momentos antes-. Esperaremos con ansia vuestras noticias. -La zarina miró a Zoya. La conocía desde que nació, porque ella y Natalia dieron a luz con pocos días de diferencia y ambas niñas habían sido muy amigas a lo largo de sus dieciocho años-. Sé buena, obedece a tu abuela y cuídate mucho.

Acto seguido, la zarina abrazó a la joven y por un instante le pareció que perdía a una hija.

– Te quiero, tía Alix… Os quiero mucho a todos… No quiero irme… -contestó Zoya entre sollozos mientras se volvía hacia Nicolás y este la abrazaba tal como hubiera hecho su propio padre de haber estado vivo.

– Nosotros también te queremos y siempre te querremos. Algún día volveremos a reunirnos. Tenlo por seguro. Que Dios os guarde hasta entonces, pequeña. Ahora debes irte -añadió el zar, y la apartó con una leve sonrisa.

Después la acompañó solemnemente fuera. Por su parte, Alejandra tomó del brazo a la condesa y entre ambos las ayudaron a subir a la troika. Los últimos servidores también salieron a despedirse con lágrimas en los ojos. Conocían a Zoya desde pequeña y ahora ella los dejaba, como otros también harían muy pronto. Era terrible pensar que tal vez jamás podrían volver, se dijo Zoya mientras Fiodor levantaba lentamente la fusta y tocaba por primera vez los caballos del zar. La troika se puso en movimiento y, en medio de la grisácea atmósfera, se alejó súbitamente de Nicolás y Alejandra, que permanecieron de pie y agitando las manos. Zoya abrazó a la pequeña Sava y se volvió a mirarlos. El animalillo emitió un repentino gañido como si supiera que abandonaba aquella casa para no regresar jamás. Zoya hundió el rostro en los brazos de su abuela. No podía soportar por más tiempo ver a sus primos despidiéndolas valientemente, a la entrada del palacio de Alejandro que ella nunca volvería a ver. De pronto, Tsarskoe Selo desapareció en una distante bruma de nieve y Zoya sollozó, pensando en Mashka, su mejor y única amiga, en su hermano, en sus padres…, todos perdidos para siempre. Lloró abrazada a su abuela, que permanecía estoicamente sentada en la troika con los ojos cerrados y las mejillas bañadas en lágrimas, recordando la vida que dejaba atrás y el mundo que tanto amaban y ahora se desvanecería como la nieve. Los caballos de Nicolás, fustigados por Fiodor, las llevaban lejos de casa y de las personas y cosas que habían conocido y amado.

– Adieu, chers amis… -musitó con gran aflicción Eugenia bajo la nieve.

Adiós, queridísimos amigos. Ahora solo se tenían la una a la otra, una anciana y una joven, huyendo de un mundo perdido y de los seres que en él amaron. Nicolás y su familia ya eran historia. Jamás los olvidarían, siempre los amarían, pero ya nunca volverían a verlos.

PARÍS

8

El viaje desde Tsarskoe Selo hasta Beloostrov en la frontera finlandesa duró siete horas, pese a que la localidad no estaba muy lejos de San Petersburgo, debido a que Fiodor tuvo la precaución de tomar todas las carreteras secundarias. Nicolás le había dicho que viajar de esa manera sería más seguro, aunque llevara más tiempo. Para asombro de Eugenia, cruzaron la frontera sin problemas. Les hicieron algunas preguntas, pero de repente Eugenia pareció encogerse como una viejuca y Zoya puso cara de chiquilla desvalida. Fue Sava la que en última instancia las salvó. Los soldados fronterizos se entusiasmaron con la perrita y tras un angustioso momento de espera, les indicaron por señas que prosiguieran. Los tres fugitivos suspiraron de alivio y la troika se puso en movimiento, tirada por los caballos de Nicolás. Fiodor tuvo la astucia de utilizar los viejos arreos traídos de San Petersburgo y no las guarniciones de las caballerizas del zar, de muy fácil identificación por el águila de dos cabezas.

El viaje desde Beloostrov hasta la localidad finlandesa de Turku duró dos días enteros y, cuando llegaron muy entrada la noche, Zoya estaba tan entumecida que apenas podía moverse. Su abuela casi no podía andar cuando las ayudaron a salir, y hasta Fiodor parecía en extremo fatigado. Alquilaron dos habitaciones en una pequeña posada. A la mañana siguiente, Fiodor vendió los caballos por una suma ridícula. Luego subieron a un rompehielos rumbo a Estocolmo. Pasaron otro interminable día en el barco que navegaba muy despacio en las aguas congeladas que separan Finlandia de Suecia. Ensimismado cada uno en sus propios pensamientos, los tres viajeros apenas hablaron.

