– Pues la verdad es que lo ignoro -confesó Zoya-. Nunca he salido con nadie.

– No me diga… ¿Puedo preguntarle en tal caso cuántos años tiene usted?

Tal vez era todavía más joven de lo que él pensaba, aunque esperaba que no.

– Dieciocho -contestó Zoya en tono casi desafiante.

– ¿Y eso le parece a usted que es ser muy mayor?

– Lo suficiente. -Clayton no se atrevió a preguntarle para qué-. No hace mucho tiempo, mi abuela quería que me casara con un amigo de la familia.

Zoya se ruborizó y supuso que era una estupidez haber mencionado a Vladimir, aunque él no pareció extrañarse.

– ¿Y cuántos años tenía él? ¿Veintiuno?

– ¡Oh, no! -exclamó Zoya, riendo-. Muchísimos más. ¡Por lo menos sesenta años!

Esta vez, Clayton Andrews la miró casi escandalizado.

– ¿De veras? ¿Y a su abuela no le importa?

– Es difícil de explicar, y, además, a mí no me gusta…, es un viejo.

– Yo también -dijo Clayton, poniéndose muy serio por un instante-. Tengo cuarenta y cinco años.

Quería ser sincero con ella, ya desde un principio.

– ¿Y no está casado? -preguntó Zoya, sorprendida.

– Estoy divorciado. -Se había casado con una Vanderbilt, pero todo había terminado diez años atrás. En Nueva York se lo consideraba un buen partido, pero ninguna de las numerosas mujeres conocidas durante aquellos diez años había conseguido adueñarse de su corazón-. ¿Se asombra usted?

– No. -Zoya lo pensó un momento y después lo miró a los ojos, más convencida que nunca de que era un hombre honrado-. ¿Por qué se divorció?

– El amor se acabó, supongo… Ya éramos muy distintos al principio. Ella se volvió a casar y somos buenos amigos, aunque últimamente no la veo muy a menudo. Ahora vive en Washington.

– ¿Y eso dónde está?

A Zoya todo le parecía lejano y misterioso.

– Cerca de Nueva York. Algo así como París y Burdeos. O más bien como París y Londres -Zoya asintió en silencio. Así lo comprendía mejor. Clayton consultó el reloj. Había pasado dos horas esperándola y ya tenía que regresar-. ¿Qué tal la cena de esta noche?

– Creo que no podré -contestó Zoya, mirándolo con tristeza.

– ¿Mañana, entonces? -preguntó Clayton con una sonrisa.

– Mañana por la noche tengo que bailar.

– ¿Y después?

Clayton persistía porque no quería dejarla escapar tras haberla encontrado de nuevo.

– Lo intentaré.

– De acuerdo. Hasta mañana por la noche, entonces.

Clayton descendió del automóvil y la ayudó a bajar. Ella le dio cortésmente las gracias por haberla acompañado y el capitán la saludó con la mano. Regresó a la rue Constantine con el corazón rebosante de alegría.

15

Por primera vez en su vida, Zoya le mintió a su abuela. Ocurrió al día siguiente, cuando fue otra vez al Teatro de la Ópera. Se sintió culpable, pero, una vez en la calle, ya se había perdonado aquella inocente mentira. Quería evitar que se preocupara por algo que no merecía la pena. Al fin y al cabo, ¿qué mal podía haber en ir a cenar con un hombre tan amable y simpático? Zoya le dijo a Eugenia que Diaghilev los había invitado a cenar a todos y que estaba obligada a ir.

– ¡No me esperes levantada! -le gritó al salir.

– ¿Seguro que tienes que ir?

– ¡Pues claro, abuela! -contestó y salió a toda prisa para dirigirse al ensayo.

Al finalizar la función, Clayton estaba esperándola con otro automóvil del general Pershing.

– ¿Todo arreglado? -le preguntó sentándose al volante mientras ella lo miraba con sus expresivos ojos esmeralda-. ¿Qué tal ha ido esta noche?

– Bien. Pero Nijinsky no ha bailado. Es fabuloso, ¿no cree? -Zoya sonrió al recordar que a él no le gustaba el ballet-. Perdón, olvidé que no es aficionado al ballet.

– Quizá podría aprender.

Se dirigieron al Maxim’s, y al entrar, Zoya se quedó boquiabierta de asombro ante el lujoso decorado en terciopelo, la elegancia de la gente y el esplendor de los uniformes de gala de los hombres. Lo primero que se preguntó fue cómo podría describirle a María aquel ambiente en su próxima carta. Sin embargo, tendría dificultades para explicarle lo de Clayton Andrews. No estaba muy segura de por qué había salido a cenar con él. Simplemente le pareció muy simpático y le apetecía hablar con él, aunque solo fuera una vez…, o quizá más de una. No había nada de malo en ello. Parecía un hombre respetable y le gustaba su compañía. Cuando se sentaron a una mesa, trató de comportarse como una chiquilla emocionada.

