Pero, a la semana siguiente, tras haber conseguido el trabajo, provisionalmente por lo menos, no tuvo más remedio que comunicarle la buena noticia a Eugenia.

– ¿Cómo? -preguntó su abuela, escandalizada.

– Hice una prueba ante Serge Diaghilev y me permitirá actuar con el Ballet Russe. La primera función será la próxima semana -dijo Zoya con el corazón latiéndole a toda prisa.

Su abuela la miró con asombro.

– ¿Estás loca? ¿Una vulgar bailarina en el escenario? ¿Te imaginas lo que diría tu padre?

Las palabras de Eugenia la hirieron profundamente.

– No hables así de él. Está muerto -dijo Zoya y miró a su abuela con los ojos muy tristes-. A él no le hubiera gustado ninguna de las cosas que nos han ocurrido, abuela. Pero tenemos que hacer algo. No podemos permanecer con los brazos cruzados hasta morirnos de hambre.

– ¿Conque es eso? ¿Temes que muramos de hambre? No te preocupes, esta noche mandaré que te sirvan una cena especial, pero, escúchame bien, tú no subirás a ningún escenario.

– Subiré -dijo Zoya, y por primera vez miró con expresión desafiante a la condesa. En el pasado, solo se hubiera atrevido a discutir de aquella manera con su madre, pero ahora no podía permitir que su abuela obstaculizara sus propósitos. El baile significaba demasiado para ella y era su única salida, por lo menos la única que veía en ese instante. No quería trabajar en una tienda, fregar suelos, coser botones en camisas de hombre o trabajar para una sombrerería cosiendo plumas en los sombreros. ¿Qué otra cosa podía hacer? Nada en absoluto. Tarde o temprano hubiera tenido que dedicarse a alguno de aquellos trabajos, y Eugenia lo sabía-. Sé razonable, abuela. Te dieron muy poco por el collar de rubíes. ¿Cuántas joyas podremos vender? Aquí todo el mundo hace lo mismo. Más tarde o más temprano, una de nosotras tendrá que ponerse a trabajar, y bailar es lo único que yo sé hacer.

– Es ridículo. En primer lugar, todavía nos queda dinero y, cuando se nos acabe, ambas buscaremos un trabajo respetable. Sabemos coser bastante bien, yo sé hacer calceta, tú puedes enseñar ruso, francés, alemán e incluso inglés si te esfuerzas un poco. -En el Instituto Smolny había aprendido todo eso y mucho más, junto con una serie de refinamientos que en aquellos momentos no le servían para nada-. No hay razón alguna para que te conviertas en bailarina como… como… -La condesa estaba tan furiosa que estuvo a punto de mencionar a la que fuera amante de Nicolás hacía muchos años-. Dejémoslo. Pero te repito, Zoya, que no lo permitiré.

– No te quedará más remedio, abuela.

Zoya habló con serena determinación, era la primera vez que la condesa la oía hablar en aquel tono.

– Debes obedecerme, Zoya.

– No lo pienses. Es lo único que deseo hacer. Y quiero hacerlo para ayudarte.

La condesa miró con lágrimas en los ojos a su única nieta.

– ¿A eso hemos llegado?

Para ella, era algo poco mejor que la prostitución.

– Pero ¿qué tiene de malo ser bailarina? No te escandaliza que el príncipe Vladimir conduzca un taxi. ¿Tan respetable te parece eso? ¿Lo consideras más digno que lo que quiero hacer?

– Es muy triste. -Eugenia miró a Zoya con el corazón destrozado por la pena-. Hace apenas tres meses era un hombre importante y hace mucho tiempo su padre también lo fue. Ahora es poco más que un pordiosero, pero es lo único que le queda, Zoya…, lo único que sabe hacer. Para él todo ha terminado, pero, por lo menos, está vivo. Tu vida acaba de empezar y no permitiré que empiece de esta manera. Sería una deshonra… -La condesa se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar-. Apenas puedo hacer nada para ayudarte.

El llanto de su abuela conmovió a Zoya. Era la primera vez que la veía derrumbarse, pero, aun así, tenía que trabajar en el Ballet Russe, a pesar de todos los pesares. No quería coser ni hacer calceta ni enseñar ruso.

– Por favor, abuela… -dijo y le echó los brazos al cuello-, por favor, no llores. Te quiero mucho…

– Pues, entonces, prométeme que no bailarás…, por favor, Zoya…, te lo suplico. No debes hacerlo.

Zoya miró a su abuela con una madurez impropia de sus años. En pocos meses había crecido rápidamente y ya no podía regresar al pasado. Ambas lo sabían, por mucho que Eugenia tratara de disimularlo.

