El hombre rió turbado y se acercó un poco más a ella. Zoya se fijó de nuevo en lo alto y apuesto que era.
– Me temo que no soy un gran aficionado al ballet. Lo de esta noche ha sido para algunos de nosotros como una orden.
– No me diga -replicó Zoya, riéndose-. ¿Y lo ha pasado muy mal?
– Bastante -contestó el desconocido, mirándola con ojos risueños-. Hasta este momento. ¿Le apetece una copa de champán?
– Dentro de un ratito tal vez. Se está tan bien aquí. -El jardín era un remanso de paz comparado con las risas y los bailes del salón-. ¿Usted vive aquí?
– Nos han instalado en una casa de la rue du Bac -contestó el hombre sonriendo-. No es tan lujoso como esto, pero es bonito y queda muy cerca.
El militar observó que Zoya se movía con discreta elegancia y poseía algo más que la gracia de una bailarina. Emanaba una majestuosa dignidad y un aire de inmensa tristeza a pesar de su sonrisa.
– ¿Pertenece usted al Estado Mayor del general?
– Sí. -Era uno de sus ayudantes de campo, pero le ahorró a Zoya los detalles-. ¿Lleva usted mucho tiempo en el Ballet Russe?
No podía ser demasiado porque parecía muy joven.
Al final, pasaron del francés al inglés, que ella dominaba muy bien por sus estudios en el Instituto Smolny.
– Llevo solo un mes -repuso Zoya sonriendo-. Para desesperación de mi abuela.
– Sus padres deben de estar muy orgullosos de usted. -Al ver la tristeza de sus ojos, el hombre lamentó haber hecho el comentario.
– Mis padres fueron asesinados en San Petersburgo en el mes de marzo… -Zoya pronunció las palabras casi en un susurro-. Vivo con mi abuela.
– Lo siento…, me refiero a lo de sus padres… -El brillo de sus ojos casi provocó a Zoya un nuevo acceso de llanto. Era la primera vez que hablaba de todo aquello con alguien. Sus compañeros del cuerpo de baile no sabían apenas nada de ella, pero por una razón inexplicable le pareció que con aquel desconocido podía hablar de cualquier cosa. Su elegancia, sus modales, su cabello oscuro entremezclado con hebras plateadas y el brillo de sus ojos le recordaban en cierto modo a Konstantin-. ¿Vino aquí con su abuela?
No sabía por qué, pero ella lo fascinaba. Lo atraía su juventud y su belleza, y aquellos grandes ojos verdes tan tristes.
– Sí, llegamos hace dos meses… desde… después de…
Al ver que Zoya no podía continuar, se acercó y la tomó del brazo.
– Demos un paseo, ¿le parece bien, mademoiselle? Y quizá después tomaremos una copa de champán.
Fueron hasta la estatua de Rodin y pasaron el rato hablando de París, la guerra y los temas que resultaban menos dolorosos para ella.
– Y usted, ¿de dónde es? -preguntó Zoya con una sonrisa.
– Nueva York.
Zoya nunca había pensado demasiado en Estados Unidos. Se le antojaba terriblemente remoto.
– ¿Cómo es aquello?
– Muy grande y bullicioso. Me temo que no tan bonito como esto, pero me gusta vivir allí -contestó riéndose. Hubiera querido preguntarle cosas sobre San Petersburgo, pero intuyó que no era el lugar ni el momento adecuado-. ¿Baila usted todos los días?
– Casi. Antes de la función de esta noche, me habían concedido una semana de descanso.
– ¿Y qué hace en su tiempo libre?
– Salgo a pasear con mi abuela. Escribo a mis amigos, leo…, duermo…, juego con mi perra.
– Parece una vida muy agradable. ¿De qué raza es su perra?
Eran preguntas estúpidas, pero le servían para tenerla cerca. La chica debía de tener por lo menos la mitad de su edad, pero era tan bonita que sentía deseos de estar a su lado.
– Cocker spaniel -contestó Zoya-. Regalo de alguien a quien aprecio mucho.
– ¿Un caballero? -preguntó él, intrigado.
– ¡No, no! -Zoya rió-. ¡Una chica! Mi prima, para ser más precisos.
– ¿Trajo a la perra consigo desde Rusia?
– Pues, sí. -Zoya inclinó la cabeza y la cascada pelirroja le ocultó los ojos-. Creo que el viaje le sentó mejor que a mí. Yo llegué a París con el sarampión. Qué estupidez por mi parte, ¿verdad? -añadió, riéndose como una chiquilla.
De repente, el hombre se dio cuenta de que ni siquiera sabía su nombre.
– En absoluto -dijo-. ¿No cree usted que deberíamos presentarnos?
