Cuando ella se volvió a mirarlo, el aristócrata vio el brillo de las lágrimas en sus ojos. Tenía un cuerpo firme y menudo que encendía el deseo del príncipe y se le notaba en los ojos. Zoya retrocedió al advertir de pronto algo que antes no había observado. El príncipe era más viejo que su padre y la joven se asustó ante lo que creyó adivinar en su mirada.
– Gracias, príncipe Vladimir -dijo serenamente.
De repente, se dio cuenta de lo hambrientos de amor que estaban todos ellos y de lo mucho que se aferraban a un pasado que todavía podían compartir. En San Petersburgo, el príncipe jamás la hubiera mirado dos veces, y ella no hubiera sido para él más que una joven agraciada. En cambio, allí todos se aferraban a un mundo perdido y a las personas dejadas a sus espaldas. Zoya no era más que un medio de continuar el pasado. Hubiera querido explicárselo a Yelena cuando esta se despidió de ellos con gesto envarado.
Mientras se desnudaba y esperaba que su abuela regresara del retrete del rellano, Zoya pensó de nuevo en el príncipe Vladimir.
– Fue muy amable de su parte traer champán -dijo la condesa, cepillándose el cabello, vestida con un camisón de encaje que la hacía más joven.
Siempre había sido una mujer bella y Zoya tenía casi sus mismos ojos. La muchacha se preguntó si su abuela se habría dado cuenta de que Vladimir se sentía atraído por ella. Le había rozado la mano al marcharse y después la había estrechado demasiado en sus brazos cuando le dio un beso en la mejilla.
Zoya tardó un buen rato en contestar.
– Yelena parece muy triste, ¿no lo crees?
Eugenia asintió con la cabeza y posó solemnemente el cepillo.
– Recuerdo que nunca fue una niña feliz. Sus hermanos eran mucho más interesantes, más parecidos a Vladimir. -La condesa evocó al más guapo, el que había pedido la mano de Tatiana-. El príncipe es un hombre muy apuesto, ¿verdad?
Zoya apartó el rostro un instante y después miró directamente a la condesa.
– Creo que le gusto, abuela…, demasiado…
Se le trabó la lengua al pronunciar las palabras y Eugenia la miró, frunciendo el ceño.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que… -Zoya se ruborizó intensamente, como si fuera una chiquilla vergonzosa-. Que… esta noche me tocó la mano…
La explicación le pareció ahora una estupidez. Tal vez no significaba nada.
– Eres muy bonita y quizá le recuerdas algo. Creo que admiraba mucho a tu madre y sé que de jóvenes eran muy amigos. Participaron en las cacerías de Nicolás muchas veces… No seas tan sensible, Zoya. Tiene buenas intenciones. Y fue muy amable viniendo a verte esta noche. Pretende ser simpático y nada más, pequeña.
– Tal vez -dijo Zoya con indiferencia.
Después apagó la luz y se acostó en la pequeña cama compartida con su abuela. En la oscuridad, oyó roncar a Fiodor en la habitación contigua y se durmió pensando en lo maravillosa que había resultado la función.
A la mañana siguiente, no tuvo dudas de que Vladimir pretendía algo más que ser simpático. El príncipe la esperaba en la calle cuando bajó para acudir al ensayo.
– ¿Te apetece dar un paseo?
Zoya se sorprendió de encontrarlo allí con un ramo de flores para ella.
– No se moleste. -Zoya prefería ir a pie al Châtelet. La manera de mirarla del príncipe la ponía nerviosa-. Me gusta ir andando.
Era un día precioso y Zoya quería llegar cuanto antes al ensayo. El Ballet Russe era lo mejor que le había ocurrido últimamente y no quería compartir su dicha con nadie, ni siquiera con aquel apuesto príncipe de cabello plateado que tan galante le ofrecía un ramo de rosas blancas… Al verlas, la joven se entristeció porque María siempre le regalaba rosas blancas en primavera, pero eso el príncipe lo ignoraba. No sabía nada de ella porque era amigo de sus padres, no suyo. De pronto, Zoya se deprimió viendo su chaqueta raída y el cuello arrugado de su camisa. Como ellas, lo había dejado todo a su espalda y salvado la vida por los pelos, llevándose solo algunas joyas y el icono que les había regalado unos días atrás.
– Podría subir y ver a la abuela -dijo Zoya y sonrió cortésmente.
– ¿Eso me consideras? -preguntó el príncipe con expresión ofendida-. ¿Un amigo de tu abuela? -Zoya no quiso contestarle que sí, pero era la verdad. Parecía que tuviera mil años-. ¿Tan viejo te parezco?