– Mi vida ya nunca será como la tuya, abuela, nunca más. Es algo que ni tú ni yo podemos cambiar. Tenemos que sacar el mejor provecho de la situación. No podemos volver atrás. Como tío Nicolás y tía Alejandra…, que tendrán que hacer lo que puedan. Es lo que yo intento ahora…, por favor, no te enfades…

La condesa se sentó en una silla con aire abatido y miró tristemente a Zoya.

– No estoy enfadada sino dolida. Y me siento impotente.

– Tú me salvaste la vida. Tú me sacaste de San Petersburgo y de Rusia. De no ser por ti, me hubiera matado cuando incendiaron la casa, o tal vez algo todavía peor. Tú no puedes cambiar la historia, abuela. Solo podemos hacer lo que mejor sepamos, y lo mío es el baile. Déjame hacerlo, por favor. Dame tu bendición, te lo suplico.

La anciana cerró los ojos y pensó en su único hijo. Después sacudió la cabeza, mirando a Zoya. Su nieta tenía razón. Konstantin ya no estaba y los demás tampoco. ¿Qué más daba todo? Comprendió que Zoya se saldría con la suya y, por primera vez, se sintió demasiado vieja y cansada para luchar con ella.

– Tienes mi bendición. ¡Pero eres una niña muy mala! -Eugenia agitó un dedo y trató de sonreír, preguntándose de repente cómo habría conseguido Zoya hacer la prueba-. ¿Cómo conseguiste las zapatillas?

Zoya no le había pedido ni un céntimo desde su llegada a París.

– Las compré -contestó Zoya y esbozó una sonrisa pícara.

Por lo menos, era ingeniosa. Eso le hubiera gustado mucho a su padre.

– ¿Con qué?

– Vendí el reloj. De todos modos, era muy feo. Me lo regaló una compañera de clase el día de mi santo.

Eugenia rió. Era una muchacha extraordinaria y la condesa la quería mucho más de lo que ella imaginaba, a pesar de ser tan díscola.

– Supongo que debo agradecerte que no vendieras el mío.

– ¡Abuela! ¡Pero qué cosas dices! ¡Jamás hubiera hecho semejante cosa!

Zoya trató de hacerse la ofendida, pero ambas sabían que no lo estaba.

– Solo Dios sabe lo que serías capaz de hacer… ¡Me estremezco al pensarlo!

– Hablas como Nicolai… -dijo Zoya y recordó a su hermano mientras la miraba tristemente.

Era un mundo totalmente nuevo para ellas, lleno de nuevos principios, nuevas ideas, nuevas gentes… y una nueva vida para Zoya.

11

Su primer ensayo con el Ballet Russe el 11 de mayo fue auténticamente devastador. Terminó a las diez de la noche y Zoya volvió al apartamento rebosante de entusiasmo, pero tan cansada que apenas podía moverse. Le sangraban los pies de tanto repetir los pas à deux y los tours jetés. Comparados con aquello, los años con madame Nastova le parecían un juego de niños.

Su abuela estaba esperándola en el saloncito. Se habían mudado al apartamento dos días antes, tras haber comprado un pequeño sofá y varias mesitas. Había unas lámparas con feas pantallas y una alfombra verde con flores púrpura. Atrás quedaban las alfombras Aubusson, las antigüedades y los bellos objetos amados. Sin embargo, la casa era cómoda. Fiodor se encargaba de la limpieza. La víspera había ido al campo con el príncipe Markovsky y había vuelto con el taxi lleno de leña. La chimenea estaba encendida y su abuela tenía preparada una tetera humeante.

– Y bien, pequeña, ¿qué tal fue?

Todavía esperaba que Zoya recuperara el juicio y abandonase la idea de trabajar en el Ballet Russe, pero en sus ojos descubrió que no iba a ser así. No la había visto tan feliz desde que se inició la revolución hacía exactamente dos meses, cuando empezaron los disturbios callejeros y murió Nicolai. Nada de todo aquello había sido olvidado, pero el recuerdo parecía menos agudo. Zoya se sentó en una incómoda silla y sonrió de oreja a oreja.

– Abuela, fue maravilloso, pero estoy tan cansada que apenas puedo moverme.

Las largas horas de ensayo fueron un verdadero suplicio, pero, en cierto modo, todo aquello era para Zoya un sueño convertido en realidad. La muchacha solo podía pensar en el estreno previsto para dentro de dos semanas. La condesa había prometido ir, al igual que el príncipe Markovsky y su hija.

– ¿No has cambiado de idea, pequeña?

Zoya sacudió la cabeza y esbozó una cansada sonrisa mientras tomaba la tetera para llenarse la taza. Aquella noche le habían dicho que bailaría en las dos partes de la representación y estaba contentísima con el dinero que le habían dado. Ahora lo depositó en silencio en la mano de Eugenia con una tímida mirada de orgullo. A la condesa se le llenaron los ojos de lágrimas. A eso había llegado. Zoya tendría que mantenerla con lo que ganara bailando. La idea resultaba casi insoportable.