– Zoya Nikolaevna Ossupov.
Ella levantó los ojos y se inclinó en graciosa reverencia.
– Clayton Andrews. Capitán Clayton Andrews, debiera haber dicho.
– Mi hermano también era capitán… de la Guardia Preobrajensky. Seguramente nunca habrá oído hablar de ella -dijo Zoya, mirándolo expectante.
Clayton vio en sus ojos una inmensa tristeza. Sus estados de ánimo cambiaban vertiginosamente y, por primera vez en su vida, él comprendió por qué la gente afirmaba que los ojos eran el espejo del alma. Los de aquella muchacha parecían conducir a un mágico mundo de brillantes, esmeraldas y lágrimas no derramadas. Sin saber por qué, experimentó el deseo de hacerla feliz y lograr que bailara, riera y sonriera de nuevo.
– Me temo que no sé muchas cosas de Rusia, señorita Nikolaevna Ossupov.
– En tal caso, estamos en paz. -Zoya esbozó una leve sonrisa-. Yo no sé nada sobre Nueva York.
Clayton la acompañó al salón de baile y le trajo una copa de champán mientras los demás bailaban un vals.
– ¿Me concede este baile?
Zoya dudó, pero, al fin, aceptó. Clayton posó su copa en una mesita y la guió en un cadencioso vals que a Zoya le recordó las veces que bailaba con su padre. Si cerrara los ojos, estaría en San Petersburgo… La voz de Clayton interrumpió sus pensamientos.
– ¿Baila usted siempre con los ojos cerrados, mademoiselle? -preguntó en tono burlón.
Zoya lo miró sonriendo. Se sentía a gusto en sus brazos y se alegraba de poder bailar con un hombre alto y apuesto en una mágica noche, y en una casa tan hermosa…
– Es tan bonito estar aquí, ¿no cree?
– Ahora, sí.
Sin embargo, Clayton lo había pasado mejor en el jardín. Era más fácil hablar con ella allí que en medio de la música y la gente. Al finalizar el baile, el general Pershing le hizo señas de que se acercara y tuvo que dejarla. Cuando volvió en su busca, Zoya ya se había marchado. La buscó por todas partes e incluso salió otra vez al jardín, pero sin éxito. Preguntó por ella y le dijeron que un primer grupo de bailarines ya se había marchado en un camión del ejército. Clayton regresó a su residencia con aire abatido y, mientras bajaba por la rue du Bac, recordó su nombre y sus grandes ojos verdes. Se preguntó quién sería en realidad. Algo en ella lo intrigaba profundamente.
14
– La próxima vez que envíe a Fiodor contigo a alguna parte, Zoya Nikolaevna, me harás el favor de no mandarlo a casa -dijo la anciana condesa a la mañana siguiente, durante el desayuno.
Fiodor había regresado avergonzado y diciendo que los soldados habían invitado a los bailarines a una fiesta en la que él no podía participar. Cuando Zoya volvió, su abuela la esperaba despierta, pero tan furiosa que apenas podía hablar. Por la mañana, su cólera aún no se había disipado.
– Perdóname, abuela. No podía llevar a Fiodor conmigo. Fue una elegante recepción en la residencia del general Pershing.
Zoya recordó inmediatamente los jardines y al capitán que había conocido, pero no se lo mencionó a su abuela.
– ¡Ya! Conque esas tenemos, ¿eh? ¿Divirtiendo a las tropas? ¿Qué otra cosa vas a hacer? Precisamente por eso las señoritas como Dios manda no pueden trabajar en una compañía de ballet. No es correcto y no pienso tolerarlo. ¡Quiero que abandones la compañía inmediatamente!
– Abuela, por favor, ¡sabes que no puedo!
– ¡Podrás si yo te lo mando!
– No, abuela, te lo suplico… -Zoya no estaba de humor para discutir. La víspera lo había pasado muy bien y el apuesto capitán era muy simpático, o, por lo menos, eso le pareció. Aun así, prefirió no decirle nada a su abuela, con la certeza de que sus caminos jamás volverían a cruzarse-. Perdona, no volveré a hacerlo.
Tampoco tendría ocasión. No era probable que el general Pershing organizara fiestas para el Ballet Russe después de cada representación.
Cuando se levantó de la mesa, su abuela la miró enfurecida.
– ¿Adónde vas ahora?
– Hoy tengo un ensayo.
– ¡Ya estoy harta de todo esto! -La condesa se levantó y empezó a pasear arriba y abajo por la estancia-. ¡El ballet, siempre el ballet! ¡Esto se va a terminar!
– Sí, abuela.
La condesa decidió vender otro collar, esta vez el de esmeraldas. Quizá así Zoya olvidaría aquella locura durante algún tiempo. Ya estaba cansada de la situación. Zoya no era una bailarina, sino una niña.