– ¿Tiene apetito? -le preguntó él mientras pedía champán y ella miraba asombrada a su alrededor.

– ¿Ha estado aquí otras veces?

Zoya sacudió la cabeza y pensó en su apartamento y en el hotel donde se habían alojado al principio. No habían estado en ningún restaurante desde su llegada. Ella y la condesa preparaban comidas caseras muy sencillas, y Fiodor se sentaba a cenar con ellas todas las noches.

– No -contestó Zoya, sin más explicaciones.

– Es bonito, ¿verdad? Antes de la guerra yo venía bastante por aquí.

– ¿Viaja usted mucho? Habitualmente, quiero decir.

– Bastante. ¿Conocía usted París? Me refiero a antes de venir aquí hace tres meses.

A Zoya la conmovió que se acordara de lo que ella le había contado.

– No, pero mis padres venían muy a menudo. En realidad, mi madre era alemana, pero vivió casi toda su vida en San Petersburgo.

De repente, Clayton sintió deseos de preguntarle cómo había sido la revolución, pero adivinó lo doloroso que habría resultado para ella y prefirió callar. Después, por decir algo, le hizo una pregunta que suscitó las risas de la muchacha.

– Zoya, ¿vio usted alguna vez al zar? -Al ver la expresión de su rostro, Clayton rió también-. ¿He dicho algo gracioso?

– Más bien sí. -Zoya se sentía tan a gusto con él que decidió mostrarse un poco más abierta-. Somos primos.

Sin embargo, enseguida se puso muy seria, recordando su última mañana en Tsarskoe Selo.

Clayton le dio una palmada en la mano y escanció champán en su copa.

– Perdone, podemos hablar de otra cosa.

– No se preocupe, es que… -Zoya lo miró, tratando de reprimir las lágrimas-. Los echo mucho de menos. A veces me pregunto si volveremos a verlos. Se encuentran todavía bajo arresto domiciliario en Tsarskoe Selo.

– ¿Tiene usted noticias suyas? -preguntó Clayton, sorprendido.

– A veces recibo cartas de la gran duquesa María…, es mi mejor amiga. Cuando nos fuimos estaba enferma. -Zoya sonrió tristemente al recordarlo-. Ella me contagió el sarampión. Todos estaban enfermos cuando nos marchamos.

El capitán Andrews la escuchó asombrado. El zar de Rusia era una figura histórica y no simplemente el primo de aquella bonita joven.

– ¿Y usted se crió con ellos?

Zoya asintió en silencio y Clayton pensó que no se había equivocado en sus apreciaciones. Aquella muchacha era algo más de lo que parecía a primera vista; no era una simple bailarina, sino una joven de buena familia, con un pasado extraordinario. Zoya le habló entonces de la casa donde había crecido, de Nicolai, de la noche en que este murió y de su estancia en Tsarskoe Selo antes de abandonar Rusia.

– Conservo unas fotografías maravillosas. Ya se las enseñaré otro día. Todos los años íbamos juntos a Livadia. María dice en su carta que este año volverán allí. El cumpleaños de Alexis lo celebrábamos siempre allí o bien en el yate.

Clayton la miró en silencio mientras ella le hablaba de un mundo mágico en un momento crucial de la historia, como si los primos y los amigos, los niños, el tenis y los perros fueran cosas de lo más normales. Y ahora trabajaba en el Ballet Russe. No era de extrañar que su abuela le hubiera enviado un acompañante. Zoya le explicó incluso lo de Fiodor. Al finalizar la velada, Clayton tuvo la sensación de conocerlos a todos y le entristeció pensar en la vida que la muchacha había perdido.

– ¿Qué hará usted ahora?

– No lo sé -contestó Zoya con toda sinceridad-. Cuando ya no queden más joyas por vender, supongo que seguiré bailando y viviremos de eso. La abuela es demasiado mayor para ponerse a trabajar. Fiodor no habla el francés y, además, ya es muy viejo.

¿Y cuando ellos murieran? Clayton no se atrevió ni a pensarlo. A pesar de haber sufrido tantas penalidades, Zoya era una joven sincera e ingenua como pocas.

– Su padre debía de ser un hombre estupendo, Zoya.

– Lo era.

– Cuesta trabajo imaginar que los haya perdido a todos. Y más todavía pensar que nunca podrá volver.

– La abuela cree que las cosas pueden cambiar cuando termine la guerra. Tío Nicolás nos lo dijo antes de nuestra partida. -Clayton no pudo evitar sorprenderse de que Zoya llamara «tío Nicolás» nada menos que al zar de Rusia-. Menos mal que, por lo menos, puedo bailar. Cuando era pequeña, soñaba con huir a la escuela de baile del teatro Marynsky -añadió Zoya y rió al recordarlo-. Aunque esto tampoco está mal. Prefiero bailar antes que enseñar inglés, coser o confeccionar sombreros.