– No, por Dios. Disculpe, tengo que irme. Llegaré con retraso y se enfadarán conmigo.
– Deja que te lleve en el taxi. Charlaremos por el camino.
Zoya dudó, pero después pensó que iba a llegar tarde. El príncipe abrió la portezuela del vehículo y ella subió; depositó las rosas entre ambos en el asiento. Era bonito que les hiciera regalos, pero Zoya sabía que el príncipe no podía permitirse semejantes lujos. No era extraño que Yelena estuviera molesta con ellas.
– ¿Cómo está Yelena? -preguntó por decir algo mientras contemplaba los demás automóviles a través de la ventanilla-. Anoche la vi muy callada.
– No es feliz aquí -contestó el príncipe y suspiró-. No creo que ninguno de nosotros lo sea. Es un cambio tan repentino que nadie estaba preparado… -De repente, Vladimir interrumpió la frase y tomó la mano de Zoya. Lo que dijo a continuación la sorprendió-: Zoya, ¿crees que soy demasiado viejo para ti, querida mía?
Zoya retiró delicadamente la mano y, mirándolo con tristeza, contestó:
– Usted es un amigo de mi padre. Hemos pasado momentos muy difíciles y por eso nos aferramos a lo que ya no tenemos. Quizá yo formo parte de ello.
– ¿Eso es lo que crees? -preguntó el príncipe sonriendo-. ¿Sabes que eres muy guapa?
Zoya se ruborizó y maldijo en silencio la blancura de su piel y su llamativa melena pelirroja.
– Muchas gracias. Pero yo soy más joven que Yelena… Estoy segura de que ella se lo tomaría muy mal…
Fue lo único que se le ocurrió mientras anhelaba llegar al Châtelet cuanto antes y así zafarse de aquella situación.
– Ella tiene su propia vida, Zoya, y yo la mía. Me gustaría llevarte alguna vez a cenar. Al Maxim’s tal vez.
Todo aquello era una locura. El champán, las rosas, la idea de ir al Maxim’s. Todos estaban en muy mala situación; él conducía un taxi, ella trabajaba en el Ballet Russe, y era absurdo que el príncipe gastara lo poco que tenía en obsequiarla. Por otra parte, Vladimir era demasiado viejo para ella, aunque no quería ofenderlo diciéndoselo.
– No creo que la abuela…
– Estarías mejor con uno de nosotros, Zoya Nikolaevna, con alguien que conozca tu mundo, antes que con cualquier estúpido mozalbete de los que andan por ahí.
– No tengo tiempo para nada de eso, Vladimir. Si me quedo en el ballet, deberé trabajar día y noche para ganarme la vida.
– Ya buscaremos el tiempo. Puedo recogerte por las noches…
El príncipe la miró esperanzado y ella sacudió tristemente la cabeza.
– No puedo, de veras que no… -Zoya vio con alivio que ya llegaban y lo miró por última vez-. Le ruego que no me espere. Lo único que quiero es olvidar lo ocurrido…, no podemos recuperar lo perdido. No sería bueno para nosotros, por favor…
El príncipe no dijo nada. Zoya descendió del vehículo y se alejó a toda prisa, dejando las rosas blancas en el asiento.
12
– ¿Vladimir te acompañó a casa?
Su abuela la miró sonriendo cuando Zoya entró y descubrió, desalentada, las rosas blancas en un jarrón junto a su taza de té.
– No. Me trajo un compañero. -La muchacha se sentó y se frotó las piernas-. Hemos tenido un día muy duro.
Pero no le importaba. Bailar en el Ballet Russe la hacía sentir viva de nuevo.
– Dijo que te acompañaría a casa.
Eugenia frunció el ceño. El príncipe le había traído pan recién hecho y un bote de mermelada. Era muy amable y bueno con ellas, y en cierto modo la condesa se alegraba de que quisiera cuidar de Zoya.
– Abuela… -Zoya la miró y buscó las palabras más adecuadas-, no quiero que me acompañe.
– ¿Y por qué no? Más segura estarás con él que con un desconocido.
Era lo que el propio príncipe le había comentado aquella tarde cuando acudió al apartamento para entregarle las rosas. Saber que Zoya trabajaba en el Ballet Russe era como un puñal clavado en el pecho, pero Eugenia sabía que no podría impedirlo. Sin embargo, comprendía que una de las dos tenía que trabajar y Zoya era la única capaz de hacerlo, aunque hubiera preferido que se dedicara a la enseñanza como Yelena. Además, si Vladimir la tomaba bajo su protección, tal vez dejara el baile. El príncipe se lo había dicho aquella tarde y desde entonces ella empezó a considerarlo bajo una perspectiva distinta. La del héroe y salvador.
