– ¿Para usted, madame? -preguntó el hombre.
No le hubiera sorprendido lo más mínimo. Estaban todos muy pálidos y cansados, y la señora era muy mayor.
– Para mi nieta.
Eugenia no le dijo que Zoya tenía sarampión. Cuando llegó dos horas más tarde, el médico confirmó el diagnóstico.
– Está muy enferma, madame. Tendrá que prestarle muchos cuidados. ¿Sabe cómo se contagió?
Hubiera sido ridículo decirle que se lo habían contagiado los hijos del zar de Rusia.
– A través de unos amigos, creo. Hemos realizado un viaje muy largo. -El médico adivinó por la tristeza de sus ojos que habían pasado muchas penalidades, pero nunca hubiera imaginado las desgracias padecidas durante tres semanas, lo poco que les quedaba y el miedo que les inspiraba el futuro-. Venimos de Rusia, vía Finlandia, Suecia y Dinamarca.
El médico la miró con asombro y, de pronto, lo comprendió todo. Otros habían hecho viajes similares en las últimas semanas, huyendo de la revolución. En los meses siguientes, otros seguirían su ejemplo, en caso de que pudieran escapar. La nobleza rusa, o lo que quedaba de ella, huía en tropel y muchos aristócratas recalaban en París.
– Lo siento…, lo siento infinitamente, madame.
– Nosotras también -dijo Eugenia sonriendo tristemente-. No tendrá pulmonía, ¿verdad?
– Todavía no.
– Su prima la padece desde hace varias semanas, y ambas han estado en estrecho contacto.
– Haré todo lo que pueda, madame. Volveré a visitarla por la mañana.
Al día siguiente, Zoya se puso peor y al anochecer empezó a delirar debido a la fiebre. El médico le recetó unas medicinas y dijo que eran su única esperanza. Al otro día, cuando el recepcionista le comunicó la entrada en guerra de los Estados Unidos, la condesa no se inmutó. En aquellos momentos la guerra le parecía poco importante a la luz de todo lo ocurrido.
La condesa comía en la sencilla habitación. Fiodor salía a comprar medicinas o algo de fruta. El pan estaba racionado y resultaba muy difícil encontrar todo lo que la condesa necesitaba, pero Fiodor era ingenioso y estaba muy contento, pues había conocido a un taxista que hablaba el ruso. Como ellos, llevaba pocos días en París, era un príncipe de San Petersburgo y a él le parecía un amigo de Konstantin. Sin embargo, Eugenia estaba muy preocupada por Zoya y no tenía tiempo de escucharle.
Pasaron varios días antes de que la muchacha empezara a recuperarse ligeramente. Zoya miró a su alrededor en la pequeña y sencilla habitación, escudriñó los ojos de su abuela y, poco a poco, recordó que estaban en París.
– ¿Cuánto hace que estoy enferma, abuela?
Trató de incorporarse, pero todavía estaba muy débil. Por fortuna, la terrible tos había cedido un poco.
– Llegamos hace casi una semana, cariño. Nos has tenido muy preocupados. Fiodor ha recorrido todo París buscando fruta para ti. La carestía es aquí casi tan grave como en Rusia.
Zoya asintió y miró con aire distante a través de la única ventana de la habitación.
– Ahora comprendo lo que sentía Mashka…, y eso que ella estaba más enferma que yo. No me imagino cómo estará ahora.
La joven no conseguía centrarse en el presente.
– No debes pensar en eso -la reprendió cariñosamente su abuela, contemplando la tristeza de sus ojos-. Estoy segura de que ya estará restablecida. Hace dos semanas que nos fuimos.
– ¿Nada más? -Zoya suspiró-. Me parece una eternidad.
A todos les ocurría lo mismo y más todavía a la condesa que apenas había podido dormir desde que abandonaran Rusia. Eugenia pasó varias noches en una silla sin acostarse en la cama por no perturbar el sueño de Zoya, pero ahora ya podría relajar un poco la vigilancia. Esa noche dormiría a los pies de la cama, necesitaba descansar casi tanto como Zoya.
– Mañana podrás salir de la cama, pero tienes que descansar, comer y ponerte fuerte.
Eugenia dio a Zoya unas palmadas en la mano y la muchacha le dedicó una leve sonrisa.
– Gracias, abuela.
Sus ojos se llenaron de lágrimas cuando comprimió la mano de la condesa contra su mejilla. Incluso eso le traía dolorosos recuerdos de su infancia.
– ¿Por qué, tontuela? ¿Por qué tienes que darme las gracias?
– Por haberme traído aquí…, por ser tan valiente… y por haberte esforzado tanto en salvarnos.