– ¿Para qué es?

– Para ti, abuela.

– Todavía no lo necesitamos. -Sin embargo, las paredes desnudas y la raída alfombra púrpura la desmentían. Todo era viejo y gastado y ambas sabían que el dinero obtenido con la venta del collar de rubíes se terminaría muy pronto-. ¿Es eso lo que de verdad quieres hacer? -preguntó Eugenia mientras Zoya le acariciaba y besaba la mejilla.

– Sí, abuela… Ha sido un día maravilloso.

Era algo así como su sueño de bailar con los alumnos del Marynsky.

Aquella noche Zoya escribió una larga y valiente carta para María, contándoselo todo, menos el detalle del pequeño y feo apartamento donde vivía. Permaneció un buen rato en el saloncito cuando su abuela se retiró a dormir, y en la carta describió lo experimentado al bailar con el Ballet Russe. Dirigió la carta al doctor Botkin en Tsarskoe Selo, confiando en que María no tardaría mucho en recibirla. El solo hecho de escribirle la hacía sentirse más cerca de ella.

Al día siguiente, volvió a los ensayos y aquella noche hubo una incursión aérea. Los tres bajaron al sótano del edificio. Cuando todo terminó subieron lentamente. Fue un recordatorio de la existencia de la guerra, pero Zoya no se asustó. En aquellos momentos, solo lograba pensar en el baile.

El príncipe Markovsky a menudo estaba en la casa cuando Zoya regresaba del teatro. Siempre tenía cosas que contar y muchas veces traía pastelillos y fruta fresca, cuando podía encontrarla. Hasta les regaló uno de los pocos tesoros que todavía conservaba, un valioso icono que insistió en que aceptaran, pese a las protestas de la condesa. Bien sabía Eugenia lo mucho que necesitaban los refugiados cualquier objeto negociable. Sin embargo, Markovsky agitó una elegante mano de largos dedos y dijo que de momento tenía más que suficiente. Su hija ya había encontrado un trabajo como profesora de inglés.

La noche del estreno todos estaban allí, en la tercera fila. Zoya compró las entradas con su sueldo. El único que no estuvo en el teatro fue Fiodor. Estaba orgulloso de Zoya, pero el ballet no era lo suyo. La joven le trajo un programa con su nombre escrito en letra menuda al pie. Hasta la condesa se enorgulleció de ella, aunque al verla aparecer por primera vez en el escenario derramó amargas lágrimas. Hubiera preferido cualquier cosa antes que ver a su nieta en un escenario, convertida en una vulgar bailarina.

– ¡Has estado maravillosa, Zoya Nikolaevna! -dijo el príncipe, ya de vuelta en el apartamento, y brindó por ella con el champán que había traído consigo-. ¡Todos estamos muy orgullosos de ti! -añadió y miró con una sonrisa a la joven pelirroja, pese a la expresión despectiva de su hija, la cual consideraba incorrecto que Zoya actuara como bailarina.

Era una muchacha alta y delgada, y la vida en París le producía un dolor insoportable. Aborrecía a los niños a quienes daba clase de inglés y se avergonzaba de ver a su padre convertido en taxista. Zoya, en cambio, no compartía sus remilgos. Tenía los ojos brillantes de entusiasmo y las mejillas arreboladas de alegría. Era una joven muy hermosa, cuya belleza parecía haberse acrecentado con la emoción de la noche.

– Debes de estar muy cansada, pequeña -dijo el príncipe, escanciando el resto del champán.

– En absoluto. -Radiante de dicha, Zoya evolucionó por la habitación como si sus pies todavía quisieran bailar. La representación había sido mucho más fácil que los ensayos. Todo le resultaba más que un sueño-. No estoy ni un poquito cansada -añadió y rió mientras tomaba otro sorbo de champán. Yelena, la hija del príncipe, la miraba con expresión de reproche.

Zoya hubiera querido permanecer levantada toda la noche, contando las anécdotas de entre bambalinas. Necesitaba contárselo todo a quienes la apreciaban.

– ¡Has estado fabulosa! -repitió el príncipe. Zoya lo miró sonriendo. Era un hombre muy serio, pero parecía sinceramente preocupado por ella. En cierto modo, le hubiera gustado que su padre estuviera presente la noche del debut, aunque se hubiera llevado un disgusto al verla en un escenario. Pero quizá, en su fuero interno, se hubiera sentido orgulloso de ella. Y Nicolai…, se le llenaron los ojos de lágrimas al evocar su recuerdo. Entonces posó el vaso, se apartó y se acercó a la ventana para mirar hacia el jardín-. Estás preciosa esta noche -le susurró Vladimir a su lado.