– Abuela, creo que el príncipe Vladimir… tiene otros objetivos.
– Es un hombre honrado, distinguido y aristocrático. Era amigo de Konstantin.
Eugenia no quería confesarlo todavía, pero Vladimir ya la había convencido.
– De eso precisamente se trata. Era amigo de papá, no mío. Debe de tener sesenta años por lo menos.
– Es un príncipe ruso, primo del zar.
– ¿Y eso te parece suficiente? -replicó Zoya y se levantó enfurecida-. ¿No te importa que sea tan viejo como para ser mi abuelo?
– Él no quiere causarte ningún daño, Zoya… Alguien tiene que cuidar de ti. Yo tengo ochenta y dos años, no viviré siempre para protegerte…, tienes que pensar en eso.
En su fuero interno, la condesa se hubiera alegrado de dejar a Zoya en manos de Vladimir. Por lo menos, era alguien que conocía la vida que habían llevado en Rusia. Nadie en París podía entenderlo como no fuera uno de los suyos. La condesa miró a Zoya con ojos implorantes, suplicándole en silencio que lo pensara.
– Entonces, ¿querrías que me casara con él? -preguntó Zoya horrorizada. Las lágrimas asomaron a sus ojos de solo pensarlo-. Es un viejo.
– Cuidaría de ti. Piensa en lo bueno que ha sido con nosotras desde que llegamos.
– ¡Nunca más quiero oír hablar de él!
Zoya corrió al dormitorio, cerró de un portazo y se arrojó sobre la cama, llorando con desconsuelo. ¿Era eso lo único que le quedaba? ¿La perspectiva de casarse con un hombre que le triplicaba la edad por el solo hecho de ser un príncipe ruso? La idea la repugnaba y le hacía recordar más que nunca su vida de antaño y los amigos perdidos.
– Zoya, no te lo ruego, cariño… -La condesa entró en la habitación y se sentó en el borde de la cama, acariciándole el cabello-. No pretendo obligarte a algo que no quieras. Pero estoy muy preocupada por ti. Fiodor y yo somos muy mayores, debes encontrar a alguien que cuide de ti.
– Tengo dieciocho años -dijo la joven entre sollozos-, no quiero casarme con nadie, y mucho menos con él.
Nada en él la atraía, y por si fuera poco, Yelena le resultaba antipática. La sola idea de verse obligada a vivir con ellos le atacaba los nervios. Solo quería bailar y estaba segura de que, con el baile, podría ganar lo suficiente como para mantener a Fiodor y a la abuela. Se juró a sí misma hacer cualquier cosa antes que casarse con un hombre a quien no amara. Trabajaría día y noche, haría lo que fuera…
– Bueno, bueno, pero no llores así, te lo suplico. -Las lágrimas asomaron a los ojos de la condesa al pensar en la crueldad de su destino. Tal vez la muchacha tenía razón. Solo era una posibilidad. El príncipe evidentemente era demasiado viejo, pero era uno de los suyos y eso para ella tenía mucha importancia. Sin embargo, también otros habían sobrevivido y, entre ellos, había hombres más jóvenes. Quizá Zoya conocería a alguno y se enamoraría. Era la única esperanza que le quedaba…, eso y las pocas joyas ocultas en la cama donde dormían. No tenía nada más, solo unos cuantos brillantes y esmeraldas, un largo collar de valiosas perlas, el huevo de Fabergé regalo de Nicolás… y toda una vida de sueños destruidos-. Ven, Zoya sécate las lágrimas. Vamos a dar un paseo.
– No. -Zoya la miró sollozante y volvió a hundir el rostro en la cama-. Él nos estará esperando abajo.
– No seas tonta. -Eugenia la miró sonriendo. Pese a lo mucho que había crecido en solo dos meses, todavía era una chiquilla-. Es un hombre extremadamente educado, no un rufián de esos que merodean todo el día por las calles. No te preocupes.
– Perdóname, abuela -dijo Zoya, y lentamente se volvió boca arriba-. No quiero que estés triste por mí. Te prometo que yo cuidaré de todos nosotros.
– No es eso lo que quiero que hagas, mi niña. Quiero que alguien cuide de ti. Así debe ser.
– Pero ahora todo es distinto. Nada es como antes. -Zoya se incorporó en la cama, sonriendo-. Puede que algún día sea una bailarina famosa.
Se la veía tan entusiasmada ante aquella posibilidad que Eugenia se echó a reír.
– Válgame Dios, cualquiera diría que eso te divierte.
– Me gusta el Ballet Russe, abuela.
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