Clayton rió al ver la expresión de su rostro cuando le enumeraba las alternativas.

– Tengo que reconocer que no me la imagino haciendo sombreros.

– Antes moriría de hambre. Pero eso no ocurrirá porque en el Ballet Russe estoy muy bien.

Zoya le describió a Clayton la primera prueba que hizo, y él admiró en silencio su valentía e ingenio. El hecho de haber salido a cenar con él también era una manifestación de valentía, pero Clayton no quería aprovecharse de la situación. La chica le gustaba, aunque fuera poco más que una niña. Sin embargo, ahora la veía bajo una luz distinta que la otra noche. No era simplemente una cara bonita o una componente de un cuerpo de baile, sino una joven perteneciente a una familia más ilustre que la suya propia. Aunque no le quedara nada, poseía clase y dignidad, y él no quería mancillar nada de todo aquello.

– Me gustaría que conociera a mi abuela -dijo Zoya como si hubiera leído sus pensamientos.

– Tal vez tengamos ocasión algún día.

– Se escandalizaría de que alguien no nos hubiera presentado debidamente. No sé si conseguiría explicárselo.

– ¿Y si le dijéramos que soy un amigo de Diaghilev? -preguntó Clayton, esperanzado.

– ¡Sería todavía peor! -contestó Zoya, riendo-. Odia todo este ambiente. Con tal de que dejara mi trabajo en el ballet, accedería a que me casara con el príncipe Markovsky, el que se gana la vida como taxista.

Mientras la miraba, Clayton comprendió las razones de la condesa. Era terrible que la joven anduviera sola por el mundo, sin protección, convertida en fácil presa para cualquiera, incluso para él mismo.

Clayton pagó la cuenta y la acompañó a casa.

– Me gustaría volver a verla, Zoya. -Parecía un comentario trivial, pero a Clayton le molestaba salir con ella en secreto. Era muy joven y por nada del mundo hubiera querido dañarla-. ¿Y si viniera una tarde a tomar el té con su abuela?

– ¿Y qué explicación podría darle? -dijo Zoya, aterrada.

– Ya se me ocurrirá algo. ¿Qué tal el domingo?

– Normalmente, vamos a dar un paseo por el Bosque de Bolonia.

– Podríamos dar una vuelta en automóvil. ¿Le parece bien a las cuatro?

Zoya asintió, sin saber lo que le diría a su abuela, pese a que la sugerencia le parecía mucho más sencilla que cualquier estratagema que ella pudiera inventarse.

– Podría decirle simplemente que soy el ayudante de campo del general Pershing y que nos conocimos en la recepción de la otra noche. Generalmente, es más fácil decir la verdad que mentir.

Parecía Konstantin, pensó Zoya no por primera vez mientras lo miraba sonriendo.

– Mi padre hubiera dicho lo mismo. -Cuando el vehículo se detuvo delante de su casa, Zoya lo miró, pensando que estaba muy guapo de uniforme. Era un hombre extraordinariamente bien parecido-. Ha sido una velada muy agradable.

– Para mí también, Zoya…, para mí también.

Clayton acarició su larga melena pelirroja y sintió deseos de estrecharla en sus brazos, pero no se atrevió.

Después la acompañó hasta la puerta y, una vez dentro, ella lo saludó con la mano por última vez y subió al apartamento.

16

La presentación de Clayton fue mucho más fácil de lo que ellos esperaban. Zoya le explicó a su abuela que le había conocido en la recepción del general Pershing y Eugenia lo invitó a tomar el té. En un principio la condesa se mostró un poco reacia porque una cosa era invitar al príncipe Vladimir, cuyas circunstancias personales eran semejantes, y otra muy distinta invitar a alguien apenas conocido. Zoya compró media docena de pastelillos y una barra de pan de las que tanto escaseaban, y Eugenia preparó una humeante tetera. No podrían ofrecerle ninguna fineza, ni bandeja de plata, ni servilletas de encaje ni samovar, pero lo que más preocupaba a Eugenia era el motivo de la visita del capitán. Cuando Fiodor le abrió la puerta a las cuatro en punto, el propio Clayton Andrews disipó casi todos los temores de la condesa. Traía sendos ramos de flores y una tarta de manzana, y se comportó como todo un caballero, saludando a Zoya y a su abuela con respetuosa cordialidad. Apenas miró a Zoya mientras hablaba sobre sus viajes, sus conocimientos de la historia rusa y su adolescencia en Nueva York. Al igual que le ocurriera a Zoya, su cordialidad, su ingenio y su encanto a Eugenia le recordaron a Konstantin. Cuando, al final, envió a Zoya a la cocina a preparar otra tetera, la condesa miró a su invitado en silencio y comprendió la razón de su visita. Era demasiado mayor para la muchacha y, sin embargo, no le desagradaba. Parecía un hombre en extremo cortés y refinado.