De repente acababa de comprender lo lejos que habían llegado y lo extraordinario que había sido el comportamiento de la abuela. Su madre nunca hubiera podido hacerlo. Hubiera tenido que ser Zoya quien sacara a Natalia de Rusia.
– Aquí iniciaremos una nueva vida, Zoya, ya lo verás. Un día podremos volver la mirada hacia atrás y todo nos parecerá menos doloroso.
– No acierto a imaginarlo. No acierto a imaginar un tiempo en el que los recuerdos no me duelan como ahora.
En aquellos momentos la joven se moría de pena.
– El tiempo es muy bondadoso, querida. Y lo será con nosotras, te lo prometo. Aquí podremos vivir bien.
Pero no como en Rusia. Zoya trató de no pensar en ello, pero aquella noche, mientras su abuela dormía, se levantó sigilosamente de la cama, abrió su pequeña maleta y sacó la fotografía hecha por Nicolás el verano anterior cuando hacían el payaso en Livadia. Ella, Anastasia, María, Olga y Tatiana aparecían echadas casi boca abajo, sonriendo al término de un juego. Todo aquello se le antojó ahora una tontería encantadora. Incluso fotografiadas en aquel ángulo tan inverosímil, estaban todas muy guapas. Eran las muchachas que habían crecido con ella y a las que tanto amaba. Tatiana, Anastasia, Olga… y, naturalmente, Mashka.
9
El sarampión debilitó bastante a Zoya, pero, para gran alivio de su abuela, la joven pareció revivir con el esplendor de París en abril. Estaba más seria que antes y padecía una ligera tos permanente, pero ahora sus ojos aparecían casi tan risueños como siempre. Verla así le alegraba el corazón a la condesa. El hotel de la rue Marbeuf resultaba algo caro para ellas pese a su sencillez, por lo que Eugenia comprendió que pronto tendrían que buscarse un apartamento. Ya habían gastado buena parte del dinero que les diera Nicolás y tenían que ahorrar sus escasos recursos. A principios de mayo, Eugenia previó que tendrían que vender algunas joyas.
Una soleada tarde, dejó a Zoya con Fiodor y fue a la joyería de la rue Cambon que le indicaron en el hotel, con un collar de rubíes cuidadosamente descosido del forro de uno de sus vestidos negros. Guardó el collar en el bolso y también tomó los pendientes a juego ocultos en dos grandes botones. Pidió un taxi antes de salir del hotel. Cuando le indicó al taxista la dirección, el hombre volvió lentamente la cabeza y la miró asombrado. Era un alto y distinguido caballero de cabello plateado y bigote blanco perfectamente recortado.
– No es posible…, condesa, ¿es usted?
Eugenia lo estudió con cuidado y, de pronto, se le aceleraron los latidos del corazón. Era el príncipe Vladimir Markovsky, uno de los amigos de Konstantin. Su hijo mayor llegó incluso a pedir la mano de la gran duquesa Tatiana, que le rechazó de plano por considerarlo excesivamente frívolo. Pese a ello, el joven era tan encantador como su padre.
– ¿Cómo llegó hasta aquí?
La condesa rió y sacudió la cabeza mientras pensaba en lo extraña que resultaba la vida últimamente. Desde su llegada a París había visto rostros conocidos. En dos ocasiones incluso había reconocido a conductores de taxis. Los aristócratas rusos no parecían tener otro medio de ganarse la vida, pues no sabían hacer otra cosa que conducir un automóvil, tal como ahora hacía el príncipe Vladimir. Su rostro le trajo a la condesa recuerdos agridulces de tiempos mejores. Eugenia suspiró y explicó de qué forma habían huido de Rusia. La historia del príncipe era muy parecida a la suya, aunque él corrió mucho más peligro al cruzar la frontera.
– ¿Se quedará aquí? -preguntó el príncipe mientras encaminaba el vehículo hacia la joyería de la rue Cambon que ella le había indicado.
– De momento, sí. Pero Zoya y yo tenemos que buscarnos un apartamento.
– Entonces ella está con usted. Debe de ser poco más que una niña. ¿Y Natalia?
El príncipe siempre consideró a la esposa de Konstantin extremadamente bella aunque un poco nerviosa. Estaba claro que no sabía de su muerte cuando los revolucionarios asaltaron el palacio de Fontanka.
– La mataron… pocos días después que a Konstantin… y a Nicolai -contestó Eugenia en voz baja.
Tenía que hacer un esfuerzo para pronunciar sus nombres, sobre todo en presencia de aquel príncipe que antaño fuera su amigo. Este asintió silenciosamente con la cabeza. Él también había perdido a sus dos hijos y más tarde se trasladó a París con su hija soltera.