Llegaron a Estocolmo a última hora de la tarde, justo a tiempo para un tren nocturno con destino a Malmö. Una vez allí, a la mañana siguiente tomaron el transbordador que las conduciría a Copenhague, donde durmieron en un pequeño hotel. Eugenia llamó a los amigos de la tía del zar, pero no estaban. Al día siguiente abandonaron Copenhague a bordo de un buque británico que los llevaría a Francia. Zoya estaba completamente aturdida y el primer día de travesía lo pasó muy mareada. A su abuela le pareció que tenía fiebre, pero era difícil saber si estaba enferma o simplemente agotada. Después de seis días de viaje en troika, en barco y en tren, los tres estaban completamente exhaustos. Incluso Fiodor aparentaba haber envejecido diez años en una semana. Sin embargo, lo que más les dolía era el haber abandonado su patria. Apenas hablaban, dormían muy poco y casi no sentían apetito. Era como si tuvieran los cuerpos llenos de tristeza y no pudieran introducir nada más en ellos. Lo habían dejado todo a sus espaldas, un estilo de vida, mil años de historia, personas amadas que habían perdido. El dolor era tan insoportable que Zoya anheló en su fuero interno que los submarinos alemanes hundieran el barco durante la travesía a Francia. Fuera de Rusia, la gente tenía miedo, no de la revolución, sino de la Gran Guerra. Sin embargo, Zoya pensaba que el morir a manos de alguien sería mucho más fácil que enfrentarse con un nuevo mundo que ella no quería conocer. Recordó las veces que habían soñado con María visitar París. Les parecía tan romántico entonces pensar en elegantes mujeres y en los preciosos vestidos que se comprarían. Ahora todo eso estaba olvidado. Solo tenían la pequeña suma de dinero que su abuela había pedido prestada al zar y las alhajas cosidas en la ropa. Eugenia ya había decidido vender las que fueran necesarias en cuanto llegaran a París. Por otra parte, tenían que pensar también en Fiodor, el cual prometió buscar trabajo enseguida y ayudarlas en todo lo posible. No quiso permitir que viajaran solas. En Rusia ya no le quedaba nada y no se imaginaba una vida sin servir a los Ossupov. Se hubiera muerto de pena si lo hubieran dejado. Durante el viaje a Francia, se mareó tanto como Zoya y lo pasó muy mal porque nunca había estado en un buque.

– ¿Qué haremos, abuela? -preguntó Zoya, y miró tristemente a la condesa en el pequeño camarote.

Atrás había quedado la grandeza de los yates imperiales, los palacios, los príncipes y las fiestas. Atrás el calor y el cariño de la familia, las personas conocidas, sus formas de vida e incluso la seguridad de saber que al día siguiente tendrían suficiente para comer. Solo les quedaban sus vidas y Zoya no estaba muy segura de apreciar la propia. Quería regresar a Rusia junto a Mashka, retrasar el reloj y volver a un mundo perdido poblado por personas ahora inexistentes. Su padre, su hermano, su madre… Zoya se preguntó si María ya estaría mejor.

– Tendremos que buscar un pequeño apartamento -contestó su abuela.

Eugenia llevaba mucho tiempo sin visitar París. Viajaba muy poco desde la muerte de su marido. Pero ahora tenía que pensar en Zoya. Debía ser fuerte por el bien de la muchacha. Pidió a Dios vivir lo bastante como para poder cuidarla, pero ahora no era Eugenia quien corría peligro, sino Zoya. La joven estaba muy enferma y sus ojos parecían más grandes que nunca en su pálido rostro. Cuando la condesa le tocó la frente, comprendió inmediatamente que tenía fiebre alta. Aquella noche, Zoya empezó a toser y su abuela temió que hubiera contraído una pulmonía. A la mañana, la tos se agravó. Cuando en Boulogne subieron al tren que las llevaría a París, la condesa descubrió manchas en su rostro y sus manos. La obligó a levantarse el jersey y ambas comprendieron que se trataba del sarampión. Eugenia estaba ahora más ansiosa que nunca por llegar a París. El viaje en tren duró cuatro horas y llegaron pasada la medianoche. Frente a la Gare du Nord había media docena de taxis y la condesa pidió a Fiodor que fuera por uno mientras ella ayudaba a Zoya a bajar del tren. Con gran esfuerzo, la joven se apoyó en su abuela con el rostro súbitamente arrebolado. Tosía muchísimo y casi deliraba a causa de la fiebre.