– ¿A qué hora volverás?
– Sobre las cuatro. El ensayo empieza a las nueve y esta noche no tengo que actuar.
– Quiero que vayas pensando en dejarlo.
Sin embargo, Zoya lo pasaba muy bien y el dinero era muy necesario por mucho que le pesara a la condesa. La semana anterior, la joven había regalado a su abuela un precioso vestido y un chal. Con su sueldo también podían comprar la comida, aunque sin permitirse más exquisiteces que las que les regalaba Vladimir cuando visitaba a la condesa con la esperanza de ver a Zoya.
– Esta tarde saldremos a dar un paseo cuando vuelva a casa.
– ¿Y cómo sabes que me apetecerá salir a dar un paseo contigo? -refunfuñó la abuela.
– Porque me quieres mucho y yo también a ti -contestó Zoya, riéndose.
Después le dio un beso en la mejilla y salió corriendo como una colegiala que llegaba tarde a clase.
La anciana suspiró y quitó de la mesa los platos del desayuno. Resultaba tan difícil vivir allí con la chica. Las cosas eran muy distintas y, aunque ella no quisiera reconocerlo, Zoya ya no era una niña y no se la podía controlar.
Aquel día el ensayo se llevaría a cabo en el Teatro de la Ópera donde, a la noche siguiente, la compañía ofrecería otra función. Zoya practicó horas y horas en la barra y, cuando terminó poco antes de las cuatro, estaba rendida. Era una soleada tarde de la última semana de junio. La muchacha salió a la calle y suspiró de satisfacción.
– Parece usted cansada, señorita Nikolaevna Ossupov.
Al oír su nombre, Zoya se volvió sorprendida y vio a Clayton Andrews de pie junto a uno de los automóviles oficiales del Estado Mayor del general Pershing.
– Hola…, no esperaba verlo.
– Ojalá pudiera yo decir lo mismo. Llevo dos horas aguardando -dijo Clayton, y ella lo miró sorprendida.
– ¿Ha estado esperándome todo el rato?
– Pues sí. Anoche no tuve ocasión de despedirme de usted.
– Creo que estaba usted ocupado cuando me fui.
– Lo sé. Debió de marcharse en el primer camión. -Zoya asintió con la cabeza, asombrada de que se hubiera tomado la molestia de buscarla. No esperaba volver a verlo y ahora comprobó que era tan guapo, simpático y elegante como la víspera cuando ambos habían bailado-. Quería invitarla a almorzar, pero ahora ya es un poco tarde.
– De todos modos, mi abuela me espera en casa -dijo Zoya y sonrió como una pícara colegiala-. Está muy enfadada conmigo por lo de anoche.
– ¿Regresó usted a casa muy tarde? -preguntó Clayton-. No recuerdo qué hora era cuando se fue.
Eso significaba que la chica era tan joven como él suponía. Tenía la inocencia de una chiquilla y, sin embargo, sus ojos revelaban una enorme sabiduría.
Zoya rió al recordar el momento en que hizo regresar a Fiodor a casa.
– Mi abuela me envió un acompañante, pero yo lo mandé a casa. Creo que él se alegró tanto como yo.
La muchacha se ruborizó levemente mientras él reía.
– En tal caso, mademoiselle, ¿me permite que la acompañe ahora? Puedo llevarla a casa en mi automóvil.
Zoya vaciló, pero Clayton era tan caballero que no podía haber ningún mal en ello, y además, ¿quién se iba a enterar? Podría despedirse de él una o dos manzanas antes de llegar al Palais Royal.
– Muchas gracias.
Clayton abrió la portezuela y ella subió al vehículo. Le dijo dónde vivía y él la condujo sin la menor dificultad. Zoya pidió que se detuviera una manzana antes de llegar.
– ¿Es aquí donde usted vive? -preguntó Clayton, mirando a su alrededor.
– No exactamente -contestó Zoya, ruborizada de nuevo-. Después de lo de anoche, prefiero ahorrarle a mi abuela otro disgusto.
Clayton volvió a reír y, de repente, pareció un jovenzuelo a pesar de las hebras plateadas de su cabello.
– Pero ¡qué mala es usted! ¿Y si le pido que cene conmigo esta noche, mademoiselle? ¿Aceptará?
– No lo sé -contestó Zoya, y frunció el ceño-. La abuela sabe que esta noche no hay ensayo.
Sería la primera vez que le mintiera, y Zoya no estaba segura de querer hacerlo. Sin embargo, sabía muy bien lo que pensaba Eugenia de los soldados.
– ¿No la deja salir con nadie? -preguntó el capitán, entre divertido y asombrado.
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