– Lo siento.
– Todos lo sentimos, Vladimir. Los que más, Nicolás y Alejandra. ¿Sabe usted algo de ellos?
– Nada. Solo que todavía se encuentran bajo arresto domiciliario en Tsarskoe Selo. Solo Dios sabe el tiempo que los retendrán allí. Por lo menos, están cómodos, aunque no seguros. -Ya nadie estaba seguro en ningún lugar de Rusia. Por lo menos, las personas que ellos conocían-. ¿Se quedarán ustedes en París?
No tenía ningún otro sitio adonde ir. Los fugitivos rusos llegaban a diario con increíbles historias de huidas y terribles pérdidas, sobrecargando así a una ciudad ya agobiada por el peso de las circunstancias.
– Creo que sí. Consideré lo mejor venir aquí. Por lo menos, en París estamos a salvo y es un lugar respetable para Zoya.
El príncipe asintió mientras conducía el taxi.
– ¿Quiere que la espere, Eugenia Petrovna?
La condesa se emocionó ante el hecho de poder hablar en ruso con alguien que conocía su nombre. Acababan de llegar a la joyería.
– ¿Le importaría?
Era consolador saber que él estaba allí y la acompañaría al hotel, sobre todo, en caso de que el joyero le diera una abultada suma de dinero.
– Pues claro que no. La esperaré.
El príncipe la ayudó a descender y la escoltó hasta la entrada de la joyería. Era fácil imaginar qué iba a hacer la condesa allí. Exactamente lo mismo que los demás, vender todo lo que pudiera, los tesoros que consiguieron sacar clandestinamente del país y que apenas unas semanas atrás eran chucherías a las que no concedían la menor importancia.
La condesa salió media hora más tarde con la cara muy seria. El príncipe Markovsky no le hizo ninguna pregunta durante el trayecto de vuelta al hotel. Sin embargo, se la veía como más apagada, pensó el príncipe mientras la ayudaba a descender del automóvil en la rue Marbeuf. Esperaba que hubiera conseguido lo que necesitaba. La condesa ya era muy mayor para sobrevivir en un país extraño solo con su ingenio y la venta de sus joyas, sin nadie que la ayudara y una muchacha muy joven a su cargo. No sabía qué edad tenía Zoya, pero estaba seguro de que era bastante más joven que su hija, la cual iba a cumplir los treinta.
– ¿Todo marcha bien? -preguntó preocupado mientras la acompañaba a la entrada del hotel.
– Supongo que sí -contestó la condesa y lo miró con tristeza-. Son tiempos difíciles. -Observó el taxi y después lo estudió detenidamente. Fue un hombre muy apuesto en su juventud, y lo seguía siendo, pero de repente parecía distinto. Todos habían cambiado. El rostro del mundo ya no era el mismo desde la revolución-. No es fácil para ninguno de nosotros, ¿no es cierto, Vladimir?
Cuando ya no le quedaran más joyas que vender, ¿qué sería de ellas?, se preguntó Eugenia. Ni ella ni Zoya sabían conducir un taxi, y Fiodor no hablaba idiomas extranjeros y era improbable que los aprendiera. Era más una carga que una ayuda, pero fue tan fiel y leal ayudándolas a escapar, que ahora ella no podía dejarlo. Se sentía tan responsable de él como de Zoya, pero dos habitaciones de hotel costaban el doble que una, y con la miseria que obtuvo por el collar de rubíes y los pendientes, sus fondos no durarían mucho tiempo. Tendrían que ingeniárselas de alguna manera. A lo mejor, ella podría trabajar como costurera, pensó para sus adentros mientras se despedía de Vladimir con aire distraído. De pronto, pareció una mujer mucho más vieja que cuando iba a la joyería. El príncipe Markovsky le besó la mano y se negó a cobrarle la carrera. La condesa se preguntó si alguna vez volvería a verlo. Sin embargo, dos días más tarde, cuando bajó con Zoya y Fiodor, lo encontró aguardándola en el vestíbulo.
Al verla, el príncipe se inclinó en reverencia y le besó la mano. Miró a Zoya y se asombró de lo guapa y crecida que estaba.
– Le pido disculpas por presentarme de esta manera, Eugenia Petrovna, pero me han hablado de un apartamento… Es bastante pequeño, pero está a dos pasos del Palais Royal. No es un barrio muy adecuado para una joven, pero tal vez podría interesarles. Usted me comentó el otro día que buscaba un sitio donde vivir. Tiene dos dormitorios. Aunque no sé si será suficientemente grande para los tres -añadió el príncipe, mirando con súbita preocupación al anciano Fiodor.
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