– Quiero volver a casa -gimoteó, abrazando a la perrita.

Sava había crecido y la muchacha casi no podía con ella cuando salió con su abuela de la estación.

– Enseguida nos vamos a casa, cariño. Fiodor ha ido en busca de un taxi.

Zoya se echó a llorar y miró a su abuela como una chiquilla extraviada.

– Quiero volver a Tsarskoe Selo.

– Tranquilízate, Zoya, tranquilízate…

Fiodor les hizo señas, agitando las maletas, y Eugenia ayudó cuidadosamente a Zoya a caminar y subir al viejo taxi. Amontonaron sus pertenencias en el asiento delantero, junto a Fiodor y el taxista. Ellas se acomodaron en el asiento trasero. No tenían reservas en ningún sitio, no sabían adónde ir y el taxista era viejo y sordo. Los jóvenes habían marchado a la guerra y en París solo quedaban los viejos y los enfermos.

– Alors… On y va, mesdames? -El hombre se volvió sonriendo y le sorprendió ver llorar a Zoya-. Elle est malade? -Eugenia explicó que no estaba enferma sino muy cansada-. ¿De dónde vienen ustedes? -preguntó el taxista, charlando animadamente mientras Eugenia intentaba recordar el nombre del hotel donde había estado con su marido muchos años antes.

De pronto, se dio cuenta de que no recordaba nada. Tenía ochenta y dos años y estaba totalmente exhausta. Sin embargo, debían llevar a Zoya a un hotel y enseguida llamar a un médico.

– ¿Puede recomendarnos algún hotel? Algo pequeño, limpio y no muy caro.

El hombre frunció los labios un momento mientras pensaba y Eugenia apretó instintivamente el bolso contra su pecho. Allí guardaba el último y más importante regalo de la zarina. Alix le había regalado uno de los huevos de Pascua creado especialmente para ella por Carl Fabergé. Aquella obra de arte en esmalte malva con cintas de brillantes era el tesoro más precioso de la condesa. En caso de que todo fallara, podrían venderlo y vivir de lo que obtuvieran.

– ¿Le importa la zona, madame?… Me refiero al hotel…

– No, siempre y cuando esté en un barrio decente.

Más tarde podrían buscar otra cosa mejor. Aquella noche solo necesitaban unas habitaciones donde dormir. Los refinamientos, caso de ser posibles, vendrían después.

Hay un pequeño hotel en las inmediaciones de los Campos Elíseos, madame. El portero de noche es mi primo.

– ¿Es caro? -preguntó Eugenia.

El taxista se encogió de hombros. Estaba claro que aquella gente no tenía dinero. Sus ropas eran muy sencillas y el viejo parecía un campesino. Menos mal que la mujer hablaba francés y, a lo mejor, la chica también aunque se pasaba el rato llorando y no paraba de toser. Esperaba que no tuviera tuberculosis, la enfermedad tan extendida en aquellos momentos en París.

– No está mal. Le pediré a mi primo que hable con el recepcionista.

– Muy bien, será suficiente -dijo Eugenia en tono autoritario, reclinándose en el asiento del viejo taxi.

La vieja le era simpática por su valentía, pensó el taxista.

El hotel estaba en la rue Marbeuf y efectivamente era muy pequeño, aunque parecía limpio y respetable, pensó Eugenia cuando entró en el vestíbulo. Disponía de tan solo doce habitaciones, pero el recepcionista les aseguró que dos estaban libres. Había un lavabo común al fondo del pasillo, cosa que a Eugenia le pareció muy desagradable aunque de momento eso no importaba. La condesa apartó la colcha de la cama que ella y Zoya compartirían y vio que las sábanas estaban limpias. Desnudó a Zoya, escondió la maleta bajo la cama y Fiodor subió el resto del equipaje. El anciano cuidaría de Sava. En cuanto Zoya se acostó, la condesa bajó de nuevo al vestíbulo y pidió al recepcionista que avisara a un médico.